lunes, 30 de abril de 2012

COOPERATIVA INTEGRAL. UNA PROPUESTA VIABLE PARA EMPEZAR A CONSTRUIR, AQUÍ Y AHORA, LA UTOPÍA


     

















A todos aquellos que se afanan en construir las piezas de una estructura social  susceptible de ser administrada por ciudadanos corrientes.


I. El inicio: Muchos solos

Hubo una vez cien personas normales con sensibilidad social, que vivían disgregadas, produciendo y consumiendo en solitario, como el resto de la gente de aquel entorno individualista y mercantil.  Personas cuyos ingresos medios rondaban los mil euros mensuales, estando algunas de ellas, veinte en concreto, en situación de desempleo. Estos cien ciudadanos se comportaban, muy a su pesar, como consumidores pasivos e irresponsables, comprando sin otro criterio que el precio y la comodidad, optando normalmente por lo más barato, acudiendo a las grandes superficies y surtiéndose de las marcas más conocidas. Les faltaba motivación, tiempo e información para elegir de forma crítica, por lo que caían bajo la influencia de los patrones que dictaba la publicidad, aún en contradicción con sus principios.


Algo similar les ocurría como productores, donde su situación oscilaba entre el desempleo, contratos precarios y sueldos bajos. No disponían de patrimonio familiar para montar un negocio por su cuenta y su única posibilidad de trabajar consistía en prepararse una oposición u ofrecerse como asalariados al mejor postor, aceptando, casi con entusiasmo debido a la escasez de oportunidades, las condiciones del empleador a cuyos beneficios contribuirían de por vida.
Cuando no trabajaban era aún peor, porque entonces se volvían invisibles, los atenazaba la angustia y un sentimiento de inutilidad. Ancianos, parados, enfermos y amas de casa se sabían al margen de todo lo importante, excluidos de la vida social.
Los cien sobrevivían desconectados, salvo de su familia y amigos, red insuficiente ante la emergencia de la enfermedad o el  paro crónico. A menudo se sentían solos, ocupando el escaso tiempo libre en placeres pasivos como ver la televisión o ir de compras, y para escapar a esta persistente sensación de soledad se incorporaban a clubes de fútbol de donde obtenían una mínima sensación de pertenencia y un motivo para iniciar las conversaciones.
Habían perdido la fe en el ser humano y desconfiaban, tan impotentes se sentían, de su capacidad para cambiar el mundo; incluso los pequeños detalles de su vida cotidiana parecían formar parte de un orden extraño, gobernado por leyes inexorables que difícilmente comprendían. Lamentos y quejas se sucedían continuamente en su interior, haciendo de ellos nada más que meras víctimas, marionetas de una historia en la que eran otros los que escribían el guión. La única base de su dignidad ciudadana consistía en elegir cada cuatro años entre dos únicos partidos, con idénticas políticas, que gestionaban el infierno de manera diferente pero que se empeñaban con tenacidad en permanecer en él.


II. Un nuevo pacto social

A la ansiedad de una vida excesivamente incierta, fuera de su control y tan alejada de los sueños de juventud,  se sumaba la angustia por el futuro de sus hijos y el hartazgo de ver cómo una minoría poderosa se alzaba con el timón de las instituciones democráticas para enriquecerse de manera desmedida y despiadada, saqueando el ya de por sí menguado estado de bienestar, recortando derechos, abaratando el despido, privatizando servicios y condenando a la miseria a millones de ciudadanos, mientras nadie parecía reaccionar de otro modo que no fuera el enfado y la resignación. A fuerza de soportar agresiones, catastróficos presagios y malas noticias, empezaba a instalarse entre ellos una suerte de depresión colectiva, un aprendizaje público de la desesperanza.
Hasta que cierto día de la primavera de 2012, los cien protagonistas de la historia decidieron congregarse en una tertulia improvisada  para hablar de sus sueños de una vida mejor. Aparcaron por un momento el fatalismo que los paralizaba para dejar libre su fantasía, el revolucionario poder de la imaginación,  comprobando en días sucesivos, tras apasionantes discusiones en torno a la justicia, que eran sorprendentes las coincidencias de lo que entendían por una vida buena, el mundo en el que hubieran deseado vivir y ofrecer a sus hijos. Los acuerdos se condensaron en una declaración de principios, las directrices de  un modelo económico alternativo cuyo objetivo no fuera el crecimiento ni la búsqueda del beneficio inmediato, sino el modo de dar cumplida satisfacción a las necesidades de todos, preservando la democracia en las decisiones y la administración eficiente de recursos escasos. Tan ilusionados y conmovidos estaban que los enmarcaron como si se tratara de una carta magna, el preámbulo de una constitución aún más sagrada que la de su nación –secuestrada por los mercados–, la expresión de una verdadera voluntad soberana. He aquí algunos de ellos.

