martes, 21 de febrero de 2012

TRES REPRESIONES DISTINTAS Y UN SOLO DIOS VERDADERO



 Valencia ¿Febrero de 1970 o de 2012? 

La brutalidad de las cargas policiales en Valencia contra la insurrección espontánea de un grupo de estudiantes, indignados por los recortes que amenazan su derecho a recibir una educación pública de calidad, guarda un paralelismo no forzado con la decisión de la Troika europea de secuestrar parte de la soberanía financiera de Grecia como condición para dar luz verde al segundo rescate y evitar la quiebra del país; así como con el abaratamiento del despido sancionado por la reforma laboral para que el trabajador se sienta inerme frente a las condiciones que le impone su empleador.  
Es el movimiento especulativo de los mercados quien vertebra en su lógica expansiva los tres fenómenos. Es idéntico el objetivo que se pretende: garantizar el cobro de los acreedores de deuda soberana a costa de derechos fundamentales de los ciudadanos; idéntico el carácter fuertemente coactivo de los medios utilizados para imponerlo;  e idéntica la forma de legitimar la coacción en base a la autoridad legal de los representantes del pueblo   –elegidos, por cierto, en virtud de la crisis provocada por la desrregulación de esos mismos mercados. Idéntica, por último, la estrategia mediática de culpabilizar a la víctima por la represión sufrida: su irresponsable nivel de vida, su actitud gamberra y provocadora, los elevados costes de su seguridad en el empleo.
La única diferencia apreciable es la modalidad de violencia infligida: en un caso física: si no obedeces te golpearé;  en el otro, económica: si no obedeces te bloquearé los créditos (que es tanto como hundirte más rápidamente en la miseria); y en el tercero, laboral: si no obedeces te despediré.
Se trata de tres indicios que nos recuerdan que algo fundamental está cambiando en la gestión política de nuestras sociedades; y que cuando hablamos de la dictadura de los mercados no estamos utilizando el término dictadura de forma alegórica o gratuita. No hay dictadura sin miseria y pérdida de derechos, y no hay dictadura sin violencia contra los que se rebelan contra la miseria y la pérdida de derechos. 
                                  Hemos despertado con dificultad de la falsa abundancia y con dificultad empezamos a despertar de la falsa libertad. La deriva autoritaria de los Estados europeos a fin de sofocar la rebeldía del cuerpo social contra las exigencias de los mercados será previsiblemente creciente y prolongada. Las nuevas elites no se andan con chiquitas.
        

viernes, 17 de febrero de 2012

CREACIÓN DE UN BANCO INDIGNADO. JAQUE AL ACTUAL SISTEMA FINANCIERO


"Si todas esas personas que salen con pancartas a la calle retiraran su dinero de los bancos, se produciría un colapso. Eso sí sería una gran revolución"  Eric Cantona.


