viernes, 25 de noviembre de 2011

NEOMACHISMO. ELOGIO DE LA PUREZA SEXUAL CALCULADA (Un comentario al informe sobre los nuevos patrones de relación entre jóvenes de distinto sexo).


Dejémonos por un momento de romanticismo y consideremos el mundo de las relaciones heterosexuales como un inmenso mercado, en el que se distribuyen bienes importantes como la seguridad afectiva, la satisfacción sexual o la plenitud amorosa. Hombres y mujeres actúan como oferentes y demandantes tratando de optimizar sus intereses sentimentales en competencia con los miembros de su propio género. Cosmética, vestuario, dietas, aerobic, ademanes eróticos, cirugía estética y las innumerables técnicas de seducción no son sino formas de marketing para hacer visible, enfatizar y promocionar el producto, que es  uno mismo, en ese concurrido intercambio.
Hasta hace una década el mercado amoroso era rígido y poco flexible, casi socialista, interferido por una imagen machista y patriarcal de la mujer, que prescribía su castidad y excluía a las promiscuas y liberales, destinándolas a la economía sumergida. El éxito del macho consumidor no era otro que adquirir una mujer respetable, inmaculada como la virgen María, a estreno, como novia y esposa, y luego practicar con voracidad el sexo con ligeras y casquivanas en el mercado de derivados. En momentos de escasez y desabastecimiento, por fealdad o cutrez del comprador,  podía recurrirse a un producto siempre disponible, la prostituta, que configuraba un tercer mercado.
Las mujeres, asumiendo la estricta regulación machista, para no devaluarse tenían que mostrarse mojigatas y puritanas, salvo con un único comprador, renunciando, si no a su sexualidad, sí al menos a la posibilidad de disfrutar, en igualdad de oportunidades con el hombre, de un alto grado de circulación erótica. En vez de capital circulante se convertían en el pasivo financiero de un solo banco, casi un inmueble, que impedía el sobrecalentamiento de la economía y la inflación amorosa.
El hombre por su parte gozaba a manos llenas del rol de consumidor,  que le daba derecho a probar el género en toda su diversidad y sin cortapisas. El resultado: a cada mujer, trocada en producto sexo–afectivo, no le quedaba más remedio que atrapar cuanto antes a un buen adquiriente sin excesivas probaturas, asumiendo un riesgo sub prime, casi una hipoteca basura, para  evitar devaluarse, es decir, ser despreciada por el resto de consumidores como novia y esposa, y expulsada al mercado de segunda mano o vendida en una tienda de outlet como oferta exclusiva.
Pero las cosas, como indiqué, cambiaron de forma drástica en las últimas décadas. El mercado sexual se ha liberalizado. Las mujeres exigieron, en justicia, la igualdad en el bazar de los afectos, los lazos amorosos se volvieron líquidos, casi de usar y tirar, las feministas reivindicaron el derecho de toda fémina a la libertad sexual, el capitalismo amoroso logró que el sexo dejara de ser un tabú para convertirse en un deber conyugal, donde la viagra y las drogas de diseño compensaban, con un crédito a corto plazo, la falta de liquidez en testosterona.
Incluso los tres mercados se unificaron: las chicas se burlan con razón de la virginidad y se han vuelto promiscuas como los chicos, cuyos patrones amatorios tratan de imitar hasta en la histeria de los campos de fútbol.  Y ni siquiera faltan universitarias decentes que presumen de sacarse un dinerillo los fines de semana vendiendo su cuerpo al por menor para pagarse unas ropitas en Zara o Versace. Son ahora las estrechas, las  sexualmente poco generosas, las excluidas del mercado. También en el amor, como en las finanzas, se penaliza el ahorro. Lo que se han de comer los gusanos que lo gocen los cristianos, es el lema de este neoliberalismo sentimental.