       I.      Los ingresos serían proporcionales al trabajo realizado y no al capital invertido.
    II.      Quien trabaja debe determinar de forma significativa su actividad productiva y el producto de su trabajo.
 III.      Lo que se consume ha de ser compatible con la preservación del medioambiente y los derechos de las futuras generaciones.
IV.      La felicidad no se basa en el nivel de consumo sino en el desarrollo de las capacidades humanas.  
 V.      En una sociedad madura una parte creciente de los intercambios escapan al mercado, es decir, se basan en gestos de altruismo espontáneo, donde cada cual aporta lo que puede y recibe lo que necesita.
VI.      Los derechos de seres vivos y animales son respetados.
VII.      Todos los trabajos socialmente necesarios son equivalentes en valor.
VIII.      Los bienes y servicios producidos deben poseer la máxima calidad y duración que sea técnicamente posible.
IX.      Las necesidades básicas deben están cubiertas para todos de un modo público y gratuito.
   X.      Los créditos para financiar una iniciativa económica han de obtenerse en función de su viabilidad económica e interés social y no exclusivamente por los avales de que se dispone.
XI.      Las relaciones entre las personas han de ser prioritariamente de cooperación y no de competencia.
XII.      Es un deber de todos evitar los intercambios desesperados, basados en la necesidad.
XIII.      El trabajo ha de repartirse, no debiendo ocupar más de treinta y cinco horas semanales, para hacer posible tanto la conciliación familiar como el ocio creativo.
XIV.      Mujeres y hombres gozan de idénticos derechos y deberes.
XV.      Nadie debe ser excluido por no tener un trabajo remunerado, la pertenencia social se adquiere por la condición de personas y ciudadanos.
XVI.      Se ha de buscar la consenso antes que la mayoría.
XVII.      La asamblea es la única base legítima del poder soberano. Hay que minimizar en lo posible la representación política, sustituyéndola por portavocías con mandatos específicos y cargos revocables en todo momento.

Tras leerlos en común de una forma solemne, algo extraño y fundamental ocurrió: aunque seguían siendo cien, por un momento se sintieron como si fueran uno solo. Se había inaugurado, mediante un inédito pacto social, un modelo de sociedad diferente, al que a partir de ahora y para siempre serían leales.  Decidieron entonces abrir un proceso constituyente cuyo sujeto sería la asamblea de cien ciudadanos libres, a la que podrían agregarse quienes compartieran los valores fundacionales. Su cometido inmediato: articular jurídicamente los principios, dar expresión a su libertad colectiva.
 

III. Creación de un mercado único. Asociación de consumidores.

A los pocos días, los cien ciudadanos se reunieron en un local del Ayuntamiento, y tras haber constatado que compartían la mayor parte de los principios de lo que debería ser una sociedad igualitaria, decidieron formar una asociación de consumidores, como un primer paso que les aproximara a  la utopía. Aunque en todos se albergaba un terco poso de escepticismo, un aciago  presentimiento de fracaso, consideraron que bien valía la pena sucumbir en el intento antes que, por temor, ni siquiera intentarlo.
Era firme su voluntad y clara la meta, pero les faltaban los medios para llevarla a cabo. Los principios dejaron espacio a los cálculos. Ya que los gastos mensuales de cada uno oscilaban en torno a 800 euros, dejando doscientos para ahorro, suponía 80.000 euros al mes el coste total de los bienes y servicios con que satisfacían sus necesidades. Aparte lógicamente de los impuestos como IVA, IRPF, tasas municipales o cotizaciones a la seguridad social con los que contribuían, proporcionalmente mucho más que los ricos, a los gastos del Estado.  
Era simple cuestión de números. Si estos gastos necesarios y habituales, en su mayor parte idénticos: alimentación, ropa, móvil, hipoteca, material escolar, productos de limpieza, servicios jurídicos, gestoría, combustibles, mantenimiento de la vivienda o taller mecánico, etc., los realizaban al por mayor, como un solo comprador, y evitaban los intermediarios, los márgenes de ahorro serían importantes.
Bastaría un descuento del 7% para economizar  5.600 euros al mes, con los que podían crear una central de compras y ofrecer empleo a uno de los asociados, que actuaría como responsable de la gestión, hablando con tiendas, profesionales y proveedores, encontrando canales de distribución y estudiando el modo de abaratar hasta el mínimo euro. Para darle a este empleo y a los que pudieran crearse una cobertura legal constituyeron una cooperativa de trabajo asociado, que complementara a la asociación de consumidores, mientras estudiaban la conveniencia de transformarse en cooperativa de consumo, que genera mayores descuentos, al poder comprar directamente a los mayoristas, pero con el inconveniente de tener que tributar como una empresa.
 Con el ahorro obtenido pudieron igualmente alquilar un local, como sede de la asociación, donde realizar sus apasionadas deliberaciones, que sirviera simultáneamente como centro de distribución y almacén de abastos, ecotienda de productos ecológicos abierta al público y espacio lúdico donde esparcirse agradablemente y  promover su filosofía, desplegada en la decoración, la música, los iconos de las paredes o la calidad de los productos ofrecidos.


