lunes, 26 de marzo de 2012

COACTIVOS FRENTE A ESQUIROLES. DERECHO DE HUELGA VERSUS DERECHO AL TRABAJO

 

















                No hace falta ser marxista para entender lo que es un trabajador en la sociedad actual: una mercancía –un coste como la luz, el agua o las materias primas–, cuyo precio es el salario. Tampoco para comprender que el sentido de la reforma laboral es abaratar el precio de esa mercancía y flexibilizar su uso por parte de la empresa, bajo el supuesto de que ésta será así más competitiva y ello incentivará la contratación. Idéntica lógica por la que un abaratamiento del crudo o la bajada de los tipos de interés aumenta las expectativas de beneficio empresarial y estimula la inversión.

Lo que ocurre es que esta mercancía tiene un serio inconveniente, su portador es una persona. Con lo que el problema no solo es de índole económica sino también política. Se necesita su consentimiento. De ahí que el objetivo oculto de la reforma, más allá del abaratamiento del precio de la fuerza de trabajo, sea crear las condiciones para disminuir el poder de los trabajadores a la hora de negociar su propio precio en el mercado. Y es que la mercancía humana, a diferencia del agua y la luz, no puede ser abaratada sin ser simultáneamente sometida.

En este contexto, cuyas premisas son difícilmente discutibles, se inscribe el conflicto entre el derecho al trabajo y el derecho a la huelga. Los defensores de lo políticamente correcto, del buen rollito liberal, insisten en que ambos derechos deben ser equiparados en importancia -en contra de la primacía que la propia constitución española reconoce al segundo-, con lo que la acción de los llamados piquetes informativos debería ser desautorizada como violenta y antidemocrática, la obstrucción inadmisible a un derecho constitucional.

Como por fortuna a mí  me importa un bledo el buen rollito y no pretendo sino alcanzar cierto grado de honestidad intelectual en mis conclusiones, defenderé la para mí evidente superioridad del derecho de huelga sobre el derecho al trabajo.

1.               En primer lugar, y en el caso que nos ocupa, una reforma que abarata y facilita el despido, que penaliza al trabajador incluso por sus ausencias justificadas, que da preferencia a los acuerdos en el seno de la empresa -donde el poder de los interlocutores es completamente asimétrico-, sobre los convenios colectivos, vuelve incompatibles ambos derechos. El derecho a ir a trabajar el día 29 supone colaborar en la devaluación del precio general del obrero, por lo que quien decida trabajar será  cómplice de la depreciación laboral de sus compañeros, mientras que quien secunda la huelga preserva el valor general del trabajo, inclusive el del que ha decidido no secundarla.

2.               El derecho a la huelga es un verdadero derecho mientras que el derecho a trabajar no existe, es tan solo un eufemismo para expresar el cuestionable derecho del empresario a su beneficio del día 29. Quiero decir con ello que para un asalariado su empleo es tan solo una necesidad material derivada de la carencia de medios productivos para ganarse la vida. Necesidad vital a la que en no pocas ocasiones se añade la coacción expresa de su empleador. Trabajar solo podría ser considerado un verdadero derecho cuando estuviera garantizada por ley la subsistencia. Dicho de otro modo, cuando no trabajar fuera una opción.

3.               Si la acción colectiva de la huelga triunfa, quien decidió  trabajar ese día obtendrá los beneficios de la misma sin soportar ninguna de sus cargas, mientras que quien ejerce el derecho a la huelga ha de asumir la seguridad de sus costes: pérdida de salario y riesgo de despido, a cambio de sus más que hipotéticos beneficios. Inversión que probablemente fracasará por culpa de quienes decidieron trabajar ese día. Si el primer derecho es, por tanto, mezquino y egocéntrico, el segundo es valiente y altruista.

4.               Dificultar el derecho al trabajo supone como mucho una falta menor: el daño puntual de un día y a un individuo –el que puedan ser muchos sumados no niega su carácter individual. No ejercer el  derecho a la huelga es por el contrario una omisión grave, lesiva para los intereses legítimos de una clase social en su conjunto –que integra numéricamente a la mayoría de los ciudadanos–, sus efectos son prolongados en el tiempo, devastadores en términos de derechos y dignidad, y difícilmente reversibles. 

               Acabaré con un ejemplo patriótico, que hará mucho más claros mis argumentos a cierto tipo de sensibilidad. Supongamos que España está siendo ocupada por un gobierno extranjero y los representantes del pueblo español han prescrito una acción eficaz de resistencia. ¿Qué pensaríamos de quien reivindica como un contenido de su libertad el derecho a no movilizarse en favor de su nación, a no defender la soberanía de su pueblo, a ser leal a las instituciones del gobierno invasor?, ¿lo juzgaríamos como un liberal o como un traidor?