¿A dónde quiero ir a parar con esta improvisada introducción a la economía sexual? Mi intención como comentarista amoroso es desenmascarar los riesgos que para las jóvenes mujeres genera esta aparente desregulación del actual mercado, al que acuso de ser tan machista como el anterior pero mucho más sutil, y tal vez por ello más peligroso.
Puesto que las adolescentes siguen siendo tenazmente románticas como en el viejo mercado tradicional, esperando del amor en pareja el sentido de su vida –así lo confirman los últimos estudios–, pero no pueden utilizar su reserva sexual por miedo a ser expulsadas del mercado liberalizado –al igual que a España no le es permitido utilizar la depreciación de su moneda como táctica para mejorar sus cuentas– no les queda otro remedio que competir ferozmente entre ellas para complacer al varón. Con la diferencia de que si antes las más codiciadas eran las que más se resistían, ahora las más codiciadas, en principio, son las más complacientes, las que más satisfacción producen al macho, que controla, por su menor lastre de romanticismo, el mercado.
Erigido en rey consumidor, y como siempre, promiscuo y vanidoso, el macho sigue devaluando con desdén los bienes y servicios femeninos una vez probados, con la esperanza de nuevos y más complacientes productos. Con la ventaja añadida de que ahora esos productos, envueltos en ropa sexi, ademanes provocativos y ebrios de alcohol, se exhiben para él los viernes y sábados por la noche como en el mejor anuncio de coca cola, sin que tenga siquiera que levantarse del sofá para llevarse uno a la boca. El nuevo metrosexual ya no necesita vírgenes, se ha vuelto perezoso para enseñarles, ahora las prefiere experimentadas.
Madres y esposas, mujeres adultas y libres, si queréis escuchar a este modesto analista que intenta ser fiel a lo mejor del viejo ideal de caballerosidad, oculto como un caballo de Troya en el universo masculino, os conmino a celebrar una gran asamblea de mujeres para regular con otros parámetros un mercado que degenera por momentos. Cuanto más fáciles y complacientes se vuelven ellas más chulitos y engreídos se vuelven ellos, por lo que para no ser agredidas como mercancía barata demandarán la protección de algún macho alfa con cachitas y mirada estúpida, a cambio de someterse a su control. Y ya sabéis lo que eso significa, la degradación de las relaciones amorosas al nivel sórdido de la prostitución.
 Por lo que no estaría de más diseñar una nueva estrategia de pureza colectiva calculada, no basada en rancios ideales ascéticos, sino como la que se plantea en la obra de Aristófanes Asamblea de mujeres, cuando las esposas atenienses decidieron negarse a practicar el sexo para obligar a sus maridos a no ir a la guerra. El mayor poder de la mujer para concurrir en el mercado del afecto sigue siendo su capacidad para controlar su sexualidad, su menor vehemencia que no va en detrimento de su mayor potencia para el goce. Si renuncia a este poder, siguiendo las consignas neomachistas de  banalización del sexo, se devalúa en beneficio de un varón        –mercado tradicional– o de sucesivos varones –mercado liberal– El machismo ha vuelto, pero vestido  de lagarterana.  