IV. Cooperativa de trabajo asociado. Nace la cooperativa integral.

Se constituyó para ello una nueva sección de venta de productos dentro de la cooperativa de trabajo asociado, que ofreció empleo a otra persona de la asociación. Para dar forma legal a esta red de autogestión social y apoyo mutuo se adoptó la fórmula de cooperativa integral, recogida de la legislación estatal, por incluir en una unidad orgánica diversas modalidades cooperativas y dentro de cada una de ellas diversas secciones. La cooperativa integral sería la unidad económica de producción y consumo de la nueva democracia integral que pretendían construir a gran escala, su germen y maqueta. La asamblea aprobó que el precio de los productos para las personas que no pertenecieran a la asociación fueran los de mercado, así habría un estímulo económico más para afiliarse a la misma. Salvo con una excepción, a las personas sin recursos se les ofrecían a precio de coste.
La fuerza de una demanda tan numerosa no solo se utilizaba para obtener descuentos en el precio, sino también para exigir una serie de criterios compartidos, consensuados por todos, un código de consumo responsable coherente con los principios estatutarios, con los que seleccionar los bienes y servicios consumidos. Las instrucciones dadas al responsable de compras eran taxativas: dentro de las opciones disponibles para satisfacer una necesidad se debía dar preferencia a productos que no dañaran al medioambiente, que garantizaran condiciones animalmente dignas, jamás comprar productos en cuyo proceso de fabricación existieran indicios de explotación laboral, favorecer el pequeño comercio local antes que las grandes superficies, comprar directamente a los productores sin intermediarios y, por supuesto,  asegurar mayor calidad y duración, nada de obsolescencia programada.
Para verificar estas condiciones se contactaba con empresas que dispusieran de sellos de responsabilidad social corporativa o de etiquetados fiables de sus componentes y condiciones de producción. En los casos de autónomos la  cooperativa realizaba su propia auditoria sobre el terreno antes de adquirir el producto. De este modo llegó la primera consecuencia de su nueva forma de estar en el mundo: el dinero de aquellos cien ciudadanos estaba al servicio de un consumo crítico y trasformador. Con el ahorro de sus gastos corrientes compartidos habían extraído el capital inicial que serviría para financiar  un proceso de transformación colectiva.
Un criterio que no estuvo exento de polémica establecía que siempre se daría prioridad a los bienes y servicios procedentes de empresas cooperativas y autónomos, evitando en lo posible negociar con la empresa tradicional, es decir,  aquella donde la figura del empresario y el trabajador no se reunían en la misma persona. Se rechazaba así como inmoral  e ineficiente cualquier unidad económica donde alguien fuera reducido a la condición de mero coste productivo, se le excluyera de las decisiones que afectaban a su actividad creadora y al producto de su trabajo, y donde únicamente los propietarios de capital tuvieran el derecho a asumir la responsabilidad de las decisiones,  soportar los riesgos y apropiarse íntegramente de los beneficios socialmente producidos. Quien tenía una buena iniciativa económica tenía solo dos opciones legítimas: o llevarla él solo a cabo con el concurso de su familia o convencer a otros socios para realizarla juntos. Los medios productivos no estarían, al menos en ese pequeño espacio, separados del trabajador.
Se consideraba injusta porque un trabajador no es una mercancía, una herramienta creada para ejecutar las órdenes de otro, sino un agente activo y trasformador, deshumanizado por un modelo de empresa tiránico y obsoleto, que se mantiene todavía vigente por un acto de violencia estructural legitimado por el Estado. Ineficiente porque cualquier productor estaría más motivado en su trabajo si supiera que la empresa en la que ocupa su tiempo es suya, y participara en sus decisiones y  beneficios. Por esa razón se decidió el modelo de cooperativa de trabajo asociado para dar cobertura jurídica a los puestos creados a partir de la asociación de consumidores y su mercado común de 90.000 euros al mes.
 En una cooperativa cada socio cuenta con un voto, los ingresos se perciben en función de la actividad realizada y no del capital aportado, es voluntaria la afiliación y el cese, y pueden vincularse fácilmente entre sí en unidades superiores de segundo y tercer grado, a diferencia del resto de fórmulas empresariales: ya sea sociedades anónimas, sociedades limitadas o comunidad de bienes.  Así se asestaba un certero golpe, aunque fuera insignificante en términos cuantitativos, al capitalismo en su eje de flotación. No se habían ganado las elecciones ni tomado el poder del Estado, pero a escala reducida, en un diminuto laboratorio de vida social, cien personas estaban generando un célula socioeconómica cuyo ADN era ajeno e incompatible con las relaciones capitalistas.
 Por esta misma filosofía que se decantaba por la cooperativa de trabajo asociado como estructura asamblearia, abierta y equitativa, que rechazaba comerciar con modelos empresariales autocráticos, se convino que no se podría contratar a ningún trabajador por cuenta ajena salvo como período de prueba antes de convertirse en socio de pleno derecho. La organización debía preservar su carácter horizontal y democrático. También se acordó que todos los socios, cuyas secciones gozaban de cierta autonomía económica, tuvieran unos márgenes salariales prefijados por la asamblea, a fin de evitar abusos o el deseo de enriquecimiento. La norma era que en caso de existir beneficios estos deberían reinvertirse de modo preferente para crear nuevos puestos de trabajo entre los asociados, amén de limitar la jornada laboral a treinta y cinco horas semanales.