Pues la comparación con la situación actual no me parece ni un ápice forzada. En un sistema que obliga a la mayor parte de sus ciudadanos a venderse como mercancías, porque los medios productivos son acaparados por una pequeña parte de la población, resistir al incremento abusivo del poder de esa minoría es un deber absoluto y preferente; mientras que soportar su abuso solo puede ser calificado de  cobarde y desleal, si es voluntario, y digno de compasión si no lo es.



 

sábado, 24 de marzo de 2012

OKUPACIÓN VEGETAL DE LOS TERRENOS DEL ATC

 


Puesto que el cementerio nuclear de Villar de Cañas supone la desprotección del derecho a la salud –que es puesto gravemente en riesgo– a cambio de dinero, hagamos una afirmación gratuita de la vida en contra de la lógica del mercado y del Estado. Estoy proponiendo una ocupación pacífica de los terrenos destinados a la ATC,  anunciada con antelación en los medios para que se convierta en un desafío público a todo el proyecto nuclear. La expectativa de un acto de desobediencia civil aumentará probablemente la repercusión mediática de la acción y concederá al conflicto la relevancia que merece.
La ocupación tendría como fin la plantación comunitaria de encinas, retamas y tomillos –un arbusto por ocupante– que expresarían de forma vegetal nuestros valores de amor a la tierra en general y, por su carácter autóctono, a nuestra tierra manchega en particular.  Con las plantas utilizadas se podría dibujar de forma coordinada sobre el terreno algún tipo de consigna reivindicativa, susceptible de ser fotografiada desde el cielo y colgada en la red como expresión de la lucha conjunta en favor del medioambiente.
Al suponer una transgresión puntual del derecho de propiedad, mostraría el salto hacia una estrategia de mayor firmeza y contundencia en nuestros gestos de protesta, dejando clara nuestra determinación de no ceder hasta lograr el abandono total de la iniciativa por parte del gobierno. La invasión pacífica y calculada de una finca destinada a almacén de residuos radioactivos evidenciaría, asimismo, que el derecho de los propietarios y de los poderes públicos  está  generando un perjuicio contra bienes más fundamentales, como son nuestra salud y la de nuestros hijos, amén de la supervivencia económica de nuestros pueblos y ciudades, que merecen ser protegidos prioritariamente sobre aquellos.
Al no tratarse de un espacio vallado la acción no podría ser imputada como delito. Mas teniendo en cuenta que no solo no se daña el bien ocupado sino que se incrementa su valor con la plantación.
Al día siguiente que lo arrasen si quieren, que lo destruyan todo. Su acto será tan simbólico como el nuestro.

miércoles, 21 de marzo de 2012

METAFÍSICA DEL AMOR: LA MIRADA, EL BESO Y LA CARICIA

 
                    Al besarla cerraba los ojos para que mis  pupilas, como dos afanosas abejas, volaran al fondo de su alma y libaran para mí el néctar de la dicha. 

                   El amor–pasión (eros) es la única dimensión de la existencia donde dos individuos pueden reconocerse mutuamente en aquello que los hace únicos e irrepetibles. Mientras que en las actividades técnicas o productivas somos valorados por la función que desempeñamos; en la ética y la política por nuestra condición de personas y ciudadanos; en la esfera familiar por nuestros vínculos naturales, estrechos pero no elegidos; en la amistad, por nuestra alma pero no por nuestro cuerpo, sólo en el amor es deseada de modo directo y completo nuestra  individualidad.

         El amor cumple su sentido haciéndonos objeto de una preferencia absoluta por parte del amante.  Gracias a la cual podemos sentirnos especiales, únicos, excepcionales, insustituibles. Ningún objeto o sujeto en la totalidad del espacio–tiempo es para nosotros preferible al amado. Y si a quien  preferimos por encima de todo nos prefiere por encima de todo el milagro sucede.  

             No sin antes cumplir, como expiación, dos poderosas exigencias. La primera: una mentira mata el amor (“¿me amaría si supiera quien soy?”). La falta de sinceridad golpea sobre todo al insincero, cuya apariencia será amada en contra de sí mismo.

              La segunda: no se pueden amar, en sentido estricto, pese a Machín, dos personas a la vez. ¿Y si las dos nos dijeran al tiempo: ¡te necesito!...? Ni siquiera un Dios, cuya misericordia excluye la excepción, podría colmar con su amor nuestra sed de diferencia y preferencia.


La seducción


La seducción es esa especie de teatro íntimo donde dos taimados jugadores, mediante la frívola alternancia de episodios de contacto y retirada, pretenden avivar el deseo del otro antes de sucumbir enteramente al propio.
     
           Kundera, con la perspicacia que le caracteriza,  define la seducción como una promesa de coito sin garantías. Y Proust indica textualmente "que una ausencia, el rechazo a una invitación a cenar, una frialdad sin intención, pueden lograr más que todos los cosméticos y que todos los hermosos vestidos del mundo". El objetivo consciente o inconsciente de la seducción es alcanzar el territorio del otro, violar sus defensas, esclavizar su deseo.