sábado, 19 de noviembre de 2011

PARAÍSO PERDIDO (Historias de Coralie)

«Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos»                   
             Mateo 18, 1–5    
                                                                      
-Coralie, no puedo concentrarme –le dijo el pequeño Alex con voz apurada y tristona–  como si a sus solo once años hubiera sido perseguido en la noche por una criatura siniestra y feroz.
Ella lo recibió en su despacho, como al resto de los niños, con sonrisa cálida, hospitalaria y un vivo interés. A esa edad son reticentes a abrir el corazón a los adultos, por lo que un orientador sabe mejor que nadie que en las escasas ocasiones en que se atreven a dar el paso, han de sentir que son objeto de la mayor atención.
-¿Qué te pasa Alex? ¿Qué me quieren decir esos ojos tristes? Cuéntame…
Fue esta mañana después de levantarme. Ha sido horrible –y al decir “horrible” el brillo de una lágrima le asomó en el rostro por efecto de la luz  que penetraba pletórica por el ventanal.
-Es que cuando mi madre estaba barriendo el patio salió un ratoncillo en medio de las hojas. Yo le dije que quería cuidarlo, era tan chiquitín y tan bonito.., pero mi madre no me escuchaba. Estaba como loca. Llamó a mi padre y se liaron a golpes y escobazos. Yo les chillaba que lo dejaran, pero no me hicieron caso –el niño era incapaz de continuar con la historia por el fuerte nudo en la garganta que le generaba el recuerdo de lo ocurrido.
-Cuéntame todo Alex –le susurró Coralie con una mirada en la que podía leerse una comprensión cargada de dulzura, que iba más allá del mero rol de psicóloga orientadora.
-Tenía las tripas fuera y movía una patita –dijo con un sentimiento  de espanto que su alma era incapaz de digerir– Y no hice lo suficiente por salvarlo… Coralie comprendió de pronto la gravedad y alcance de aquella angustia infantil, el modo en que una sensibilidad tan delicada había sido herida por un acto de violencia innecesaria, sintiéndose luego culpable tal vez para proteger, mediante la atribución a sí mismo de un daño que no podía haber evitado, a quienes amaba.
 Como demonios, terribles preguntas sobrevolaban sin respuesta el corazón de Alex. ¿Cómo era posible que su madre y su padre, los seres con diferencia más importantes para él, actuaran de aquel modo tan brutal, se complacieran en la cruenta ejecución de un ratoncillo indefenso? Algo profundo e íntimo se había roto dentro de él, y además lo había hecho para siempre. Ese algo era la infancia, que no es otra cosa que la confianza ciega en la bondad del mundo, el único paraíso que nos es dado disfrutar a los humanos.
Alex acababa de comer, a su pesar, de manos de su madre, el fruto prohibido, y sus ojos se habían asomado, de par en par, al horror de la existencia. Ese árbol inmemorial del que habla el Génesis, en el que se derrotó –si escuchamos con atención el sentido oculto del relato–, de una vez para siempre nuestra inocencia en beneficio del conocimiento del bien y del mal.
Coralie, al contemplar el candor que rebosaba el rostro de Alex, el amargo dolor de aquel corazón en carne viva, y tal vez desbordada por el recuerdo de su propia inocencia acuchillada en alguna parte del camino, no pudo contener su deseo de abrazarle con desmedida ternura –lo que jamás hacía por respeto a esa norma no escrita que sanciona el tabú del contacto.   
-¡Cuánto te entiendo Alex! ¡Y cuánto admiro tu sensibilidad! Sé que a veces es difícil entender a los mayores. Me consta que tu madre te quiere con locura, si hubiera sabido el dolor que te causaba habría salvado al ratón.