El psicólogo Martin Seligman, allá por los años 1960,  introdujo a dos perros en dos grandes jaulas y los expuso a descargas eléctricas ocasionales. Uno de los animales tenía la posibilidad de accionar una palanca con el hocico para detener la descarga, mientras el otro no tenía medios de hacerlo. El tiempo de la descarga y su intensidad eran iguales para ambos, se iniciaba en el mismo momento y finalizaba tan pronto el primer perro cortaba la electricidad.
Seligman comprobó con asombro que, a pesar de ser idéntico el daño, el efecto psicológico  que la experiencia produjo en ambos animales era muy distinto. Mientras el primero mantenía un ánimo normal, el otro permanecía quieto, lastimoso y asustado. Hasta el punto de que cuando se le cambiaba de situación y se le daba oportunidad de cortar las descargas, era incapaz de darse cuenta y permanecía echado en el suelo sin intentar nada. Había aprendido a anticipar el fracaso, a desconfiar de su capacidad para reaccionar con eficacia ante el sufrimiento que se le infligía; estaba deprimido. 
No creo que sea aventurado extrapolar los datos del experimento a la reacción de apatía, desánimo y pesimismo de la población ante la crisis, ante el asalto sin precedentes a sus más preciadas conquistas sociales y laborales.
 La desesperanza aprendida es una condición psicológica en la que un sujeto aprende a creer que está indefenso, que no tiene ningún control sobre la situación en que se encuentra y que cualquier cosa que haga será inútil. Como resultado, la persona permanece pasiva frente a una situación dolorosa, incluso cuando dispone de la posibilidad real de cambiar las circunstancias.
Los estímulos aversivos en la situación actual son de sobra conocidos. Las elevadas tasas de desempleo, el abaratamiento del despido, la prioridad de lo nego–coacción en la empresa sobre los convenios colectivos, el constante desprestigio y ninguneo de los sindicatos,  el peso de la hipotecas y la más que probable restricción del derecho de huelga tienen como objetivo quebrar el poder político de la clase trabajadora en beneficio de los propietarios del capital.
Bajo el peso de esas condiciones draconianas nadie, y digo nadie, se atreverá a partir de ahora a reclamar sus derechos, sino que aceptará sin rechistar, casi con gratitud, su explotación. El desequilibrio de poderes es de tal magnitud que no parece exagerado afirmar que estamos ante el final de un segundo ciclo de la lucha de clases, que se suma a aquel que tuvo lugar tras la segunda guerra mundial, cuando los trabajadores renunciaron a la revolución en beneficio de la negociación. En este caso se va un paso más al ser liquidados oficialmente como interlocutores sociales y devaluados a la condición de mercancías dóciles, flexibles y baratas; el retorno a un estadio arcaico de esclavitud política y explotación laboral. El poder organizado de la clase trabajadora se ha diluido, ya no inspira temor a su viejo contrincante sino burla y desprecio.
Pero no es la gravedad de la situación lo más preocupante, sino la falta de reacción de sus víctimas. Nadie parece encontrarse con capacidad para dar una respuesta contundente a lo que está sucediendo. Las elecciones en todos los ámbitos del Estado han dado una mayoría aplastante al Partido Popular, la última huelga general supo a fracaso, el 15 M ha desaparecido de los medios y su influencia en la política nacional ha sido más bien escasa, los sindicatos han perdido el apoyo y  Zapatero resultó finalmente un fiasco. Como el segundo perro, los ciudadanos estamos pasivos, deprimidos, soportando con los dientes apretados descarga tras descarga. Cuanto mayor es el calambre menor es la reacción. Nuestra cólera se ha vuelto velada resignación, confianza temerosa en que  nuestro sacrificio nos hará mañana propicios al dios Mercado, y en que éste, aplacado al comprobar la dura expiación por nuestro delito de vivir por encima de nuestras posibilidades, atenderá nuestra súplica. Actitud que anima al sádico electricista a aumentar el número de voltios.