La seducción ocurre  en esa tierra de nadie entre la ética –sucede entre dos voluntades– y la estética –conspira entre dos deseos–, por lo que puede ser calificada de depredadora cuando uno de los jugadores solo busca recibir sin arriesgarse -o rehúsa exponerse en la misma proporción-, cuando el otro es visto exclusivamente como una presa para alimentar la vanidad o la avidez sexual –Amistades peligrosas.

Ningún juego es tan osado como el galanteo, donde los papeles de cazador y presa se intercambian a menudo. Cuando ha prendido el deseo, el vínculo crece y se estrecha como un ser vivo independiente, de manera natural –con la exactitud de un embarazo–, hacia el clímax del enamoramiento y el  romance.

                                                                            

La mirada

Siempre se ha dicho que la cara es el espejo del alma. Es la zona más expresiva del cuerpo, la que comunica directamente con nuestro universo interior. Por ello cuando hablamos miramos siempre a los ojos de nuestro interlocutor. Una mirada ofende, excita, atemoriza o hiere. Su escenario no es por casualidad el rostro, el más versátil de nuestros órganos físicos.

Una mirada sostenida e intensa entre dos personas es como una caricia íntima, un beso silencioso en las zonas más profundas del yo. Los amantes comparten en la mirada un mismo territorio, no tan lejano como dos extraños ni tan fusional como para eliminar completamente la distancia de sus respectivas individualidades. La sostienen sin pudor porque nada tienen que temer el uno del otro. Es el primer signo de la desnudez. 


El beso


En el beso los amantes se asoman por fin al precipicio del nosotros. Si se cierran los ojos es para quebrar la distancia que aún subsistía, como abismo, en la mirada. La boca es el comienzo del éxtasis, pero la cercanía del rostro, bajo la atenta vigilancia de la razón, preserva al alma individual de su completa disolución en la carne.  Por ello el beso es síntesis, no fusión, de interior y exterior, sensualidad y  espiritualidad,  gozo físico y psicológico,  mirada y coito, exterioridad y profundidad, piel y espíritu.


El coito

En el coito los amantes son lanzados al territorio más vasto y desconocido, del que nada saben y del que todo esperan. Las reglas que preservan la interioridad y la discontinuidad –la civilización– son transgredidas; y el pudor, su último bastión, humillado por una mutua y servil desvergüenza:

- "¡Entra en mí, hazme vibrar, oblígame a perder, con la violencia de tu amor, la compostura!"

Dos cuerpos, extrañamente vivos, espléndidos de luz e incandescentes, vencen al fin la contención que la piel opone al gozo y, milagrosamente,    resucitan.


                              


           

sábado, 17 de marzo de 2012

The American Dream. El limpiabotas que soñaba con ser presidente


 