-Pero ella me dice que no debo ser tan blando –expresó inquisitivo Alex, deseoso de saber si Coralie aprobaba ese veredicto de su madre, por el cual el problema no radicaba en la dureza de la acción sino en su excesiva piedad– Era difícil no tomar partido.
-Tu madre te dice eso porque quiere protegerte de todas las cosas malas que ocurren, pero sé que estará orgullosa cuando vea que su hijo se esfuerza cada día en educar su sensibilidad para poder defender mejor a los animales. A veces los adultos parecemos sordos al sufrimiento y nos hace falta que gente como tú, de buen corazón, nos devuelva el oído. Tienes suerte de ser como eres –el rostro del niño reflejaba por primera vez alivio, una sensación de satisfacción y orgullo al escuchar aquellas palabras de la orientadora.
Al día siguiente sucedió algo insólito en el colegio. Cuando Coralie fue al despacho del director,  se encontró un gatito pequeño de franjas grises y pardas encima del radiador, que al parecer había sido abandonado por la madre. El hermano Santiago, un fraile Lasalliano, a pesar de su apariencia sobria y contenida, acababa de darle leche con una jeringa y se afanaba por colocarlo dentro de una pequeña lata vacía, a modo de nido, envuelto en una toalla de mano.
A Coralie se le ocurrió que quizás el destino estaba de aquel modo queriendo compensar el sufrimiento de Alex. Lo hacía mostrando la vulnerabilidad del depredador natural de los ratones. Si el niño llegaba a conocer el cuidado con que una figura tan respetable, como la del director del colegio, se esforzaba en salvar la vida de un cachorro abandonado, aprendería una forma alternativa de tratar con los animales, daría cauce a su exquisita compasión y, en cierto modo, recuperaría la fe perdida en la humanidad.
Sin tiempo que perder dejó un recado al tutor del muchacho, para que comunicara a Alex el requerimiento del director de que se personara en su despacho a la hora del recreo. Como era previsible, los ojos del niño al contemplar la escena estallaron de júbilo y emoción. Todo parecía salir a pedir de boca.
Pero la realidad no siempre es dócil a nuestros deseos. Tan solo unas horas más tarde el mismo director –incapaz de disimular, bajo el porte distante que le confería su cargo, un sentimiento de cálida humanidad hacia sus alumnos, que le hacía cómplice involuntario de la historia–, llamó  a su despacho a Coralie para comunicarle que el gato había muerto, y que a Alex, cuando acudió a interesarse por la salud del cachorro, no pudo evitar decirle que lo había devuelto con la madre. Estaba preocupado porque Coralie, por desconocimiento, contradijera su versión.
 El niño llegó corriendo unos minutos después a contarle a la orientadora la buena nueva: ¡Qué contento estoy Coralie! ¡Menos mal que la madre lo ha vuelto a querer, tenía un disgusto..!
Siempre podrá discutirse si había sido correcto mentirle a Alex, tratar a toda costa de mantener cerrados sus ojos a la idea de que el sufrimiento no solo procede de las acciones humanas, sino que late también en lo más recóndito del mundo animal. Conocimiento amargo que nos exilia para siempre de la niñez. Sin embargo, el empeño de aquellos dos educadores en proteger y demorar la inocencia de uno de sus alumnos, de ofrecer una salida viable a su bondad, demostraba que no todo está perdido cuando la infancia acaba, y que el cinismo no es la única respuesta posible ante la maldad del mundo. Que los corazones sensibles nunca sucumben del todo, sino que se apresuran a reencontrar su propia infancia perdida por las estrechas veredas del amor.
     


