sábado, 24 de diciembre de 2011

LA HABITACIÓN 262


Hubo en mi pueblo un hombre al que odiaba de una manera intensa y obsesiva. De esos que si pudiéramos hacer desaparecer con tan solo apretar una tecla no lo dudaríamos ni un minuto. Su lengua era animosa y viperina, casi un cóctel molotov; con ella tejía todo tipo de rumores e intrigas contra mi persona a fin de asesinar, ya que no le era posible mi cuerpo, al menos mi imagen pública. Su intención era darme muerte civil, tan común en las zonas rurales donde las lenguas tienen filo y cortan como hoces.
Nada tiene de extraño, con ese modo de ser del odio, tan tumoral e impreciso, que impregna por asociación todo lo que se relaciona con la persona objeto de nuestra inquina, que su simple figura a lo lejos, el timbre exacto de su voz, la expresión de su semblante y hasta su forma de andar acabaran resultándome  aborrecibles. Y, como se hace en los pueblos con aquellos que detestamos, le negara el saludo cuando me lo  cruzara por la calle.

Jamás olvidaré, sin embargo, que aquel veinticuatro de diciembre de 2007, cuando visitaba a un primo al que recién acababan de operar de apendicitis, en ese enmarañado laberinto que es el hospital de Alcázar de San Juan, me introduje por error en la habitación 262, cuando mi destino era la 162. Para mi asombro estaba vacía. Miento, tan solo un rostro enjuto y demacrado yacía en la cama izquierda al fondo del cuarto, con la mirada extraviada y un tenderete de goteros desplegados al pie de su cabecera. Evidentemente me había equivocado de habitación porque aquel paciente, casi comatoso, en nada se parecía mi primo. Pedí perdón por el error y por haber entrado sin llamar, pero el enfermo estaba tan sedado que ni siquiera me oyó ni me miró.

Al salir de las 262 maldiciendo mi despiste y a los arquitectos que lo habían propiciado,  me di de bruces con una muchacha que se disponía a entrar en ese preciso instante. Era del pueblo, la reconocí enseguida. Venía de comprar un bocadillo de la cafetería del Centro, según me explicó más tarde, y para mi infortunio –porque el odio se suele extender también a los familiares– era la hija de mi peor enemigo, aquel hombre intrigante al que odiaba desde hacía décadas. Por mera cortesía la saludé, parecía mal no hacerlo en ese contexto, preguntándole con curiosidad para qué entraba en esa habitación desolada. Tuve el presentimiento, tal vez el deseo, de que ella también estuviera perdida y hubiera llegado allí por error. Su respuesta lacónica fue: estoy cuidando a mi padre. ¿Tu padre? –La interrogué con extrañeza–. Sí, ¿no lo has visto?, es el que está acostado junto a la ventana –me dijo señalando con el dedo hacia el hombre de la camilla al que mi confusión me había dirigido hacía apenas un minuto.

Es difícil describir lo que sentí al oír sus palabras, en esa milésima de segundo donde multitud de datos inconexos se combinan de pronto para componer una imagen que hubiéramos preferido no tener que percibir. El referente de mi aversión, al que odiaba con todas mis fuerzas, estaba postrado en una anónima cama de hospital esperando la muerte. Tan desfigurado por la enfermedad que ni siquiera lo había reconocido al pasar. Su cara lucía pálida, sin expresión, y su cuerpo era un despojo de carne humana agotada por el sufrimiento.

Moriría probablemente en pocos días en el mejor de los casos o, tal vez, la infame naturaleza tendría reservada para él una lenta agonía. Imposible saberlo. Lo que era indudable es que, en los escasos momentos de lucidez que le permitieran las administraciones de morfina, se daría cuenta de lo solo que estaba en ese trance, a pesar de estar rodeado de los suyos. Aún más  solo que la primera vez, cuando fue recibido con ilusión en el universo de los vivos. Pensaría posiblemente en la vida pasada como en un sueño irreal y anticiparía su inminente abandono de este mundo, lo que para los sanos es un espantoso silencio que nunca termina, con alivio.