La reestructuración del capitalismo no solo ocurrirá en nuestros bolsillos sino también en nuestras mentes. La injusticia no solo mata por fuera sino que hiere por dentro. Ya escucho en los corrillos familiares, en los mercenarios susurros de los analistas mediáticos, en las voces de los viandantes un peligroso relato venido de América ante el que es urgente prevenirnos  como de un virus letal.
En las sociedades antiguas los hombres y las mujeres se distribuían en categorías asignadas mucho antes de nacer. Ellos, sus hijos y los hijos de sus hijos nacían y morían como nobles o como plebeyos. Tanto su valor social como sus tareas y desempeños, su poder adquisitivo, sus derechos y obligaciones estaban predeterminados por la cuna. Interesada fatalidad que si bien volvía insuperable la desigualdad social en términos absolutos –al ser expresión del orden divino– al menos hacía posible la conformidad con el propio destino, de la que derivaba una cierta tranquilidad vital.
El universo burgués trajo, sin embargo, incorporadas nuevas formas de estar en el mundo. Tal vez la más revolucionaria fue la ruptura de los moldes rígidos derivados del nacimiento, la creencia en el mito de la igualdad de oportunidades, según el cual la vida no es más que una carrera de obstáculos en la que cada sujeto está llamado a competir por el éxito en similares condiciones con el resto de concursantes, siendo la posición alcanzada en la escala social el resultado del propio mérito y capacidad. O dicho de otro modo, si la riqueza acumulada es la imagen visible del éxito, y este es  consecuencia del propio esfuerzo, la conclusión es obvia: los ricos  son merecedores de su riqueza y los pobres de su pobreza. Triunfar es señal de virtud, de trabajo duro, de talento; mientras que fracasar es indicio de vicio, desidia e inmoralidad.
En el cosmos capitalista los ricos, además de poseer los bienes materiales de manera desigual, tienen derecho a gozar de estos sin escrúpulos ni mala conciencia, sea cual sea la cantidad de miseria que les circunde. Los pobres, por su parte, no solo acaparan la penuria sino que han de sentirse con razón humillados por ella, pues solo ellos, y no la suerte o las circunstancias, son los  únicos responsables. Este es el mensaje central, si sabemos escuchar, que la derecha sin complejos, el tea party español, intenta incorporar al imaginario colectivo de nuestro país a través de canales como la Gaceta o Intereconomía.
En un mundo así todo se desquicia y pierde su límite natural. La producción y el consumo, las aspiraciones y los beneficios, la depredación y el coste de la deuda se tornan potencialmente infinitos: nunca hay bastante. Por lo que la brecha entre las expectativas y lo realmente alcanzado, entre los bienes que se poseen y  los bienes que se desean nunca se cierra del todo; al contrario, es avivada hasta el paroxismo por infinidad de cantos de sirena que nos instan a perseguir lo imposible, condenando al individuo a una insatisfacción crónica, a una angustia perpetua.
Hasta Dios, garante del viejo inmovilismo, se pone a trabajar en sus versiones protestantes y calvinistas, para la burguesía. El éxito social y la riqueza no solo no apestan a codicia sino que constituyen la prueba definitiva del reino, la bendición de Dios a los emprendedores por su tesón e iniciativa. No es casual que las metamorfosis del cristianismo estén asociadas a los niveles de prosperidad económica. La versión ortodoxa a Grecia; la católica a España, Italia y Portugal; la protestante a Alemania, Inglaterra y Estados Unidos.
El limpiabotas, tal vez marcado por una infancia difícil, falta de talento, deficiente escolarización y condiciones sociales adversas no podrá achacar a la mala fortuna su humilde posición, ni reclamar al Estado ningún tipo de ayuda para aliviar su condición de rata urbana. Los impuestos son  injustos si su objetivo es detraer al millonario una parte de sus ingresos legítimamente adquiridos para sufragar la pereza de los desheredados y desincentivar la ambición de éxito, que sirve, como poderosa anfetamina, de combustible al sistema.
La utilidad del Estado consiste más bien en vigilar y castigar a los miserables, a los parados defraudadores, a los funcionarios holgazanes, a los asalariados absentistas, apartándolos de la tentación de escapar a su merecido destino a costa de la libertad o propiedad del opulento. La reclamación de justicia será interpretada entonces como envidia. No minimicemos el peligro, toda una civilización está asentada sobre este absurdo y perverso relato.

martes, 6 de marzo de 2012

VENGANZA TÁNTRICA (HISTORIAS DE CORALIE)

  


Dado que el sábado Coralie me había comentado su intención de quedar a bailar con uno de sus pretendientes, decidí aprovechar la ocasión para conceder un lujo asiático a mi sexualidad. ¡No iba yo a ser menos! Hacía unos días que en mi  facebook apareció por casualidad el anuncio de un taller de psicotantra en Almería, donde se comunicaba expresamente a los interesados que no era necesario desnudarse ni acudir acompañados de pareja.  Precisiones que resultaban más prometedoras por lo que insinuaban que por los miedos que pretendían aliviar. Qué mejor programa para un fin de semana, me dije,  que experimentar, dentro de los márgenes pactados, con una diversidad de mujeres los secretos entresijos del deseo, aunque fuera en clave oriental.  El bailarín profesional de origen latino sería un insípido entremés al lado de una docena de hembras andaluzas ávidas de aprender los misterios del amor.
Tras tonificar mis músculos con repetidas flexiones, pesas y abdominales, perfumarme con  sándalo y autobroncearme con una de esas cremas que guardaba Coralie en su surtido estuche de curtida esteticienne, le comenté mi intención. Sabía que el universo tántrico le fascinaba, hacía años que me proponía incorporar esa filosofía a nuestros contactos íntimos.  Lo que no estaba seguro es si le fascinaría de igual modo mi decisión de irme solo a Almería, a iniciarme en compañía de una cohorte de desconocidas en la sexualidad sagrada.
Probablemente no opondría objeciones a mi insólito proyecto, pero su rostro dejaría entrever una sutil mueca de contrariedad. Me equivoqué. No sólo no le pareció mal la ocurrencia, sino que me insistió, casi con júbilo, en que pusiera la máxima atención y empeño en los ejercicios para  practicarlos juntos a la vuelta. Solo si me convertía en un perfecto amante tántrico consentiría en seguir poniéndose el traje de enfermera sexi que tanto me gustaba. “Enfermera por fuera” a cambio de “hindú por dentro”, sensualidad relajada a cambio de voluptuoso fetichismo, parecían ser los términos del acuerdo. Así que lo que empezó como una astuta maniobra de compensación a sus devaneos adquirió pronto el carácter de un inesperado beneficio a su favor.  No podía quedar más en evidencia que Coralie, como la banca, siempre gana.
Diré para los profanos que el tantra es una milenaria tradición procedente de la India, para la que el sexo no solo no es pecado sino la única forma verdadera de espiritualidad. Dicho en palabras vulgares: allí en vez de comulgar se folla. El encuentro meditativo entre la energía masculina y la femenina permiten trascender el yo y acceder a la plenitud cósmica. Cómo me acordaba, camino de Almería, de mi dilatado currículo como catequista católico, cuando el párroco, blindado en la negra casulla desde los pies hasta el alzacuellos, trataba de convencernos de que incluso la masturbación era una terrible afrenta contra Dios, que provocaba la ceguera. En el tantra, por el contrario, lo que se aprende en catequesis es a  sincronizar las respiraciones, las miradas y los chacras sexuales de los neófitos a fin de generar la kundalini, la divina energía sexual. Imaginaba que los sacerdotes en esta tradición, algo menos púdicos que el párroco de Mota del Cuervo, impartirían su magisterio en pareja y, probablemente, en pelotas.

