La decisión del alcalde de Buñol de
cobrar cinco euros a los turistas que asistan masivamente a la tomatina, televisada en el noticiario del mediodía unos instantes después de los altercados del 25
S, ha suscitado en mí un proyecto insurreccional de largo alcance que paso a
exponer:
Diré como base política previa a la exposición de la técnica defensiva que intento promover, que lejos
de una visión roussoniana del mundo, según la cual el ser humano es bondadoso
por naturaleza, desde hace tiempo estoy
convencido de que la libertad no puede subsistir sin el uso organizado de la
fuerza. Por desgracia sospecho que siempre habrá una minoría que pretenderá
ejercer dominación sobre sus semejantes,
sea por codicia, vanidad o cualquier
otro motivo. Amarga certeza que me ha llevado a respetar escrupulosamente a los
cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, a los que juzgo, frente a posiciones
anarquistas, como ejecutores de una
misión antipática pero socialmente necesaria: la de velar, a mamporrazos
proporcionados, por nuestros derechos y libertades.
Lo que nunca pude imaginar es que
esa minoría pudiente, de cuya codicia debían protegernos, lograría controlar,
mediante sutiles mecanismos financieros, las altas instituciones del Estado en
perjuicio de los ciudadanos corrientes –aunque buena parte de éstos,
por interés, manipulación, temor o ignorancia, sigan creyéndose representados.
La neutralidad de policía y guardia
civil, subordinada a autoridades civiles y no militares, que constituye el
éxito indiscutible de la transición, suscita en este momento, por las
circunstancias señaladas, una terrible paradoja: las fuerzas
del orden, al obedecer a un gobierno secuestrado por los mercados, acaban
convirtiéndose, tal vez a su pesar, en fuerzas represivas, que lejos de garantizar
nuestras libertades apuntalan nuestro sometimiento, que lejos de defender la
democracia impiden su rescate, que lejos de servir al pueblo soberano colaboran
de forma leal en su tiranía. Pero ¿qué
tiene que ver esto con la tomatina?
Si estas convicciones son ciertas,
el problema no solo es de índole política sino táctica, estratégica ¿Cómo pueden
ciudadanos inermes enfrentarse a cuerpos armados de una forma efectiva y pacífica, cuando estimen que limitan de un
modo abusivo sus acciones de protesta, sin generar lesiones ni incurrir en dolosas
consecuencias penales? La solución está en un arma química ancestral conocida
como Solanum lycopersicum: el tomate.
Una multitud indignada, cada uno de
cuyos miembros fuera provisto de un cestillo de tomates, podría enfrentarse con
éxito a un pelotón de antidisturbios. La
infantería de lanzadores de esta jugosa baya bañaría en pocos segundos en caldo
rojo los cristalinos cascos de sus oponentes armados, impidiendo su visibilidad
y ralentizando sus cargas a ritmo de cine cómico, por el riesgo de resbalar en una superficie gigante de pisto manchego.
Tal vez no se conseguirían tras el
primer mojete los objetivos políticos
previstos, pero el terapéutico disfrute de los asistentes estaría asegurado, los
indignados podríamos al menos descargar nuestra ira y no venirnos a casa
humillados y cabizbajos por las cargas policiales. La dimensión de la mancha
roja permitiría determinar aproximadamente el número de participantes de forma más certera que la empleada por la delegación del
gobierno.
Todos serían ventajas. Las
propiedades químicas de esta autóctona herramienta bélica impiden que se generen suciedades estables
en las paredes de los edificios y se retira con relativa comodidad del asfalto.
Los tomates no tienen punta ni dureza, son armas blandas, casi lánguidas, que
se despanzurrarían generosamente contra la pétrea consistencia de los cascos,
porras, perros, caballos y escudos de los antidisturbios. Además de representar,
por su esfericidad, la sociedad perfecta, y por su color rojo, al noble movimiento
obrero. Nadie podría acusarnos de militarizar las revueltas, al no ser un general sino un chef quien comandaría la resistencia tomatada.
Con el afán punitivo que lo
caracteriza, el PP y su ministro Gallardón modificarían a buen seguro en el próximo
consejo de ministros el código penal, ajustando las penas al grado de madurez
del tomate. Los tomates verdes solo deberían usarse en caso de extrema
necesidad, por ejemplo frente al lanzamiento de pelotas de goma de similares
dimensiones o ante personalidades de mollera dura, como Cospedal, Esperanza Aguirre o José Ignacio Wert, que repelerían el impacto.
Sé que no soy original en mi
planteamiento ni creo estar pervirtiendo la naturaleza esencial de esta
hortaliza. No debemos olvidar que además del interés gastronómico, el tomate ha
tenido siempre una función sociopolítica fundamental. No por casualidad cuando
los actores representaban mal la comedia eran tomateados sin piedad por el
público, que se erigía de ese modo en verdadero pueblo soberano.
Si unimos todas las piezas con el 25
S ¿Por qué no asistir masivamente, siguiendo esa venerable tradición arrojadiza,
al congreso de los diputados a proyectar una tonelada de tomates –pochos–
contra esos pésimos actores que nos gobiernan? Por menos de los cinco euros que
nos quiere cobrar el alcalde de Buñol les mostraríamos de forma ácida nuestra repulsa. Compañeros
indignados, enfrentemos la dominación con el residuo carnoso de un gazpacho
andaluz.