Una enorme compasión, que surgía del realismo antes que de la bondad, me sacudió por dentro. Mayor quizás porque se oían a lo lejos cantos  de villancicos y explosiones de petardos con los que un grupo de niños festejaba la noche buena, resaltando por contraste el desamparo de la habitación 262. Viendo la suerte de aquel pobre moribundo veía la suerte de todos reflejada, mi propia suerte. He de decir que mi enojo  y animadversión se desvanecieron, como cristales de sal al contacto con el agua, cuando comprendí, de una forma que no se puede expresar con palabras, que es tan duro el dolor de vivir que salda con creces nuestras pequeñas iniquidades, que no es justo odiar a quienes están destinados a ser pasto de la desgracia y la desdicha, que es ya de por sí demasiado brutal la tortura que la existencia inflige a nuestros prójimos para añadir a su crueldad la amarga saña de nuestro rencor.

Así que esperé a que no hubiera nadie en la habitación para rozar, por primera y última vez, aquella mano huesuda, casi cadavérica, y con un suave apretón le dije en voz baja: la paz contigo paisano.

domingo, 18 de diciembre de 2011

NEGO–COACCIÓN COLECTIVA

Tras el último ajuste de personal la plantilla había quedado en siete trabajadores, cuya labor consistía básicamente en cargar y descargar palets de materiales de construcción para distribuirlos por todo el Levante. Su antigüedad laboral oscilaba entre los seis meses y doce años, habiéndoseles reducido el sueldo, como compensación por el privilegio de haber mantenido su contrato, a la cantidad de novecientos euros al mes, ya prorrateadas las pagas extras.
Las tareas que realizaban eran relativamente sencillas y rutinarias, por lo que la labor del encargado se limitaba a una mínima supervisión del rendimiento general. Era éste un tipo bajito, de frente despejada y poco dado al esfuerzo, que había logrado su puesto gracias al autodescarte sucesivo de sus antiguos compañeros, reacios a asumir  responsabilidades por un mísero complemento de cien euros al mes. Aquí radicaba sin duda el origen del mal ambiente que se respira en SNJ.SA, ya que aquellos siete hombres aceptaban de mala gana que el menos cualificado de todos ellos, el más perezoso y servil,  se hubiera convertido de la noche a la mañana en su superior.
Se trataba no obstante de un puesto devaluado, la función del encargado no era otra que hacer el trabajo sucio al gerente, hombre de unos cincuenta años, sólidas creencias religiosas y carácter temperamental, convicto defensor de la familia tradicional, a la que se enorgullecía de haber contribuido con nada menos que ocho hijos, y que, a pesar de su cuerpo raquítico y enclenque, dirigía la empresa con mano firme.
Ese día uno de los toros cargado de palets había pisado un bache, de los muchos que estaban esparcidos por aquellas naves descomunales a las que apenas se mantenía, con tan mala suerte que una partida entera de baldosas cerámicas había crujido en el accidente, desportillándose la mayor parte de sus piezas. Aproximadamente mil euros se habían ido al garete.
El gerente, inmediatamente informado por el encargado -que disfrutaba con los traspiés de sus antiguos compañeros, sabedor del desprecio que le profesaban-, los había mandado llamar urgentemente a su despacho.
Sentado con su traje gris perla al pie del escritorio, donde se entretenía archivando catálogos obsoletos de retroexcavadoras, tardó unos cinco minutos en levantar la vista hacia el grupo. Su  rostro reflejaba la ira contenida.
–Me queréis explicar qué cojones ha pasado con el toro –dijo con voz áspera y gesto displicente, dirigiéndose a todos sin fijar la vista en ninguno en particular.
El responsable del accidente agachó los ojos y musitó con tono culpable:
–Lo siento mucho, no me di cuenta del bache y...
–¡A mí me toca los cojones si lo sientes o lo dejas de sentir! , ¿en qué hostias estabas pensando? –lo cortó secamente el gerente.