Pero nada es jauja en materia de espiritualidad, la economía de la salvación, como toda gran empresa, no funciona vendiendo duros a cuatro pesetas. El practicante masculino puede excitarse tanto como un corzo pero tiene que inhibir la eyaculación, no puede derrochar su energía sexual, que es la base de su autotrascendencia. Expulsar la energía sexual a tontas y a locas es aquí lo más parecido a una falta. El propósito  es hacerla circular hasta que se eleve y salga por la coronilla, el supremo chacra sahasrara.

Pero que no cunda el desánimo. Este esfuerzo de contención, tras un primer dolor testicular, nos vuelve seres multiorgásmicos. Así, como suena. En el tantra no hace falta ser un macho cabrío ni un embustero para tener varios orgasmos sucesivos. La difusión de la energía sexual retenida con el músculo pubococcigeo –más fácil de retener por cierto que su nombre–, como quien aviva una estufa sin chimenea o una caldera sin válvula de escape, precipita a los amantes en oleadas interminables de pasión y compasión. Los orgasmos pueden durar horas, días enteros. Esa era al menos la teoría y la razón por la que a mi parecer, dicho sea de paso, el tantra es tan cotizado por las mujeres como temido por los hombres.

Esta breve presentación puede hacer entender el erótico entusiasmo con que circulaba con mi Megane descapotado en dirección a Almería.
No comentaré los pormenores del taller. Casi todo fue mágico: música íntima, velas olorosas, barritas de incienso, luz tenue, danzas afrodisíacas, flores esparcidas por el suelo, estatuillas de dioses en pleno fornicio, caricias mutuas en órganos no erógenos realizadas con quietud y plena conciencia, y atrevidos ejercicios pélvicos fueron despertando en mí la  energía ancestral del universo o, en términos occidentales, poniéndome como una moto.
Poco antes de las ocho de la tarde, cuando el ambiente estaba ya suficientemente caldeado, el gurú, un valenciano calvo, con perilla y ademanes ampulosos, que se investía a sí mismo de una sabiduría de la que a todas luces carecía, anunció el ejercicio estrella del taller: la sincronía esencial o ceremonia del maithuna. Nuestro ego se iría por fin al carajo y alcanzaríamos el absoluto. Coralie se daría cuenta nada más verme que no era aquel pobre mortal del que se había despedido la mañana del sábado sino un iluminado que irradiaba ternura y pasión por los poros de su cuerpo resplandeciente.
El ejercicio consistía en la repetición de la danza sagrada entre Shakti y Siva, la diosa y el dios, la esencia masculina y femenina del Espíritu Uno indiferenciado. Según cuenta la tradición, Siva, para quien los años no debían tener la importancia que para nosotros, se empeñó, en un alarde de mística bravuconería,  en meditar sentado con los ojos cerrados durante diez mil años ininterrumpidos en la soledad de una apartada gruta, pidiendo expresamente a sus allegados que no le molestasen hasta ese momento. Pretendía probar así el tamaño de su dignidad y determinación. Pero Shakti, algo más mundana, hastiada de la terca espera de su amante y urgida por un ansia de contacto carnal de proporciones inimaginables, irrumpió en la cueva a los cinco mil años. Aunque respetó literalmente la prescripción de no distraerlo, inició frente a él, como quien no quiere la cosa, una danza insinuante, con escasas prendas y sugerentes movimientos de caderas, que acabaron secuestrando, como no podía ser de otro modo, algo más que la voluntad del dios. Lejos de irritarse es fácil saber cómo terminó la historia. De no haber sucumbido a la provocación habría estado los otros cinco mil años arrepintiéndose.
La trasposición al taller de la danza primordial implicaba que cada uno de los doce integrantes masculinos debíamos preparar una suerte de acogedor altar en la sala, un nido de amor, que atrajera el interés de nuestra predestinada Shakti y la invitara a quedarse junto a nosotros. Poniendo mis mejores dotes seductoras al servicio de tan romántica causa coloqué varios cojines en el suelo, uno frente a otro, dispuse unos collares sobre aquél en que ella debía sentarse y me enrosqué sobre mí mismo con las piernas flexionadas, como un loto manchego, cerrando los ojos mientras el coro de Shaktis acudían cantarinas y radiantes a la sala a fin de encandilar a su divino amante. Como en el tantra, y en eso no encontré significativas diferencias respecto a mi hogar, es la energía femenina la que decide, eran las diosas las que elegían caprichosamente a su propio dios. El ejercicio tenía una duración prevista de hora y media.