V Se multiplican las secciones productivas.

Pero volviendo al tema del ahorro, otra estrategia de la asociación consistió en realizar un estudio contable pormenorizado de cada una de las necesidades de los cien miembros –desde la alimentación hasta los detergentes, pasando por el agua o el gasoil–, llegando a la conclusión de que en algunas de estas partidas el volumen de compra era suficientemente importante para  constituir una sección específica de producción. Así se creó el huerto ecológico, con gallinero incluido, que surtía de alimentos sanos y frescos a la asociación: pimientos, tomates, pepinos, melones, huevos, conservas, carne o cereales libres de una infinidad de toxinas industriales.
Dos miembros de la asociación, que disponían de un pequeño terreno, planificaron la cosecha para abastecer la demanda mediante la entrega de cestas periódicas con productos ecológicos de temporada, cultivados sin pesticidas ni herbicidas. Y, en el caso de la carne, sin necesidad de someter a pollos y gallinas al terrible estrés de vivir hacinados y enjaulados de modo permanente, como si se trataran de simples máquinas de producir carne y huevos, en vez de seres vivos.   
Otra sección que se estimó conveniente crear fue un servicio de cocina, debido a que preparar la comida cada día era una actividad incómoda: prever, comprar, guisar, fregar, etc., en la que se invertía excesivo tiempo y dinero  cuando se hacía de forma individual. Cincuenta personas acordaron y encargaron a la sección de cocina un menú básico que podría realizarse en enormes ollas a fuego lento. De este modo se pudieron crear dos puestos de trabajo de cocineros cuyos platos costaban tres euros a los socios, y que también se ofrecían al público exterior. Fue tal  la acogida que recibió el proyecto entre la población que pudo incorporarse a un nuevo socio. Al adquirir los productos a la sección hortícola se abarataban costes y se garantizaba su calidad y sabor.
También se consideró la posibilidad de sustituir un importante número de calderas de gasoil por otras de biomasa, donde con los propios sarmientos triturados y prensados en unos dispositivos artesanos se pudieran abastecer de combustible. Un último ejemplo de ahorro se realizó con el material escolar, toda vez que la junta de comunidades había renunciado a su programa de gratuidad. Los libros se compraban también al por mayor, estableciéndose un sistema de traspaso, tras ser usados, entre los hijos de los socios. No me referiré a la promoción de viviendas de protección oficial construidas por la propia cooperativa, por tratarse de un capítulo excesivamente prolijo.
Ni qué decir que los autónomos vinculados a la asociación vieron beneficiados sus negocios con una clientela segura y fiel, siempre lógicamente dentro de los márgenes de calidad y descuentos negociados con la asociación.
Se creó también, cómo no, un yacimiento de empleo, que ayudaba a encontrar trabajo a los socios desempleados, estudiando cuidadosamente las necesidades que pudieran estar sin cubrir dentro de la asociación, en los negocios de los asociados, o en el mercado laboral local y de los pueblos colindantes. Y así nacieron secciones cooperativas de ayuda a domicilio,  pintura, creación de páginas web, fontanería, venta de bienes de segunda mano y hasta una pequeña editorial. Se tenían en cuenta para ello las aptitudes de los desempleados, sus intereses y experiencia, y en algunos casos se les aconsejaba la realización de cursos de formación.
Facilitaba la contratación externa de miembros asociados el que fuera una consigna estatuaria que todos los bienes y servicios producidos por la cooperativa debían ser realizados al mejor precio y con la máxima calidad, prontitud y respeto al cliente, como corresponde a productores libres y honrados. De ese modo el prestigio de la cooperativa pronto se difundió por todos los rincones y se incrementaron sus socios y clientes.
No conformes con modificar políticamente el entorno mediante sus decisiones económicas, los más comprometidos gestaron en sus ratos libres un servicio de información y denuncia pública, que proponía a la asamblea protestas, sabotajes o campañas colectivas contra todo aquello que se estimaba injusto y abusivo: un médico que trataba mal a sus pacientes, una compañía de móvil que realizaba propaganda agresiva, un desahucio, el maltrato animal, la venta de productos trasgénicos o una decisión del gobierno que recortaba derechos o degradaba los servicios públicos.
 Así se evitaba tener que hacer frente a las agresiones del sistema de manera individual y se incrementaba la eficacia de las acciones reivindicativas. El fin no era crear una fortaleza autárquica en la que evadirse de las presiones externas, sino un foco de conciencia y resistencia cívica, una herramienta eficaz de trasformación social.
  