–Pero señor…
–Ni señor ni señora, coge tus cosas, ve a la oficina y recoge tu finiquito. Estas despedido.
–Pero…
 ¿Es que además de ciego estás sordo…?, ¿no has oído lo que te he dicho?  No están las cosas para que una empresa seria se permita el lujo de tener a un inepto como tú a cargo de su maquinaria
Aquel obrero de cuarenta y cinco años salió del despacho cabizbajo, con un fuerte nudo en la garganta, imaginando cómo le explicaría a su familia lo sucedido. Su mujer llevaba en el paro más de dos años. Los otros seis compañeros se sentía indignados, molestos por la desproporción del castigo, y por el hecho de que a ellos, que no habían cometido ningún error, se les hubiera obligado a presenciar aquella escena tan ingrata. Sacando fuerzas de flaqueza, el más antiguo de todos creyó que era su deber interceder, atreviéndose a iniciar una tímida protesta.
–Señor gerente, ¿no cree que es demasiado despedirlo?, ha sido un error involuntario, tiene familia…
– ¡Maldita sea Antonio! –le interrumpió rojo de cólera el gerente, irritado de que un inferior se atreviera a cuestionar su autoridad.
–Me importa un comino si tiene o no tiene familia. Ese es su problema. A mí me pagan porque no se rompa ni un puto azulejo. Y os diré más, ya que veo que os estáis poniendo chulitos. Si no os interesan las condiciones que tan generosamente se os ofrecen estáis tardando en ir a la oficina a decirle a la secretaria de mi parte que os prepare también a vosotros el finiquito. Tengo a seis millones de muertos de hambre esperando en la puerta, dándose patadas para ocupar vuestros puestos. Con los cuatro duros que me cuesta mandaros a tomar por culo puedo permitirme cambiar de plantilla tantas veces como me salga a mí de los cojones –los testículos del gerente siempre estaban en su boca cuando se enfadaba.
Y por si no fuera poco con aquel rapapolvo, adivinando la rabia y el temor que debían sentir aquellos hombres al escuchar su arenga, decidió interpelarlos con ánimo intimidatorio desde su sillón de cuero deslustrado, fijando sus ojos altivos en cada uno de ellos:
–Tú ¿te interesa el puesto o prefieres irte a la calle a buscar algo mejor?
–Prefiero quedarme señor gerente.
–Tú ¿te interesa el puesto...?  
–Estoy contento con el puesto señor gerente.
–Tú ¿te interesa...?       
–Me quedo señor gerente….
Y así fue escuchando, satisfecho de comprobar su poder, el consentimiento verbal de aquel montón prescindible de mano de obra barata. Mientras, los obreros permanecían en silencio, sin atreverse a mirarse unos a otros a la cara, para no sentir la propia vergüenza reflejada en los ojos ajenos, con ese sabor acre que nos perfora por dentro cuando hemos sido maltratados ante testigos; cuando se ponen las cartas sobre la mesa y compruebas que no tienes nada, que no eres nada, que no vales nada frente al envite de tu rival; cuando te hacen ver con crudeza que la imagen que tienes de ti mismo es tan solo un farsa urdida por ti y no eres más que un pobre rehén de las circunstancias que ha de mendigar para sobrevivir.
 No había remedio ni alternativa ¿Qué sería del futuro de sus hijos, de su casa hipotecada, de sus compañeras en paro, si decidían comportarse con dignidad?
En medio de esa sensación de desamparo social, forzados por la necesidad que los emparentaba con los antiguos esclavos, vasallos, proletarios de todas las épocas, comprendían por el fin el secreto de su condición obrera. También el significado de esos manidos eufemismos, oscuros tecnicismos, palabras políticamente correctas como flexibilización del mercado laboral  (despido barato), competitividad (sueldos más bajos que las empresas rivales) o modificar la negociación colectiva (enfrentar a unos cuantos trabajadores indefensos ante el poder directo de su empleador), que los grandes gurús de la economía de mercado proponían como remedio para salir de la crisis.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