miércoles, 16 de noviembre de 2011

HISTORIA DE UNA PUTA Y UN PAÍS

Propondré a la reflexión ciudadana una  fábula sobre la degradación de ese antiguo país llamado España, que solo una rebelión pacífica y masiva  tiene todavía el poder de revocar.
Yamira era una joven brasileña procedente de las fabelas, carente de recursos para encarar el futuro. Por si fuera poco era madre de un niño de siete años al que sabía incapaz de mantener. Presionada por las circunstancias aceptó el consejo de un familiar cercano para venir a trabajar a Madrid como camarera. Una organización anónima se ofreció a pagar su vuelo.
España era un país europeo con un mermado estado de bienestar y  niveles de prosperidad muy alejados del resto de países del entorno. Tal vez por ello fue seducida fácilmente por una política masiva de inversión en el ladrillo, aprovechando los vientos favorables de bajísimos tipos de interés, generosamente financiados por una organización de anónimos especuladores bancarios.
Tan pronto llegó a Barajas, Yamira comprendió que no era para ser camarera exactamente para lo que había efectuado el viaje. La elevada deuda no la había contraído con una ONG sino con una peligrosa mafia del tráfico humano. Estaría obligada a costearla mediante el penoso ejercicio de la prostitución en un club de alterne en las afueras de Móstoles.
El exceso de viviendas construidas en España hizo colapsar al sector  inmobiliario, y los bancos, sin liquidez, dejaron de dar crédito. La actividad económica frenó en seco, el paro aumentó hasta límites insostenibles y, como consecuencia, los ingresos del Estado cayeron en picado mientras se disparaban los gastos debidos al desempleo y al rescate de cajas y bancos. Particulares,  empresas y  Estado quedaron, de la noche a la mañana, hipotecados bajo  el peso de una deuda exorbitante.
Yamira se prostituía sin descanso en aquel infame club de carretera bajo la mirada atenta de los proxenetas. Efectuaba de quince a veinte servicios al día. Aquella chica joven era abusada una y otra vez por multitud de clientes, que saciaban su lascivia por el módico precio de cincuenta euros. Para ella eran solo veinte. El resto los tenía que entregar  en concepto de deuda e intereses. A lo que debía añadir gastos de manutención y hospedaje, toallas, servicio de habitación, costes de seguridad de los porteros que la retenían  e incluso de los preservativos que utilizaban los clientes cuando le practicaban el sexo. La deuda crecía sin su control de manera exponencial hasta volverse imposible de saldar. La culpa, le recordaban sus captores, era de ella por no esforzarse lo suficiente en complacer a los clientes.
España, empobrecida por la irresponsabilidad de gobiernos y banqueros, necesitaba obtener crédito diario en los mercados de capital. Solo así podía  hacerse cargo de los millones de parados, sostener a las entidades causantes de la crisis e intentar inútilmente reactivar su raquítica economía. El interés de este préstamo se decidía en subasta pública, a la que concurrían taimados inversores que elevaban interesadamente la prima de riesgo alegando desconfianza en la solvencia del país. Sabían que si lograban hundir la economía, España sería rescatada, lo que les reportaría enormes beneficios. Siendo obligada a pagar tan abusivos intereses no podía destinar dinero a crecer y crear empleo, con lo que su solvencia disminuía, los mercados desconfiaban aún más, aumentando sus intereses y así sucesivamente, sin límite ni pausa. La culpa, decían los expertos, era de los ciudadanos por vivir por encima de sus posibilidades.
Yamira, a pesar de entregar su cuerpo de un modo cada vez más intensivo era cada vez más pobre. Se prostituía ya solo para pagar los intereses de la deuda contraída con aquellos proxenetas insaciables. Era tal la falta de escrúpulos de los rufianes que saldaban parte de sus derechos cobrándoselos en carne, violándola cuando deseban y ofreciéndola a amigos y allegados para realizar toda clase de servicios. Se había convertido en un despojo humano rehén de sus matones, sin posibilidad de negarse a pagar por la amenaza de muerte que pesaba sobre su hijo de tan solo siete años. Sin libertad, tan solo era una esclava sexual al servicio de una red que comerciaba con personas.
España realizaba todo tipo de ajustes para tranquilizar a sus acreedores, que dictaban ahora sus políticas, reducían los derechos laborales de sus trabajadores, aumentaban la edad de jubilación de sus ancianos, disminuían los sueldos de sus funcionarios, congelaban las pensiones, desprotegían a la población más vulnerable en materia de sanidad y educación, y expoliaban su riqueza bajo la mirada atenta de dos celosos guardianes: PP y PSOE. El pueblo, antes soberano, se había convertido en rehén de avarientos inversores. A cuyo chantaje no podía sustraerse por el riesgo de quedarse sin crédito, ver tomadas a la fuerza, como Italia y Grecia, sus instituciones políticas y ser, en suma, intervenido. Sin democracia, aquel país tan solo era una colonia tercermundista bajo el férreo yugo de los mercados.
Yamira era un país sin dignidad en manos de usureros y especuladores. España era una prostituta barata que hacía la calle para  sórdidos proxenetas. 