VI. Practicando la reciprocidad. El banco de tiempo.

Aparte de abaratar los bienes procedentes del exterior y generar empleos en el interior, la asociación decidió crear un banco de tiempo para intercambiar servicios entre los asociados. Llegado el momento hasta se planteó acuñar una moneda social propia, convertible en euros, para tasar los bienes y servicios entre los socios y hacer posible que la riqueza se quedara en el mismo lugar donde se produjo. El tiempo de trabajo necesario para realizar un servicio, medido en unidades horarias, sería la base del precio.
Los miembros de la asociación, mediante este sistema canjeaban horas de jardinería por horas de canguro, clases de matemáticas por declaraciones de la renta, pequeños arreglos de albañilería por horas de planchado de ropa, acompañamiento de ancianos por nociones de esparto, recogida de niños en el colegio por trasportar al hospital a enfermos de diálisis. Además, periódicamente, se intercambiaban conocimientos sin coste económico alguno: didácticas iniciaciones a Internet, técnicas de resolución de conflictos, clases de yoga, inglés, fotografía, pintura, historia, bolillos, economía, manualidades o filosofía.
De este modo los talentos y capacidades de los miembros se multiplicaban exponencialmente y se estimulaba el aprendizaje de todo tipo se saberes y destrezas, siendo frecuentes las actividades deportivas compartidas, muchas de ellas en contacto con la naturaleza, como el senderismo y la escalada, con lo que apenas quedaba tiempo para ver la televisión por parte de los adultos o para aficionarse a las drogas por parte de los jóvenes. Quienes gestionaban el banco de tiempo, poniendo en contacto a los demandantes con los oferentes, cobraban también en tiempo, beneficiándose de los servicios ofrecidos.
 Los valores que un banco de tiempo poseía frente a la economía formal eran los siguientes:
–Creaba un espacio de encuentro donde los miembros podían romper su aislamiento, restableciendo los lazos de cooperación tal y como existían en las sociedades tradicionales. Los intercambios generaban vínculos de confianza, compromisos cívicos y ayuda mutua, lo que incrementaba la cohesión  y provocaba un desconocido sentimiento de pertenencia.
–Estimulaba las capacidades y talentos de las personas con independencia de sus circunstancias (género, situación laboral, nivel cultural o edad) lo que aumentaba la autoestima y autorrealización personal, haciendo aflorar nuevos recursos  que permanecía invisibles para la economía formal.
– Al valorar exclusivamente el tiempo de duración del servicio igualaba en importancia todas las actividades humanas. Las horas del médico, el ministro y el banquero equivalían en un banco de tiempo a las del agricultor, el albañil o el fontanero.
–Su premisa fundamental es que las personas, sus fortalezas,  capacidades, talentos y habilidades son lo que produce la riqueza. Todos pueden ser contribuyentes y beneficiarios de esta riqueza humana.
–Se redefine el trabajo, que ya no es  limitado a aquellas actividades que producen ingresos, incluyendo con idéntica importancia actividades excluidas del mercado como el cuidado de niños y ancianos, la atención a los enfermos y personas vulnerables, la experiencia de los ancianos o simplemente hacer la comida.
–La idea de reciprocidad dignifica al receptor de ayuda, al que ya no se le considera un insolvente, el objeto de nuestra caridad. Se extiende la idea de que todos tenemos necesidades y fortalezas que pueden convertirnos en receptores, contribuyentes y donantes.
–Por último supone una importante forma de ahorro, ya que en vez de pagar como antes los servicios recibidos con dinero, se pueden adquirir directamente prestando servicios a otros, en actividades de nuestro agrado.

También los niños, los ancianos, las amas de casa y los parados participaban de un modo especial en el banco de tiempo donde se sentían útiles y no excluidos. Los niños, por ejemplo, se ejercitaban en la reciprocidad ayudándose mutuamente en sus estudios, de modo que los alumnos de los cursos superiores supervisaban y ayudaban a los de los inferiores a cambio de que estos hicieran lo propio con los que aún eran más pequeños. Los padres se sentían felices de que sus hijos aprendieran con la práctica valores de la sociabilidad y estuvieran protegidos por una red social tan amplia y numerosa.