POLÍTICA DE PAREJA: FEDERALISMO VERSUS CENTRALISMO


A la sombra del primer beso, en el instante inmediatamente posterior al primer te quiero, tras despertar por vez primera en la misma cama, salta como un resorte, casi como un cepo, un mecanismo de apropiación mutua de los amantes.
Sin haber tenido tiempo siquiera para un proceso constituyente, sin el más mínimo diálogo, sobre la trama ligera de unos cuantos abrazos íntimos, se conforma un reducido Estado soberano. Es el milagro de la transubstanciación amorosa: donde antes existían dos individuos libres y separados, un yo y un tú que recelaban del mundo, aparece un nosotros, festín de los poetas, que asemeja en su homogeneidad al cúmulo de carne embutida que exhiben los charcuteros detrás de sus vitrinas.
Tras este momento inaugural cada uno de los con–yuges  –término que designa en latín el palo o yugo que unce a los bueyes– habrá cedido de forma total su libertad afectiva y sexual, como fase previa de un autodespojo que culminará con la cesión del espacio vital y los ingresos, a un ente colectivo: la pareja.
Como en todo Estado central, esta democracia imposible de tan solo dos miembros, gozará de plena soberanía, mientras que sus integrantes tendrán que pedir permiso a partir de ahora hasta para ir al baño. Un código  no escrito prescribirá el uso que habrán de realizar de sus afectos y deseos personales, los límites difusos entre lealtad y  traición,  el contenido exacto de lo que puede o no puede ser compartido con otros sin previa autorización. Quedar con las amigas, hacer un viaje, cambiar de trabajo, ver un partido con los colegas, ponerse minifalda,  charlar con un ex o hasta visitar a la familia tendrán que recibir el beneplácito de la autoridad gubernativa. No contar con el correspondiente visado dará lugar a reproches, broncas y un sin fin  de actos de manipulación.  
Aunque en los últimos tiempos se haya suavizado el régimen carcelario, más en la forma que en fondo, surgiendo todo tipo de eufemismos como el  matrimonio civil o la pareja de hecho, los defensores de un imaginario cultural que priva a la vida íntima de una libertad que ha costado un siglo conquistar en otros ámbitos, se  obstinan en no abordar públicamente el dilema entre un modelo centralista y otro federal de entender la pareja, y a cuyo lado los conflictos nacionalistas entre vascos, catalanes y españoles resultan irrisorios.
El problema del paradigma centralista, que representa la manera en que  Occidente institucionaliza el amor, es que, al dar por supuesto lo común, incita a cada uno de los miembros a recuperar su libertad alienada, a dejarse seducir por el espacio prohibido que brilla tras las rejas, a colarse por los entresijos de las aduanas para confirmar, aunque sea de forma traidora y clandestina, el propio yo. Mentiras, secretos e infidelidades  se multiplicarán en una red de sumideros subterráneos, contaminando de desdicha aquella romántica frescura anterior a la caída. No resulta extraño bajo esta perspectiva que un tercio de las pruebas de ADN nieguen la paternidad, es decir,  ratifiquen que el padre biológico no coincide con el padre legal.
Mas no seré yo quien ponga en riesgo tan venerable institución. Ya hubo un intento exitoso por parte del movimiento feminista de reformar su pliego de condiciones, su letra pequeña, a fin de que la distribución de  cargas y beneficios dejara de responder a criterios sexistas y patriarcales. Las nuevas cláusulas disponen que lavar las prendas íntimas, hacer la cena, calentar el biberón o practicar el sexo han dejado de constituir una obligación de la mujer para convertirse en una exigencia mutua.
El problema es que tal vez lo que debiera ser impugnado, en beneficio de los amantes, sea el propio modelo centralista de cesión de derechos en vez del contenido del reparto. Abandonar, en suma, el mito castrador de la media naranja en favor de una federación cítrica de naranjas enteras. Me declaro pues, como un Pi y Margall del amor, partidario de un modelo federal. Un modelo donde los individuos que conforman la pareja no se vean jamás forzados a cancelar su libertad, que es el bien más preciado que poseen. Lo que no supone reivindicar la promiscuidad sexual o la anarquía afectiva, sino entender la relación amorosa como una resultante, un espacio común al que ambos contribuyen, pero donde nada se da por supuesto ni es obligatorio salvo que los pretendientes lo hayan acordado expresamente.
En el federalismo marital ingresos, afectos, deseos, lealtades y aspiraciones se supondrán siempre bajo el control individual de los consortes, y solo entrarán a formar parte del acerbo común cuando estimen que con ello se incrementa el grado de felicidad mutua y de cada uno considerado aisladamente. La unanimidad será la recompensa y no el consenso impostor que encubre normalmente el voto de calidad de una de las partes.
Es posible que, en práctica, el modelo centralista y el federal se parezcan tanto en el contenido que resulten indistinguibles, del mismo modo que en los móviles que disponen de conexión a Internet llega a olvidarse si dicha conexión ha sido activada expresamente por el usuario o por la compañía sin el consentimiento de aquél. Lo que no merma ni un ápice que la inclusión no solicitada de un servicio de pago sea lo más parecido a una estafa.
Contienden por tanto dos políticas radicalmente divergentes. Si he decidido inclinarme a estas alturas de mi vida  por el sistema federal es, en primer lugar, porque intuyo que el impulso espontáneo de los amantes ya no será recuperar la libertad perdida –el individuo no está en peligro–, sino incrementar el patrimonio común, que es, para este modelo, la parte vulnerable. En segundo lugar, porque así los inevitables sacrificios, que en toda relación se hacen para calmar la ansiedad afectiva de los enamorados, no constituirán un deber, objeto de exigencia, sino una ofrenda, digna de gratitud.
Sospecho además que, en el modelo federal, el varón tendrá más dificultades para considerar a la mujer parte de un territorio común indivisible, una provincia sometida a su férreo control, cuya voluntad de separarse tiene derecho a interpretar como un acto de secesión contra el Estado amoroso central –del que él actúa como garante– que debe ser castigado, llegado el caso,  con la muerte. Al no darla por seguro se verá urgido a conquistarla cada día, a riesgo de ver disminuidas sus cesiones. 