La economía ha entrado en recesión y la clase trabajadora en depresión. Y mientras esto ocurre verificamos el incremento del consumo de bienes de lujo, el impúdico aumento de la ostentación, la evasión de capitales y la orgía del despilfarro por parte de una minoría de flamantes nuevos ricos. Lo que añade a la derrota el amargo carácter de la humillación.
Se me olvidó decir que de los 160 canes que participaron en el experimento de Seligman, un tercio no logró aprender a fracasar y supo encontrar la manera de escapar a la situación tan pronto cambiaron las circunstancias. Estaban dotados de un innato optimismo. Me gustaría creer que yo soy uno de ellos. Por eso no es ni será jamás mi objetivo multiplicar el grito y la queja, sino sugerir medidas eficaces para poner coto a tanta insolencia. No podemos esperar cuatro años de legislatura, sería demasiado tarde. Hay que hallar cuanto antes el lugar exacto de la yugular del autor de las descargas.  
El hallazgo de Seligman contenía, a pesar de todo, un mensaje extraordinariamente positivo. Y es que, lo mismo que se puede aprender la indefensión, se puede aprender la esperanza, que está en la base de las expectativas de éxito. Para ello es imprescindible ir rescatando parcelas de poder, por insignificantes que sean al principio, a partir de acciones que nos demuestren que somos capaces de incidir en el medio. Y esto puede ocurrir de muchas formas, pero lo importante es que suceda alguna de ellas.
Son dos en mi opinión las principales armas de las que aún disponemos. Sin duda la fundamental es la huelga, con el único inconveniente de que para que sea eficaz ha de ser general e indefinida. No existe mayor demostración del poder y dignidad de la clase trabajadora que parar el aparato productivo cuando se nos maltrata. Lo que demuestra, por la vía de la omisión, que toda la riqueza procede directa o indirectamente de nosotros. En su contra está el hecho de que habrá que vencer el desánimo antes mencionado, el recelo hacia los sindicatos, la escasa solvencia económica de los trabajadores acuciados por las hipotecas y  el temor a la mirada disuasoria del empresario investido de superpoderes gracias a la reforma laboral.
Como no faltará quien estudie esa opción mi sugerencia va en otro sentido, como es contraatacar el eje mismo de flotación de nuestro oponente: el sistema financiero. Una restricción significativa de la liquidez bancaria sería una bomba atómica que pondría el sistema económico contra las cuerdas, sobre todo teniendo en cuenta que los bancos están conectados entre sí por deudas astronómicas, cual cadenas de orugas procesionarias. ¿Cómo se podría llevar a cabo? Se me ocurren diversas estrategias que no puedo desarrollar aquí de forma exhaustiva. La primera consistiría en negarse colectivamente a pagar las hipotecas más allá del precio real de la vivienda por la que la contraímos y que estaba artificialmente sobrevalorado. Sobrevalorado precisamente por la oferta irresponsable de crédito por parte de esos mismos bancos.  
¿Por qué tendríamos que pagar la amortización e intereses de un préstamo cuyo importe ha sido originado en gran parte por las prácticas comerciales abusivas del prestatario? Suponiendo lógicamente que esta hipoteca no tuviera como fin la especulación inmobiliaria sino la adquisición de la primera vivienda. Solo en ese caso estaríamos ante un supuesto legítimo de objeción hipotecaria.