sábado, 5 de noviembre de 2011

LOS COQUETEOS LÍQUIDOS DE CORALIE




















                                   Chateamos y tenemos “compinches” con quienes chatear. Los compinches, como bien sabe cualquier adicto, van y vienen, aparecen y desaparecen, pero siempre hay alguno en línea para ahogar el silencio con “mensajes”.

                                                   Zugmunt Bauman. Amor líquido

Nunca se acaba de conocer a una persona. Y cuanto más estrecha es la relación que mantenemos con ella mayor es la perplejidad que sus cambios nos ocasionan. Será porque las personas, como las relaciones, son seres vivos y no pueden dejar de devenir. Después de catorce años de convivencia, a sus más de treinta y nueve años –no diré el número exacto porque es su secreto mejor guardado–, el comportamiento de Coralie se había transformado en pocos meses hasta lo irreconocible.
Aquella mujer con un sentido grave, por no decir temeroso de la existencia,  con una disposición casi enfermiza a la responsabilidad y la autodisciplina, que se pasaba la vida anticipando el futuro inmediato para hacerlo susceptible a su control; aquella mujer a la que ciertos encuentros ingratos le hicieron perder la confiada inocencia en los otros, ocupaba ahora, con relativa frecuencia, su tiempo libre, chateando en una página de contactos.
   Sí, han oído bien. Sentada de forma indolente en el sillón del salón, con el ordenador en el regazo y desternillada por la hilaridad que le producían sus propias y disparatadas ocurrencias, se sumergía en el universo líquido de las redes sociales,  concretamente en uno de los numerosos supermercados de la seducción en el que cotizaban más de ciento veinte millones de usuarios, a los que el sistema va asignando valores amatorios, en tiempo real, en función de sus índices de popularidad. Allí era cortejada por anónimos pretendientes cuyos activos sexuales apuntaban al alza y que, al decir de ella, eran de todo menos tóxicos
Probablemente el presagio de un lento declinar de su atractivo la había hecho entrar, Dios sabe cómo, en una suerte de otoñal adolescencia. Preocupación por la imagen, coquetería, gusto por flirtear, tolerancia a la música estridente, pereza intelectual y una propensión a la risa por los motivos más nimios, constituían los síntomas inequívocos. Había sido acostumbrado como padre a la idea de lidiar con la pubertad de una hija. Pero ¡qué podía hacer yo, pobre varón posmoderno, con una adolescente de cuarenta años!
Pues lo que hacía, aunque os cueste creerlo, era compartir  sus coqueteos en la red, reírme de sus osados golpes de humor, amonestarla cortésmente por tratar con demasiada severidad a algún galán cibernético, ayudarle a pulir ciertas chinchadas, animarle a tomar café con alguno de esos chicos si era eso lo que le apetecía y estar luego, cómo no, cerca por si resultara peligroso. Acompañarla, en suma, en aquel insólito viaje interior cuyo sentido era incapaz de comprender. 
 ¿Sería la urgencia sobrevenida de una mujer bella que anticipa su inminente agostamiento, una última corrida –no malinterpretemos los términos– antes de cortarse la coleta y salir por la puerta grande?, ¿se trataría de compensar su timidez social con una multitud de vínculos, que resultaban , debido a la naturaleza líquida del medio, afectivamente inocuos?, ¿o bien una manera de saciar su vehemente curiosidad, adentrándose en aquel hábitat donde los de mi género se desnudaban sin pudor, no solo en lo psicológico, con tal de impresionar a una mujer atractiva, que unía a su elegante feminidad un aire travieso y ligeramente casquivano?,¿o, finalmente, la oportunidad de darse un último chute de vanidad  – y tal vez de algo más– al comprobar el ardiente deseo que seguía despertando incluso en jóvenes de apenas veinte años, a los que doblaba en edad?
 Fueran cuales fuera las razones de aquel frívolo pasatiempo, si la divertía, activaba su espontaneidad, distraía sus migrañas e  incrementaba su alegría; y lo que es mejor, se prestaba a ser utilizado como argumento picante en nuestros juegos íntimos, ¿como podía yo oponerme? Aunque a simple vista la nueva afición resultara ilógica, alocada, y tal vez anacrónica a los ojos del sentido común.
 Bajo ningún aspecto llegué a considerarme cobarde o ridículo por aquella condescendencia, por el contrario sentía en mí un poderoso sentimiento de amoroso heroísmo. Mi amor por ella me exigía en este momento ser lo suficientemente flexible para dejarle el espacio que necesitaba. ¿Quién era yo para abortar antes de tiempo aquella inesperada primavera contra todo pronóstico, solo por defender ancestrales prejuicios sobre la masculinidad? Mentiría si dijera que el continuo devaneo con abogados, periodistas, barrenderos, soldados o astrofísicos de todos los estados, razas y condiciones,  quienes  compartían tan solo el hecho de ser jóvenes, físicamente atractivos y tratar a toda costa de seducirla y llevársela al huerto, no me producía ninguna inseguridad.
Pero algo muy fuerte me decía que mi corazón estaba a salvo. Lo que no me impidió, para poder mejor resistir la presión de mis temores, invocar en mi apoyo tres fuertes creencias en torno del amor. La primera, que yo era parte de todo aquello que le estaba sucediendo a Coralie, no un simple espectador externo. Mi rol de padre consentidor, que aceptaba con comprensión aquel actuar de niña traviesa y juguetona, era una de las causas de su felicidad, el estímulo necesario para que pudiera comprobar la fuerza de mi cariño y de ese modo alcanzar la cima del suyo.
La segunda, aún más carente de fundamento que la anterior, me aseguraba que si era capaz de enfrentarme, solo por amor, al espantoso riesgo de perderla, estaría en una situación de inigualable superioridad frente al resto de pretendientes.
 La tercera, de orden metafísico, afirmaba que cuando la potencia de un amor cualquiera supera cierto umbral, se vuelve inmune al mal y todo el universo conspira en su defensa.