viernes, 2 de diciembre de 2011

SE REACTIVA LA OFENSIVA CONTRA EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL (El experto psicólogo nombrado en su día por el PP los considera enfermos mentales).

El abajo firmante solicita la realización de estudios psiquiátricos que permitan determinar la declaración de la homofobia, el odio a los homosexuales, como una de las más peligrosas psicopatías del siglo XXI, excluyendo del derecho a la adopción de niños a quienes la padecen.
Se trata de una grave enfermedad psicológica por la que algunos humanos, normalmente varones, experimentan un rechazo violento y compulsivo hacia quienes muestran una orientación sexual diferente a la suya.
Los antecedentes familiares de este tipo de enfermos suelen ser un padre violento y hostil, que se las da de muy macho, con tendencias  conservadoras, para quien la mujer es tan solo un objeto sexual. Se trata de varones cuya autoestima se funda en su capacidad para penetrar al mayor número de hembras y dar hostias como panes. La madre suele ser débil, sumisa y habitualmente maltratada en su condición de mujer.
Dada la peligrosidad de estos sujetos deberían ser expulsados, hasta  su completa rehabilitación, de toda actividad científica respetable, a la que utilizan para tratar de justificar sus prejuicios irracionales, ilegalizando asimismo cualquier asociación, partido o religión que no reniegue expresamente de dichos prejuicios tan nocivos para la salud propia y ajena.
Es precisamente el acoso y discriminación que los homófobos ejercen contra los homosexuales el que genera un entorno socialmente hostil, que acaba precipitando a algunos de éstos en graves trastornos emocionales al  introyectar contra sí mismos el venenoso odio destilado. Pero el cinismo de estos psicópatas puede llegar tan lejos que, como en el caso del experto que llevó el PP al Congreso, D. Aquilino Polaino, en vez de reconocer su culpabilidad y pedir perdón por los daños picológicos infligidos a gays y lesbianas,  –tales como depresión, ansiedad crónica o suicidio–,  pretenden después liberarlos  de la homosexualidad con sus nauseabundas machoterapias.  Es como si los miembros del ku kus klan fueran llamados como expertos dermatólogos al Congreso y, tras juzgar el color negro como una enfermedad de la piel, pretendieran remediarla con terapias blanqueadoras.
Es una obligación ética y jurídica prohibir, por motivos de salud pública, a tan peligrosos enfermos mentales el contacto continuado con menores,  tanto en la familia como en la escuela, para evitar que los traumaticen con su enfermiza y castradora forma de ver el mundo.
La causa última de su enfermedad radica, sin embargo, en el odio a la mujer, que les incapacita para aceptar su parte femenina. Prueba y ejemplo de esta motivación, oculta a su conciencia, es el curioso comportamiento que exhibe este tipo de enfermos en aquellas agrupaciones donde dan rienda suelta a su homofobia: las iglesias. Es sintomático que en todas ellas impidan a la mujer el ejercicio del sacerdocio en igualdad con el hombre (lo que delata su odio a la mujer), mientras los fieles asisten a sesiones litúrgicas donde unos cuantos varones se travisten con pomposas y coquetas vestiduras, liberando con este ritual su parte femenina reprimida.