Es tan solo una cuestión de cálculo, que sobrepasa mi escaso conocimiento matemático, determinar el número mínimo de trabajadores–clientes de hipotecas que sería necesario congregar para desorbitar la tasa de morosidad y hacer colapsar al sistema financiero. Con un número significativamente menor de personas se podría realizar una acción de mayor alcance que con una huelga escasamente secundada. No le sería fácil al gobierno permitir que se desaloje de sus casas a cientos de miles de trabajadores, quizás millones, por no pagar la parte de su hipoteca que juzga como usura. Naturalmente habría que planificarlo concienzudamente, atar jurídicamente los flecos legales, jugar con los tiempos lentos de la justicia, organizar grupos de intervención para presionar en las subastas y los desahucios, si es que llegaran a producirse, contar con el compromiso expreso de un número suficiente de objetores antes de iniciar la medida, etc.
 Otra táctica de presión con no menos impacto consistiría en retirar nuestros depósitos de bancos y cajas privados para ingresarlos en un solo banco que administre el ahorro de  todos los trabajadores (sean empleados, desempleados o pasivos), manejado por nosotros y sometido a nuestras reglas. Un banco creado al efecto o reconvertido entre los ya existen en la llamada banca ética, donde cobraríamos nuestras nóminas, subsidios y jubilaciones, y al que trasladaríamos nuestras hipotecas solventes.
Todos seríamos accionistas con iguales derechos y en los estatutos de constitución se reconocería un régimen de gobierno asambleario –una persona un voto–, se prohibirían expresamente las prácticas especulativas ajenas a la economía real, se determinaría el tipo de actividades financiables en función de sus consecuencias sociales y medioambientales, se limitarían los sueldos de los gestores, se garantizaría la total transparencia de las operaciones y se excluiría a los políticos, a diferencia de las cajas de ahorro. Los beneficios irían destinados a facilitar el autoempleo de los socios, la promoción de vivienda protegida, la creación de medios de comunicación alternativos, sostenimiento de huelgas, etc. 
   La retirada masiva de fondos dejaría al resto de los bancos axfisados por la falta de liquidez y al borde la quiebra. Es absurdo que no ejercemos el control sobre nuestros propios ahorros, siendo precisamente esa el arma con la que se nos está aplastando. Si ellos pretenden privatizar lo público nuestro objetivo ha de ser  socializar lo privado. Una cooperativa de crédito sin banqueros ni políticos demostraría que otro mundo es posible.
Y lo mejor de todo es que la unión de ambas medidas aumentaría geométricamente su potencial destructivo con la siguiente secuencia ideal: 1) Retirada masiva de depósitos y nóminas de los actuales bancos y transferencia de los mismos al BT (banco de los trabajadores), dejando en los primeros exclusivamente nuestras hipotecas; 2) Una vez engordado y consolidado el BT se anuncia el impago generalizado de  hipotecas según el esquema planteado; 3) Ante el riesgo de que se cumpla la amenaza cunde el pánico entre los ahorradores de los bancos y cajas privados y se apresuran a retirar sus depósitos por miedo a perderlos; 4) el BT, libre de cargas tóxicas los acoge gustoso incrementando exponencialmente sus activos; 5) Los principales bancos nacionales se desploman arrastrando a sus acreedores en el exterior; 6) El BT adquiere algunos de ellos a precios de saldo para reconvertirlos y hacerse con sus sucursales.
Tal vez esto pueda parecer un sueño a los quemados y políticamente deprimidos, pero hay gente muy preparada entre nosotros, economistas críticos, asociaciones y colectivos intachables (como Attat, baladre, Amnistía  Internacional, banca ética, etc.) con suficiente autoridad técnica y moral como para diseñar el borrador del proyecto y  estudiar su viabilidad, antes de que fuera discutido y consensuado en las asambleas de toda España, creadas a raíz del 15 M.  Sin riesgos de despido, utilizando nuestra libertad bancaria y con menos del número de votantes de IU se podría dinamitar el sistema financiero. Una acción conjunta y bien planificada para demostrar al gobierno y los mercados nuestro poder y devolvernos la confianza en nosotros mismos. Un banco donde la indignación se convierta en control del crédito, democracia financiera. Un banco indignado. 

