Más allá de los escándalos, costes y corruptelas que
se le puedan imputar al caso concreto, o de las simpatías y antipatías que el personaje nos pueda generar, la monarquía es en sí misma un engendro
antidemocrático.
·
Plantea que la
legitimidad de la jefatura del Estado se trasmite por medio de los genes y no
por medio de los votos.
·
Establece el
privilegio de una familia sobre el resto de ciudadanos, destruyendo el principio
de igualdad que funda una sociedad democrática.
·
Pone a un sujeto
por encima del imperio de la ley, vulnerando el estado de derecho. La
inviolabilidad del monarca implica que no puede ser juzgado por ningún tribunal
ni se le puede imputar delito alguno. Al no estar sometido al código penal podría
cometer pedofilia, violación o asesinato sin contraer ninguna responsabilidad.
·
Imprime carácter
vitalicio al cargo, impidiendo su saludable renovación cada cuatro años como el
resto de poderes del Estado. Todo poder vitalicio acaba generando corrupción.
·
Es machista al
privilegiar al heredero varón.
·
Admite el absurdo
de dejar la máxima autoridad del estado al albur del azar genético –solo nos
queda rezar para que el heredero no sea manifiestamente necio, incompetente o malvado–,
violando el principio de elección racional que prima el mérito y la capacidad de
los candidatos.
La monarquía es, en suma, una institución premoderna, un fósil
histórico, que prioriza la sangre sobre el sufragio y sanciona jurídicamente el
derecho divino de cuya ficción surgieron los Borbones. No discutiré si la monarquía
fue necesaria en la transición como modo de conjurar las amenazas del
franquismo, el precio que una democracia todavía inmadura y atemorizada por los
poderes reaccionarios hubo de pagar para consolidarse, pero no se puede hacer
de la necesidad virtud y pretender que en las actuales circunstancias, cuarenta
años después, siga teniendo sentido.
Tras la abdicación ha llegado la hora de que el pueblo,
en un acto de plena soberanía, liberado del miedo y de la minoría de edad, decida
mediante referéndum el modelo de estado
que prefiere. De lo contrario, el rey Juan Carlos –por mediación de sus súbditos
parlamentarios–, legitimado por salvar la democracia de un golpe de estado, logrará,
imponiendo la sucesión sin consulta, dar
un golpe de estado a la democracia.