Hace tan solo unos días un anciano curtido de esos que siempre se han creído muy
hombres, se preguntaba en un bar, en voz alta y con un matiz de
irónica censura, qué significaba “orgullo gay”. Aquel pobre
intolerante había llegado a la vejez sin entender nada, con el mismo
grado de estupidez adquirida que se nos había inculcado a todos en
una época oscura, que tuve mucho gusto en ayudarle a recordar.
Si
hubiera de destacar, –le dije– una de las cosas más terribles y
crueles de mi adolescencia, allá por los ochenta, elegiría sin duda
el modo en que la sociedad trataba, o mejor dicho: maltrataba, a sus
homosexuales.
Desde
la escuela a la familia, desde la pandilla al trabajo, desde la
iglesia al Estado, toda una inmensa
guillotina de medias palabras, de ofensivos silencios, de burlas, de
patéticas fanfarronadas, de chistes de mal gusto, de angustia
reflejada en los rostros de tus seres queridos, nos precavía a todos
del terrible riesgo que suponía encontrarte un día con que tú eras
uno de esos, un innombrable: un maricón.
Maricón, que en el
lenguaje de esas mentes sádicas y reprimidas significaba depravado,
digno de vergüenza y escarnio público, error de la naturaleza, cosa
ridícula a la que se puede, e incluso debe, despreciar abiertamente,
engendro obsceno y nauseabundo del que había que guardarse o quitar
del medio, golpear si fuera necesario, porque no merecía ni si
quiera la categoría de persona.
No
puedo mirar atrás sin sentir dolor, incluso sin experimentar un
punto de remordimiento –porque todos éramos a la vez víctimas y
verdugos de aquella siniestra persecución– por tanta amargura innecesaria, por tantos seres de
nuestro entorno: colegas, compañeros, amigos, en algún caso hijos,
tal vez padres, que tuvieron que esconder su identidad sexual por
culpa de esa ideología enferma de machos inseguros y acomplejados,
que odiaban a la mujer hasta dentro de ellos mismos, de sacerdotes
hipócritas que satanizaban la homosexualidad travestídos de sotana,
de maestros, médicos y psiquiatras que pretendían definir la
normalidad y la salud sin reconocer que los incapacitaba para el
oficio el terrible trastorno de homofobia que padecían –porque
no hay mayor trastorno que el de tratar de impedir a otros seres
humanos que sean fieles a sus inclinaciones naturales.
Es
por ello que el sábado 20 de julio de 2013, la primera fiesta del
orgullo gay en Mota del Cuervo, será recordado como un día
verdaderamente grande, tan grande como pueda serlo la semana
santa,
la traída o el corpus
para otras mentalidades, porque será el día en que una nueva
generación de jóvenes, crecida al amparo de la tolerancia y el
respeto, proclamará de un modo público y festivo que todas las
orientaciones sexuales son igualmente legítimas, que solo los
intolerantes están fuera de lugar y que nadie, absolutamente nadie,
tiene derecho a poner puertas al amor.