lunes, 13 de febrero de 2012

EN LA SOGA DE LOS MERCADOS
















Lo ocurrido en Grecia, España, Italia o Portugal anuncia de  forma palmaria y evidente una verdad que solo los ilusos se niegan a creer: el fin de un modelo de organización social que ha estado vigente desde la segunda mitad del siglo XX. Me refiero a la democracia liberal.  Modelo basado en tres premisas fundamentales: En primer lugar la economía capitalista, es decir un modo de crear riqueza sustentado en el control privado de los medios de producción, que permite a una minoría gozar de un  poder de decisión y riqueza infinitamente superior al resto.
En segundo lugar, la elección de los gobernantes mediante un sistema de partidos competitivos, no más de dos en la práctica, cuya verdadera función es organizar acuerdos entre los intereses del pueblo y las minorías dominantes a fin de dar estabilidad al sistema, evitando tanto el riesgo de revolución por parte de la izquierda como de golpe de estado por parte de la derecha. El objetivo de nuestros políticos no es, ni ha sido otro, que garantizar que los ciudadanos aceptemos la desigualdad a cambio de unos mínimos de protección social y económica (sanidad y educación gratuitas, jubilación, prestación por desempleo, etc.) para todos, lo que se ha llamado el estado de bienestar.
No nos hagamos ilusiones. Los partidos socialdemócratas, como el PSOE; y los liberal–conservadores, como el PP,  han sido creados, y de ahí su grandeza y miseria, para preservar el poder de los ricos a cambio de que se garantice un nivel de vida escasamente aceptable para la mayoría de los pobres, amen de cierta prosperidad para las clases medias. La política es el arte de equilibrar la desigualdad de los pocos con la seguridad de los muchos.
En tercer lugar, el  modo de vida coherente con este modelo político y económico es aquel cuyo ideal de felicidad se cifra en el consumo compulsivo de bienes y servicios: a mayor consumo mayor felicidad. Ideal inducido por la publicidad y necesario para dar salida al excedente de producción, cuya saturación amenazaría los beneficios de accionistas e inversores. Modo de vida, por cierto, insostenible en términos medioambientales (el planeta al borde del colapso) e insolidario con el resto del mundo (que agoniza en la miseria) y con las futuras generaciones (“Después de mí el diluvio”).
 La democracia liberal no ha sido hasta ahora más que una enorme y útil pantomima inventada expresamente por los poderosos para conjurar el cambio, institucionalizar el conflicto y minimizar el riesgo de revolución. Logrando así que el debate no se plantee en términos de todo o nada sino de más o menos, antes o después. La demostración es sencilla. Si se hace una política económica verdaderamente de izquierdas, que grave a los ricos e implante medidas de igualdad efectiva, estos dejarán de invertir y la economía entrará en recesión. El desempleo y la falta de recursos públicos darán el voto a la derecha en las siguientes elecciones. Pero si se hace una política muy descarada a favor de las minorías pudientes, sacrificando a sus votantes más allá de cierto umbral, el partido de derechas que la lleve a cabo correrá el riesgo de perder los próximos comicios, ya que necesita para gobernar de la mayoría de los votos. Así que el aumento del paro contiene a la izquierda y el sufragio universal contiene a la derecha. Solo el centro es viable.
 Esta es la razón por la que PSOE y PP, al margen de su intención y siglas, siempre tendrán la misma política económica.  Su aparente confrontación es tan solo una estrategia para mantener viva la confianza del elector en que su voto servirá para algo, de que existe una auténtica alternativa. Pero la realidad desmiente la ilusión: Zapatero, en contra de su programa electoral, recortará los servicios públicos y congelará las pensiones; Rajoy, en contra de su programa, subirá los impuestos. Ninguno se atreverá, sin embargo, a meter el dedo fiscal en la llaga de los poderosos. ¿Hacen falta más pruebas?
Si bien es cierto, en honor a la verdad, que a pesar de que el modelo de democracia liberal no es otra cosa que una pantomima injusta, insolidaria e insostenible, ha sido la mejor forma de organización creada hasta la fecha, permitiendo un crecimiento económico sostenido durante más de cuarenta años y unos mínimos de bienestar para la mayoría. Mejor en la práctica que el comunismo chino, soviético o coreano, que nació como la gran esperanza de los pobres y se convirtió en la mayor decepción de la historia, o que el capitalismo salvaje y sin escrúpulos de la primera mitad del siglo XX, que tiene en EEUU su principal valedor.
Pero el pacto (injusto) entre clases antagónicas, vinculado al territorio nacional, que sostenía nuestras sociedades se ha venido abajo, se ha derrumbado como un terrón de azúcar al contacto líquido de la globalización. La mundialización de los mercados rompe en favor de los empresarios transnacionales el equilibrio de poderes que dio lugar a la democracia liberal. El capitalismo salvaje, defenestrada la alternativa comunista, ha destruido y devorado al moderado. El monstruo de Frankenstein, al que ingenuamente pretendía domesticar la socialdemocracia como a un dócil jumento, ha roto los grilletes, se ha desrregulado y campa a sus anchas sembrando de miseria y desolación la vieja Europa. Como antes hizo con Asia, África o América latina. 
Dicho de otro modo, las minorías pudientes, mediante el control del capital financiero, que es la sangre de la economía real, solo que ficticiamente multiplicada, se han liberado del territorio y con él de los gobiernos y de los pueblos. Vivimos en la dictadura de los mercados, una dictadura sin tanques ni cárceles, pulcra y aséptica, a la que le basta apretar el botón de la deuda, reorientar el movimiento de los capitales, para ejercer un dominio absoluto sobre los Estados. La prima de riesgo es la pistola en la nuca de los nuevos golpistas.
No soy pesimista ni agorero –la desesperanza les fortalece–, sino tremendamente realista al afirmar que nos van a abatir como a indefensos ñus. Vamos a ser exprimidos y empobrecidos hasta límites insospechados, sin la más mínima piedad ni compasión, como corresponde a una avaricia sin límites cuando dispone de un poder sin límites. Saben que ya no nos necesitan. Pueden emigrar a países más baratos y más dóciles. Europa ha dejado de interesar al capital. Demasiados gastos en comparación con China, India o Brasil. Cuanto antes nos demos cuenta de que estamos al borde del precipicio antes será posible comenzar el difícil proceso de liberación. Parte de ese proceso, en clave nacional, será reconocer que PSOE y PP, en su formato actual, pertenecen al pasado, como en su momento perteneció y por otras razones el Partido Comunista en su versión soviética. Acabada la farsa liberal que nos hacía creer que eramos representados por los cargos electos, la falacia de la representación política (ahora designan sin pudor las elites económicas directamente a los gobernantes), estos dos grandes grupos, a pesar de la buena fe de sus militantes, se han revelado como lo que son: partidos impostores, la traicionera herramienta de los mercados para disciplinar a los ciudadanos.   