 VII. Reducir las necesidades

Pero si existía un asunto donde los cien destacaban de modo ejemplar sobre el resto de ciudadanos era en cuanto a la relación que deseaban alcanzar con el medio ambiente. Pretendían nada menos que sustituir el paradigma de la dominación del hombre sobre la naturaleza por otro basado en la integración. Si algo los hacía peculiares era esa sensación de vivir relajados, en contacto consciente con la vida, realizando siempre los trayectos cortos andando y en bicicleta.
Eran firmes defensores de la economía del  decrecimiento, es decir, de la disminución regular y controlada de la producción económica con el objetivo de establecer una nueva relación de equilibrio entre el ser humano y la naturaleza. Rechazaban la obsesión por crecer que rige la economía capitalista, al considerarla social y ecológicamente insostenible.
Todos tenía claro el carácter autodestructivo de esta lógica, que comparte tanto el neoliberalismo como la socialdemocracia, para la que el objetivo de la política económica no es otro que facilitar el incremento ilimitado de la tasa ganancia, lo que debe implicar un aumento continuo de la producción y en definitiva del consumo, que se consigue  multiplicando artificialmente las necesidades de la población. 
Dado que la capacidad de regeneración de los ecosistemas naturales, de donde se extraen los recursos  –y vierten los desechos– necesarios para ese proceso sin fin, es limitada, tiene que haber un momento, desgraciadamente inminente, donde se producirá un colapso ecológico. De no actuar urgente y razonadamente, los países llamados civilizados llegarán a una situación de decrecimiento forzado debido a la escasez de recursos, a resultas del hundimiento sin fondo del capitalismo global.
Y si el capitalismo es incapaz, por su esencia, de frenar esta tendencia suicida debido a que el incremento de los beneficios es el motor que lo mantiene con vida, tampoco las actuales instituciones democráticas están a la altura del reto que implica exigir a sus ciudadanos la moderación en el consumo, a sabiendas del coste electoral que supondría a corto plazo.
Una sociedad adicta al consumo no permitirá que con su voto se produzca una reducción de los bienes y servicios consumidos, antes bien elegirá la máxima: después de mí el diluvio. De ese modo, la superviviencia de la humanidad dependía de que funcionara la cooperativa integral, único marco institucional en el que se puede llevar a cabo un consumo racional y sostenible, que tenga en cuenta la finitud del planeta tierra y su incapacidad para soportar un crecimiento ilimitado
Lo sorprendente del caso es que el reto que parecía un gigante invencible resulto ser tan solo la sombra proyectada de un enano. La creación de un estilo de vida basado en la simplicidad voluntaria, que apuesta por energías renovables, el reciclaje y la reducción de las necesidades,  no solo no supuso una disminución de la felicidad, sino todo lo contrario. La autorrealización, el aprendizaje del placer consciente y el cultivo del hábito de la plenitud permitieron superar el vacío existencial que crea la sociedad de consumo. Fue como un gran despertar. Pronto reconocieron que su anterior vida se basaba en una gran mentira: la ecuación entre bienestar material y felicidad. El desafío consistía en vivir mejor con menos.

VIII. Soberanía financiera. La banca ética y cooperativa.

Un problema que pronto se planteó en asamblea era cómo obtener financiación para la creación de nuevas secciones. Todos estaban de acuerdo en que en coherencia con el código ético de la asociación no podían depositarse ahorros, concertase créditos ni mantener hipotecas en bancos en los que pudieran financiarse actividades socialmente nocivas (armamentos, energías fósiles, juego, tabaco, prostitución, etc.), donde los beneficios no revertieran en empleo y mejoras sociales, los sueldos de los ejecutivos no fueran similares a los de un trabajador cualquiera, las decisiones y dividendos dependieran de la cantidad de acciones disponibles, no reinara una total transparencia en la gestión o se especulara en los mercados financieros con los depósitos de los ahorradores.
 Fueron varias las estrategias adoptadas para obtener crédito al margen de la banca tradicional y convertirse por primera vez en dueños del destino de sus ahorros. Si algo quedaba claro es que disponer de financiación debía ser considerado un derecho social fundamental, gestionado por medio de una banca pública o de forma cooperativa.
Por ello algunos socios propusieron  crear una delegación local de entidades de la llamada banca ética como Fiare, Triodos bank, Coop 57 o JAK, en alguna de las cuales ni siquiera se cobraban intereses (estimados ilegítimos dado que el banco no asume riesgos ni invierte trabajo), las directrices de la gestión se decidían de forma asamblearia, los préstamos se concedían por su interés social y no solo por su rentabilidad económica o garantías patrimoniales, se prohibía la especulación financiera, se mantenía un equilibrio entre crédito y ahorro que evitaba el riesgo de quiebra, no se financiaban actividades socialmente irresponsables, las situaciones de impago se intentaran resolver de forma negociada y los sueldos de los socios trabajadores eran decididos de común acuerdo.
Una estrategia complementaria de financiación consistió en crear una sección de crédito dentro de la propia cooperativa y vincularla con la banca ética, lo que es autorizado por la ley estatal siempre que no se comercie con el exterior. A través de esa sección numerosos socios se comprometieron a ahorrar la cantidad de doscientos euros mensuales, con los que financiarse mutuamente o capitalizar las nuevas secciones creadas, y cuyos responsables luego devolverían en periódicas amortizaciones sin intereses o en un interés convenido. La sección de crédito cooperativo se basaba en los mismos preceptos con los que se pide un préstamo a la familia o a los amigos para iniciar un negocio. Compartir el crédito y asociarse a la banca ética eran las únicas formas de garantizar la soberanía financiera de la cooperativa.