Cuando abrí los ojos para ver a quién había destinado la energía cósmica para catalizar mi deseo, no pude reprimir un impulso salvaje, un sobresalto místico, pero no hacia la diosa sino en dirección contraria: una mujer de más sesenta y cinco años, con los ojos desvaídos, nariz aguileña, pelo lacio, michelines prominentes, facciones hombrunas y culo flácido estaba sentada frente a mí mirándome fijamente con ojos de santa lascivia. El tao no derramaba sobre mí precisamente sus bendiciones, me hubiera bastado cualquiera de las otras once aspirantes para vencer mis superficial apego a las apariencias físicas. Se puede forzar la voluntad de un hombre, se puede embaucar su inteligencia, pero la vara de luz, como se denomina en términos tántricos al falo masculino, es terca y soberana. No acepta órdenes ni entiende de protocolos. Solo se le puede convencer por las buenas.  
Así que allí me teníais, a menos de veinte centímetros de una mujer que me miraba con religioso ardor, al menos al principio, y por la que yo sentía algo parecido al espanto. Comenzaba así la que iba a ser la hora y media más larga de mi vida.
Me sentía atrapado en un dilema letal. Sabía que no me podía levantar e irme sin ofenderla,  pero no podía soportar su insinuante cercanía. El gurú, que espiaba con celo los encuentros, pensando que era timidez lo que me mantenía rígido y relativamente distante, cada vez que se acercaba a nosotros nos apretaba las cabezas, en lo que parecía ser una suerte de complicidad masculina. Como un resorte o mejor aún, como uno de esos tentempiés que venden en las ferias,  mi cabeza retornaba a su posición inicial con la velocidad del neutrino.
Más cristiano que tántrico hacía cuanto estaba en mi poder por salir del aquel entuerto causando el menor daño posible a su autoestima y a mi integridad. Intentaba sonreírle, cerraba los ojos para que creyera que quería apresarla con el corazón, disimulaba mi aversión física y la inevitable culpa que este involuntario rechazo me provocaba, mientras escuchaba con envidia los jadeos gozosos del resto de parejas participantes. Toda la excitación atesorada a lo largo del día se iba convirtiendo en ira y mi lingam, que así llaman el pene, más que una vara de luz parecía un oscuro garrote con deseos de descargarse contra las costillas del gurú. No creo que tenga que convencer a nadie de que no solo no entré en erección, sino que mi órgano más preciado después del cerebro se reabsorbió, se practicó algo similar a un harakiri,  huyendo como perro apaleado hacia el interior del escroto, hasta el punto de que necesité varios días para convencerlo de que ya se había ido la asturiana.
Pero lo peor estaba aún por llegar.  La música crecía por momentos en pasión e intensidad, atrayendo con fuerza a los amantes hacia el clímax. Podían oírse cascadas gigantes, ríos que se desbordan, caballos desbocados, volcanes en erupción. Las fuerzas de la naturaleza conspirando contra mí. Fue entonces cuando la asturiana, tal vez por ósmosis ambiental, se montó a horcajadas sobre mi pelvis, pegando su yoni (vulva sagrada) a mi lingam (polla asustada), respirando con intensidad a escasos centímetro de mi boca, mientras yo imploraba a los dioses orientales u occidentales que me dieran la muerte en el acto si no había otra forma de evitar el martirio.  Y por si no tenía bastante con inhalar su aliento vegetariano, el gurú de Requena, escrupuloso del ritual, colocó mi mano sobre su cóccix, es decir, la parte alta de su trasero, para cerrar el círculo esencial y que no escapara la energía.
          En ese momento sublime tuve una visión que me llevó al éxtasis, pero no de la plenitud sino del ridículo. En ella aparecía Coralie enfrascada en ritmos caribeños con aquel apuesto bailarín venezolano. La misma diosa Shakti interrumpía sus joviales cabriolas en medio de la pista y les invitaba a echar un vistazo a lo que sucedía a seiscientos kilómetros de distancia. Allí estaba yo, el irresistible vengador de infidelidades, agarrado al cóccix de  un abominable loro medieval. Era tal el impacto que la escena producía sobre el ánimo de los bailarines que lograban de golpe lo que yo inútilmente había buscado en el taller: trascender el ego. Solo que el motivo no era la kundalini sino una fuerza aún más sagrada y primordial: el descojoni. Conociendo el sentido cómico de Coralie sabía que en medio de convulsos retortijones de hilaridad, doblada sobre sí misma, le diría al venezolano, si es que lograba articular palabra: ¡Te presento a mi chico, el intrépido corruptor de menores... ¡de setenta!, el gañán tántrico!