Empecemos hoy mismo a organizar la resistencia, no hay tiempo que perder, van a por nosotros, a por nuestros escasos bienes y derechos. Y no me mueve en esta proclama el más mínimo  interés partidista. Buscad en google la palabra “Grecia” y mirad lo que les está pasando a quienes inventaron la democracia. Echan a los funcionarios, desmantelan la sanidad, privatizan las empresas, los indigentes se cuentan por millones, el paro se desboca. Y todo ello bajo el chantaje de los líderes europeos y las elites bancarias. Después irán a por nosotros. La voracidad del capital, como la del parásito, no conoce el sosiego mientras haya sangre en el cuerpo de la víctima.
Parte de nuestra resistencia ha de consistir en desenmascarar y controlar a la clase política, para evitar que nos haga rehenes de los mercados. Sin el control de los ciudadanos ningún partido es de fiar. Tampoco IU, EQUO o UPyD. No hay mejor forma de desenmascarar que someter al vampiro a la prueba del espejo. Espejo que no es otro que un modelo de democracia económica y participativa. Ningún tirano puede reflejarse en él.
O dicho de otro modo, para saber si un determinado partido está con el pueblo o contra él exijámosle que adquiera al menos cinco compromisos: 1) legislar mecanismos efectivos de control y participación ciudadana (para combatir el autoritarismo de los gobiernos), 2) creación de una banca pública a nivel nacional y europeo que facilite el crédito y elimine la especulación financiera (para combatir el poder de los bancos), 3) nacionalización de los bienes y sectores productivos estratégicos (para garantizar la soberanía nacional respecto al capital extranjero), 4) preservación de los servicios públicos universales y gratuitos así como de los sistemas básicos de protección social (para combatir la marginación y la pobreza) y 5) establecer un control de los servicios y empresas públicas a cargo de auditorías externas y de los propios usuarios, con un poder real para incentivar y penalizar la gestión (para evitar la burocratización e ineficiencia de lo público). Solo la lucha sin cuartel a favor de estos cinco puntos y la creación de un espacio autónomo articulado capaz de comenzar a construir la alternativa desde dentro del propio sistema puede todavía detener la barbarie y perforar mortalmente el corazón del vampiro.
















miércoles, 1 de febrero de 2012

MALAS CARTAS. LOS MODESTOS COMIENZOS DE CORALIE

 








                                            No mires nunca de donde vienes, sino a donde vas.

                                                                Pierre Agustín de Beaumarchais. (Poeta                  francés)