IX. Más allá de la lógica del cálculo. La ayuda mutua

No sería pertinente olvidar que cuando un miembro se quedaba desprotegido por haber agotado la prestación por desempleo y carecía de recursos de subsistencia, o una socia era objeto de maltrato, como todos conocían su situación, trataban de paliarla de diversos modos. Uno de ellos consistía en proporcionar al desempleado una ayuda básica en especie de las distintas secciones a cambio de realizar determinados trabajos necesarios para la cooperativa o contratar colectivamente un seguro de desempleo para quien pudiera necesitarlo. Mientras que la maltratada era defendida de la violencia machista con todos los medios legales y, físicos, llegado el caso. La defensa de su vida era más respetable que la ley.
 Si por algo se distinguía la cooperativa integral es porque a nadie se le dejaba desamparado ante la adversidad ni se miraba para otro lado cuando alguien sufría. No valía el “sálvese quien pueda” de su antigua vida. Por mucho que arreciara la tormenta, los cien se apiñaban para que ningún socio, vinculado a ellos por sueños y principios, quedara abandonado a su suerte.
Y es que no todo eran intercambios tasados monetariamente en tiempo o dinero, también se producía ayuda mutua de forma espontánea, no registrada en un debe y un haber. La confianza hacía que las personas fueran algo más que compradores y vendedores, algo más que un recurso con el que satisfacer una necesidad. Pronto se dispuso la primera tienda gratis, a la que todos llevaban lo que no utilizaban: ropa, libros, electrodomésticos, herramientas, para que quienes los requerían pudieran servirse de ellos sin tener que ofrecer nada a cambio. Así, por momentos, con estos pequeños gestos de entrega no calculada, disfrutaban anticipadamente de la sensación de residir en la sociedad humanamente perfecta, a la que cada cual contribuye en razón de su capacidad y recibe en función de su necesidad.


X. Los conflictos

Sería ingenuo pensar que todo era perfecto y que en la cooperativa no estallaban a menudo conflictos de cierta importancia. Envidias, suspicacias, antipatías naturales, habladurías y rivalidades se originan siempre en la convivencia. Lo que ocurre es que en organizaciones jerárquicas estos enfrentamientos se vuelven invisibles porque la parte más débil (el trabajador) tiene que someterse al dictamen de la parte más fuerte (el empresario). Dando la impresión de que un régimen autoritario, como el de la empresa tradicional, resulta más operativo en términos de competitividad que un sistema asambleario, en el que todos pueden opinar y  decidir.
Pero esto, hasta cierto punto había que contar con ello y más que un problema de la cooperativa debía ser asumido como un problema existencial irresoluble. Lo mejor siempre es más costoso que lo peor, lo injusto toma siempre ventaja frente a lo justo en su eterno combate, dado que no puede defenderse de aquél sin limitar su reacción por severas restricciones éticas. El delincuente financiero dispone de todos los medios frente al ciudadano honrado (desprecia su vida y sus derechos), mientras que éste no admite todos los medios frente a aquél, al considerarlo, a la par que delincuente, persona.

  El conflicto, además de inevitable, debía ser interpretado como una oportunidad para estimular el crecimiento moral del grupo, para aquilatar las decisiones con todos los puntos de vista y ángulos disponibles. No obstante algunos conflictos podían convertirse en peligrosos si se personalizaban –sobre todo por la existencia de miembros extremadamente susceptibles, belicosos o egocéntricos– o se corría el riesgo de que dieran lugar a grupos rivales que aspiraban a ser hegemónicos.
 Sería imprescindible un largo proceso de adaptación después de haber aprendido durante toda la vida a relacionarse entre sí en un entorno extremadamente hostil e individualista. La lógica capitalista no solo reinaba en el exterior sino que había conformado las motivaciones interiores. No era fácil que de la noche a la mañana los  socios asumieran mutuamente las necesidades de los otros como si fueran propias. En ello consistía el reto personal del proyecto, la transformación personal desde un sistema de relaciones basado en una lógica de suma cero: “si yo gano tú pierdes, si tú ganas yo pierdo” a otro de carácter cooperativo sustentado en el axioma: “si yo gano tú ganas, si tú pierdes yo pierdo”. Resultaba costoso al principio ver al otro como un colaborador y no como un rival.
La transparencia en las cuentas y la toma de decisiones en asambleas buscando la unanimidad antes que la mayoría  crearon un clima de confianza mutua, pero lógicamente aparecieron conflictos puntuales de carácter personal, que hubieron de afrontarse con franqueza, evitando la dramatización, la suspicacia y el orgullo.
Aparte de estas recetas de sentido común, la cooperativa habilitó instrumentos específicos para prevenir y abordar los enfrentamientos. Todos los avances de la psicología y la sociología, un arsenal de tecnologías grupales facilitadoras de la comunicación, fueron puestos al servicio del proyecto. El éxito pivotaba sobre la formación de los socios en técnicas de resolución de conflictos,  talleres de cooperación y trabajo personal. También se constituyó una comisión permanente de mediación, que ponía cordura cuando la comunicación entre las partes se hallaba bloqueada por un exceso de emocionalidad. 
Algunas de las decisiones que más resentimiento podían generar, como dirimir cuál de los socios desempleados ocuparía un puesto vacante, se externalizaban en un órgano externo de arbitraje elegido por todos, que aplicaba los criterios consensuados por la asamblea. Así la frustración de administrar la escasez se canalizaba hacia el exterior. Se aprobó asimismo, como está previsto en la ley de cooperativas, un régimen disciplinario que penalizaba los comportamientos  lesivos para los demás.
Una buena medida de prevención se cifraba en la exigencia estatutaria de un período de prueba para aquellos que deseaban incorporarse a la cooperativa antes de ser considerados miembros de pleno derecho, mostrando en este tiempo su contribución al clima habitual de convivencia. Sería ingenuo ignorar que existen personas que, por cuestiones de carácter o trayectoria vital, son altamente proclives al conflicto, ya sea directamente o indirectamente, esparciendo chismes o avivando rivalidades. Había que aprender también a detectar a los oportunistas entre quienes decían aspirar a la condición de socio, cuyas motivaciones solo eran interesadas y no estaban sustentadas en principios de auténtico cooperativismo.