jueves, 1 de marzo de 2012

INSTITUYAMOS EL MONSTRUO



                                  









                                         Sé el cambio que quieres ver en el mundo
                                                            Gandhi

  Es en el nuevo mundo de los monstruos (alteraciones insólitas y no previstas del orden político) donde la humanidad ha de aprender su futuro.
                                                                                  Toni Negri


No es suficiente con protestar, quejarse, denunciar o movilizarse contra  el sistema para dejar de estar atrapados en él. Contra el sistema, por cierto, responsable de la crisis global, las hambrunas, el colapso ecológico, el desempleo, los conflictos violentos y el miedo al futuro que atenaza a tantos hombres y mujeres. A veces pienso que nos asemejamos en nuestras luchas a esos pobres insectos prendidos en el tejido adhesivo de la araña, que se debaten en inútiles manotazos contra un enemigo pegajoso y temible, hasta la total extenuación.
Lejos de mi intención restar importancia a las huelgas, concentraciones, manifestaciones, panfletos informativos, asambleas o protestas en las redes sociales; y todo con el fin de desgastar al adversario, destruir sus argumentos, limitar la dureza de sus embestidas  y dejar al descubierto sus motivos ocultos. Tácticas todas ellas sin otro destino que la generación de una opinión pública desfavorable al gobierno de turno, que pudiera hacerle  perder las próximas elecciones. Pero supongamos que lográsemos nuestro objetivo. La pregunta ineludible es: ¿para qué serviría? Para dar el gobierno al PSOE en los siguientes comicios -igual que el 15 M y la huelga general, en contra de su intención, se lo dieron al PP-, con lo que el Sistema seguirá su curso y la rueda rotará una y mil veces.
Es difícil comprender la oportunidad de mi reflexión en  un momento de gruesa ofensiva contra el estado de bienestar y de endurecimiento de la legislación en materia laboral. Solo digo que, aun siendo necesaria, no es suficiente con la contestación al orden establecido. Es preciso construir alternativas viables al sistema, poner la imaginación social en marcha, demostrar en la práctica que otro mundo es posible. En ausencia de otras formas de producir, consumir, pensar o sentir, el cambio que deseamos nunca ocurrirá.
 Es cierto que hay partidos, como IU u otros, que dicen disponer de esas alternativas, pero no tendrán jamás la oportunidad de demostrarlo. Como señalé en un artículo anterior, el sistema está perfectamente diseñado para excluir electoralmente modificaciones significativas a sus reglas, tanto por la izquierda como por la derecha. No seamos ingenuos, mientras la economía sea capitalista, los políticos no estén sometidos por mecanismos de control popular y los ciudadanos nos reduzcamos a la condición de pasivos e insaciables consumidores de bienes y servicios, el actual escenario de miseria y desigualdad no puede sino incrementarse.
La ley electoral, que jamás será modificada porque choca con el interés de los dos partidos –amén de los nacionalistas– que tienen poder para cambiarla; el voto útil, que confiere la confianza mayoritaria a grupos políticos con alta probabilidad de gobernar (dos en la práctica); la dependencia del capital privado para crear riqueza y empleo; el control oligárquico de los principales medios de comunicación; la pérdida de soberanía nacional en beneficio de la unión europea; y el conservadurismo de la mayor parte de la población, ayuna de conciencia crítica, adicta al consumo e idiotizada por el fútbol y la telebasura, habrán de resultar un muro infranqueable a nuestras tentativas de transformación política en el marco de las instituciones del sistema.
Y por si no fuera bastante desconsolador añadiré que tampoco me parece viable, a pesar del romanticismo que despiertan, iniciativas como comunas, mercadillos hippies  o ecoaldeas. Muy pocos estarían dispuestos a dejarlo todo para irse a una pequeña aldea sin ordenador, escuela pública o medicinas. La alternativa, si es que la hay, tiene que ser viable, realista y generalizable. Ha de ser también mixta, es decir, permitir una doble pertenencia, una doble ciudadanía: al estado actual y al entramado jurídico constituido entre sus resquicios por una nueva voluntad soberana. No hablo de utopías. Solo se puede construir un mundo alternativo sobre los cimientos del anterior. En la historia no es posible un comienzo absoluto.
El reto consiste en arriesgarse a cambiar el modo de vida, amarrado a lo seguro y ya conocido, dejando progresivamente de colaborar con las instituciones que estimamos injustas mientras abrimos un cauce a la creación de un tejido institucional político, económico, ecológico y cultural diferente. A la élite dominante le da igual que les votemos o no, les censuremos o no, mientras sigamos comprando sus productos, poniendo nuestros ahorros en sus bancos, consumiendo su telebasura, utilizando sus energías contaminantes, desplazándonos en sus coches, trabajando para sus empresas, rigiéndonos por sus modas y haciendo de sus intereses el motivo de nuestros sueños y aspiraciones. 