Nació en Charleroi, la cuenca minera de Bélgica, donde sus padres, dos humildes aldeanos del depauperado campo burgalés, marcharon en los años sesenta acuciados por el negro presente, ahítos de pastorear ovejas de otros y servir en casas de señoritos. Allá quedaban los verdes prados castellanos, el puente romano sobre el río Arlanza, los parientes y amigos de Puentedura, las callejuelas rudas, iluminadas tan solo con el tenue resplandor de diminutos farolillos de gas. Allí habría nacido Coralie si las piernas largas de la miseria no hubieran conducido a sus ascendientes, con el beneplácito de los Pirineos, al centro mismo de la vieja Europa.
Fue en ese lugar lluvioso y lúgubre de Bruselas donde un  27 de Diciembre asomó su rostro por primera vez. Condenada ya por el carácter migratorio de su nacimiento a carecer de raíces, a vagar por el mundo en estado de cívica orfandad, viviendo como de prestado en los lugares donde ocasionalmente residía, privada de ese vínculo cuasi místico que nos liga de forma incondicional a un concreto lugar del universo. Lo que dará razón a fin y a la postre de tan singular libertad de movimientos, de su nómada inquietud que no encontraba solaz ni reposo en ninguna parte, indicando la falta de apego que caracteriza a quien viene al mundo sin el sostén protector de bienes, familiares o abolengo, sino tan solo en razón de la necesidad.
La familia Santamaría se alojaba en un pequeño sótano de la calle Princesse Elisabeth, en un barrio de inmigrantes de diversa nacionalidad e idéntica procedencia: el hambre y la falta de futuro, por el que circulaba un tranvía amarillo de un solo vagón. La helada bruma fue impregnando su carácter de una tonalidad sombría y melancólica, contra la que siempre se rebelaría como de una influencia perniciosa y extraña, que no representaba su verdadero temperamento. Melancolía ambiental a la que se sumaba la condición de pobre de solemnidad, de paria en un país extranjero, en cuyas carnicerías su madre se abastecía a bajo coste de todo tipo de vísceras animales, reservadas por los belgas a mascotas y perros de compañía.
 Santo y seña de aquel pasado menesteroso fue el violento alboroto que se vio obligada a presenciar un viernes por la noche, mientras repasaba la tabla de multiplicar, y que se coló furtivo por el estrecho y delgado cristal situado a tan solo una cuarta del techo del salón, justo a la altura de los pies de los viandantes, por el que entraba el único hilo de luz desde el exterior. Sin que quepa interpretar mala intención o deseo de humillar, sino más bien distracción y embotamiento, Coralie hubo de soportar con insólita tristeza el húmedo e indiscreto chisporroteo de un borracho que meaba al pie mismo del ventanal. Ese día comprendió que su estatus era más bajo que la meada de un borracho.
El papel pintado de las paredes de aquel lóbrego cuartucho subterráneo se rizaba como una hueca melena por efecto de la humedad. Así adquirió la bronquitis asmática que le acompañaría hasta su regreso a España. También, sin que ello signifique un juicio culpabilizador, mucho tuvieron que ver en esta patológica herencia los habituales paseos en carrito a lo largo de las gélidas calles de Bruselas, mientras sus padres predicaban, casa por casa, con fanática responsabilidad la inminente llegada del reino de Jehová. Predicación que ella misma habría de continuar años más tarde.
De ese modo aprendió a desconfiar del mundo, donde el demonio ejercía su gobierno sin restricciones. Y por si no fuera suficiente con el mundo y el demonio, allí estaba la implícita obligatoriedad de participar en los juegos de los jóvenes testigos, el llamado en gage, versión francófona de las prendas, donde quienes perdían se veían forzados a realizar pruebas embarazosas y degradantes, como hablar con voz de pito, imitar los movimientos de una gallina clueca o cantar el cara el Sol. Si se negaba sería abucheada al dictado de “sosa, sosa, sosa”, cortando en seco el fluyente maná de la simpatía social; mientras que si se sometía a las tiránicas exigencias de sus pares se sentiría ridícula y humillada en su interior. El único remedio, se decía a sí misma, era huir, evitar la ocasión, recluyéndose con angustiosa precipitación tras las reuniones semanales de la congregación en la soledad del sótano.
Sus fantasías se poblaron desde entonces de un temor insuperable a los otros, de cuya hostilidad debería cuidarse con el apolíneo arte de la distancia justa. No ayudando demasiado a superar esta temprana fobia social el descubrimiento de que su mejor amiga había revelado al chico que le gustaba este sentimiento íntimo de atracción, traicionando así su expresa advertencia de confidencialidad, y obligándola a sobrellevar con intolerable bochorno cómo este insensible fanfarrón se envanecía a su costa. Por supuesto jamás volvió a hablarle ni a mirarle a la cara, a fin de demostrar a todos, y sobre todo al joven fatuo, que se trataba de un bulo y que no sentía por él el más mínimo interés. Ese día se juró a sí misma que no volvería a confiar.
A la defunción de la confianza en los otros hubo que añadir en la pubertad el deterioro de centros neurálgicos del amor propio. Y es que a pesar de sus buenas notas, de la inusual soltura para los idiomas y del favorable parecer de sus profesores, siempre consideró como una verdad evidente su incapacidad para acometer estudios superiores. Opinión heredada de sus padres, firmemente convencidos de su condición subalterna y de la congénita mediocridad intelectual de los pobres, así como de que el mejor destino que podía esperarse de Coralie era que empezara a trabajar cuanto antes, irrigando de ingresos la unidad familiar. Así que  se matriculó en un módulo de formación profesional, dejando el bachillerato para los hijos de las clases pudientes, a los que se presumía mayor aptitud para los estudios.
Cuando finalmente, ya en España, a los veinticinco años realizó el examen de acceso para mayores a la Universidad Complutense, logrando terminar en tan solo cuatro años la carrera de psicología, no por ello cesó la íntima desconfianza en su capacidad intelectual, hasta el punto de que siempre se sintió de alguna forma impostora en el orden del conocimiento y una intrusa en los ámbitos profesionales cualificados.
Pero no todo habría de ser nefasto para nuestra heroína. También fue en Bruselas, en aquel centro comercial abarrotado de gente, al que acudió casualmente con sus padres y su hermana Ángela un sábado por la tarde, a sus apenas once años, cuando descubrió con no poco asombro que los hombres  miraban su falda plisada y su blusa blanca de una forma anómala, con una fijeza ávida y pegajosa. Agradable sensación de colmada visibilidad que le advertía de una venturosa ascendencia sobre el deseo masculino que sería su mejor arma en años sucesivos. No es exagerado señalar que el afán de superación para escapar a su devaluada posición social, y la consciencia del poder que confiere a una mujer su belleza, fueron las limas con las que logró cercenar los grilletes de aquel destino  anunciado y las mañas de las que este se valió, a Dios gracias, para llevarla hasta mí.