XI. No solo de pan vive el socio. Las fiestas comunes.

Terminaré, para no hacer indefinida esta exposición, señalando que no todo era trabajo; la familiaridad entre los cien generó una simpatía que periódicamente encontró su espacio y tiempo propicio. Me refiero a las fiestas comunitarias, deliberadamente vinculadas a los ritmos naturales, que comenzaban por la mañana con un surtido mercado que simbolizaba la abundancia de la riqueza colectiva, al que estaban invitados todos los vecinos del pueblo; y que acababa con música y bailes que se prolongaban hasta altas horas de la madrugada. 
Hasta surgió, por qué no decirlo, en algunos miembros una corriente de sutil y natural espiritualidad sin dogmas, dioses ni iglesias, que festejaba el maravilloso milagro de la vida y la conexión entre todos los seres, descubriendo con plenitud, en todas partes, la abundancia de valor de lo real. El velo instrumental y mercantil que recubría su anterior relación con la naturaleza fue dejando paso a una espontánea actitud de reverencia. El planeta se volvió digno de amor. Huelga decir que se respetaban todos los credos y sensibilidades. Unos practicaban la meditación, otros se sentían más vinculados a los ritos locales o abiertamente se declaraban ateos, sin que la diversidad en cuestiones de sentido constituyera un motivo de discordia. La libertad personal era un valor tan central como la cooperación.
                 

XII. Infección de amor en el sistema

Cabe suponer que el resto de ciudadanos, y esto era con todo lo más valioso del proyecto, al darse cuenta de que el experimento social funcionaba, y que aquellos cien con quienes se encontraban a menudo en el trabajo, el bar o la familia, gozaban de un mayor grado de autonomía personal, satisfacción vital y protección comunitaria, querrían agregarse o formar su propia cooperativa integral.
Al tratarse de una ejemplo generalizable, susceptible de interconectar multiplicidad de nodos independientes en niveles crecientes de complejidad, permitía vislumbrar en el horizonte un vasto movimiento de transformación social, los sinérgicos focos de un incendio que se extendía a través de un entramado de instituciones económicas y políticas capaces de alumbrar una sociedad igualitaria, no capitalista. 
Un nuevo sujeto radial plenipotenciario, articulado por una masa crítica de ciudadanos educados en un entorno no corrompido por la codicia y la desigualdad, estaría en mejores condiciones que los actuales votantes para ejercer una influencia decisiva sobre las obsoletas instituciones del sistema, al que obligaría a transformarse en una democracia real. Sus vidas, antes fútiles a sus ojos, servían ahora nada menos que al propósito de inventar un tejido socialmente vivo capaz de regenerar el  agotado cuerpo de la multitud.
Y aquí interrumpo la historia de cien personas, que podría ser interminable como la vida misma. Personas que al decidir cooperar habían logrado disminuir el coste de sus necesidades, generar empleos dignos, consumir de forma crítica y transformadora, influir más decisivamente en el entorno, recuperar una sensación de valía social y pertenencia, incrementar sus conocimientos, recursos y habilidades,  aliviar su sentimiento de soledad, mejorar sus habilidades sociales, minimizar su dependencia respecto a una forma de vida que no compartían, superar su indefensión aprendida, vivir más en coherencia con sus principios e ideales y rodearse de gente con mayor calidad humana.
Y sobre todo haber disfrutado antes de morir, a pequeña escala, de la sociedad con la que soñaban en su juventud,  demostrando con hechos y no con palabras que otro mundo es posible, que el capitalismo es tan solo un suceso pasajero en la historia del hombre y que, por fortuna, existen alternativas. Y así termina la gesta de cien personas, cien ciudadanos normales, que a sabiendas de que se enfrentaban al más sofisticado sistema de dominación de todos los tiempos, no perdieron, por su lucha, la decencia. Y comieron perdices -no de granja- y resistieron felices. 


COMO NO SABÍAN QUE ERA IMPOSIBLE, LO CONSIGUIERON