                 Lo realmente subversivo es recuperar el control de nuestras vidas,  hacernos responsables de nuestras decisiones cotidianas –también las que realizamos como productores y consumidores–, convertirnos en cocreadores de un entorno social más amplio, que rebase los límites de lo personal y familiar.
 Recuso parcialmente la estrategia de gran parte de la izquierda actual, empeñada en invertir todos sus esfuerzos económicos y organizativos en ganar elecciones, la vieja táctica comunista y socialdemócrata de tomar el poder para cambiar el mundo. Creo que ha llegado la hora de que empecemos también a cambiar nuestro pequeño mundo, nos reubiquemos en la esfera de nuestro poder real, para tal vez mañana llegar a tomar el poder. Ambas estrategias no tienen por qué ser opuestas, la herida abierta en el siglo XX entre anarquistas, comunistas y socialdemócratas debe cerrarse.
Una masa ilustrada y educada en instituciones alternativas, que participe asimismo en la parte menos corrompida del modelo vigente, puede  llegar a convertirse en un sujeto político con suficiente envergadura para modificar las estructuras de dominación desde los procedimientos del propio sistema. Prescindir de la construcción de lo nuevo en favor de una movilización electoral o sindical perpetua, constituye desde mi punto de vista un callejón sin salida, una enorme brasa en la que arderán estérilmente nuestras más nobles energías, la legítima ansia de un mundo mejor.
Opino que al menos una parte de nuestras fuerzas de combate deben replegarse, volver del frente,  a fin de comenzar a diseñar un proyecto inédito y ver la forma de convertirnos en él; compadecer la demolición con la albañilería fina. Ya existen experiencias, tradiciones y relatos que caminan en esa dirección. No hay que empezar de cero en la ingeniería del cambio. Además de la creación de un Banco ciudadano, que expuse en otro lugar –que daría contenido a nuestra libertad financiera–, una iniciativa que me ha parecido especialmente sugerente, y que tomaré como referencia para  mi propuesta, se denomina Cooperativa Integral y está funcionando con éxito en Cataluña. Se trata de una cooperativa de producción y consumo, amparada hasta cierto punto en el marco jurídico estatal, que dispone de su propia moneda social para medir los intercambios y funciona según unos principios económicos no capitalistas.
Sea ese u otro el modelo organizativo que adoptemos, a mi parecer las premisas que debería cumplir para no ser absorbido serían éstas: toma de decisiones directa por parte de los afectados (hacer todos política para eliminar a los políticos); economía cooperativa y no lucrativa (que elimina las figuras contrapuestas del empresario y  el trabajador); respeto a la naturaleza (que pone fin de la obsesión ecológicamente suicida por el crecimiento); y promoción de un modo de vida cuyos valores inspiradores no sean acumular posesiones, devorar objetos, ser admirados, consumir drogas o competir para ser superiores a los otros;  sino antes bien cuidarnos mutuamente, promover los innumerables goces de la vida civilizada y desarrollar de un modo excelente nuestras capacidades (lo que nos aliviará de la permanente insatisfacción).
Os invito a aunar esfuerzos para tratar de producir  una mutación en los genes del sistema, injertar en su piel putrefacta un tejido vivo cuyo ADN no sea capitalista ni burocrático, sin por ello desligarse de las ventajas que ofrece el reconocimiento formal de nuestras libertades y una parte de la prosperidad que hace posible el desarrollo técnico. A esta red alternativa, este benévolo monstruo político –frente al estatu quo–, se irían incorporando individuos, asociaciones o empresas con idéntico genoma organizativo, en la medida exacta de sus deseos y posibilidades. La multiplicación de nuestras fuerzas en red podría permitirnos una mayor autonomía respecto al modo de vida hegemónico, incrementando exponencialmente nuestra influencia política.   Serviría de colchón a parados, trabajadores y autónomos; disfrutaríamos de una vida más íntegra y acorde con nuestros ideales; contaríamos con mayor densidad de buenas personas a nuestro lado -sin incurrir en los riesgos de sectarismo que conlleva el aislamiento extremo-; y viviríamos mucho menos centrados que ahora en nuestros enemigos políticos, a los que impediríamos  de ese modo marcar la agenda en exclusiva.  
¿Cómo se llevarían a cabo esos principios?, ¿Cómo funcionaría en la práctica? Permitidme que vaya desgranando en sucesivos artículos del blog algunas ocurrencias y bocetos que estoy elaborando para dar respuesta a estas preguntas. Pobres borradores hasta el momento en que la inteligencia colectiva le de forma y sustancia.