He de decir
que el título de este relato es todavía una ilusión, un acto de confianza en la
vida, la esperanza de que la agudeza de este dolor que siento, la aspereza de
esta herida tras 48 horas de la muerte de mi perro Xandro, pueda cicatrizar. Se
que la vida obrará el milagro de que la
desolación deje paso a un recuerdo alegre de lo que fue nuestra vida con él. No escribo por placer sino por necesidad, pues cuando la tristeza sobrepasa cierto
umbral es imposible pasar página y retornar a la vida normal. La tristeza dice:
Párate.
A quien no
haya sentido nunca el dolor por la pérdida de un animal puede parecerle absurdo,
enfermizo, frívolo e incluso indecente padecer
tan intensamente por un ser de otra especie. No voy a justificarme ni voy a
comparar afectos. Tal vez lo sea, pero no me importa. Siento lo que siento y
basta.
Sí que tengo
que decir sobre ese particular a modo de reflexión, antes de continuar con la
historia, que estoy convencido de que lo hace peculiar la relación afectiva con
un animal cuando se convierte en un miembro de la familia es que, a diferencia
del resto de miembros, el ciclo de su vida es notablemente más corto, de modo
que al principio recuerda la relación con un hijo o un nieto y al final con un
padre o un abuelo. Los ves nacer y los
ves morir en el espacio máximo de trece a veinte años, a diferencia del ciclo
natural humano donde, salvo enfermedad o accidente, morimos antes que nuestros
hijos y después que nuestros padres. Esto provoca un tipo de sentimientos
únicos tras su muerte.
También estoy convencido de que la intensidad
del vínculo no depende de la especie sino de otros factores. Pues a pesar de
que la relación con un animal no es tan rica ni profunda como la que se
establece con una persona, es tal el nivel
de incondicionalidad de la respuesta afectiva del animal que supera en no pocas
ocasiones al humano. Una mascota nos proporciona un amor incondicional y
constante y mueve en nosotros un caudal de ternura que a veces nos cuesta
expresar en otro tipo de relaciones. No hay un solo día, una sola vez, en que
al vernos Xandro no se volviera loco de alegría, moviendo la cola con
entusiasmo y serpenteando el cuerpo para robarnos una caricia. Nadie dudará de lo que
podemos sentir tras la muerte de un recién nacido o de un hermano con
discapacidad severa y sin embargo ese afecto no puede explicarse por ningún
factor exclusivo de nuestra especie como la comunicación por medio del lenguaje.
Por último, el tener que decidir el
momento de su muerte añade otro elemento que puede complicar el proceso de
duelo. Pues siempre puede surgir la duda de en qué medida ha sido nuestro sufrimiento
o el suyo el que ha pesado más en la
decisión.
Xandro
-Xandrín-, un pastor alemán de color fuego, llevaba con nosotros quince años, a
veces de broma le llamábamos Xandrusalén por su elevada longevidad en
referencia a ese personaje bíblico, Matusalén, del que dicen las escrituras
vivió 969 años. Como vivimos en medio
del campo, él no hacía vida con nosotros dentro de la casa, salvo en el hall de
entrada, su reino estaba en el exterior, donde moraba libremente rodeado de
conejos, grillos, pinos, matorrales y
estrellas. Queríamos diferenciar de ese modo que, por mucho que lo quisiéramos,
se trataba de un animal. Era un perro
autónomo y resistente, jamás enfermó, y se enfrentaba al frío y al calor según
le dictaba su instinto. Cuando el frío arreciaba se metía en la caseta del
porche, cuando el calor estival era más intenso tenía un recorrido determinado
en forma de ritual, tumbándose sucesivamente en los espacios donde corría más el
aire y era más intensa la sombra. Su preferido era una tupida enredadera junto
a la sala de meditación, donde al abrir la puerta se veían sus ojillos curiosos
mirándonos fijamente. Pues salvo en los momentos donde el clima era más duro
siempre se sentaba junto a la ventana más cercana a donde nosotros estábamos o
en el umbral de la entrada. Él había elegido su lugar en la familia-manada.
Como un perro
fuerte y vital, desde chiquitín le
gustaba darse enormes paseos con nosotros por los caminos que rodeaban la casa.
Era tal su energía que a veces para cansarlo íbamos en bicicleta y no solo
seguía el ritmo, sino que le quedaba potencia
para correr de aquí para allá a ambos lados del camino tras liebres y conejos a
los que por supuesto jamás daba alcance. Era una gozada verle correr, asistir a
ese derroche de vitalidad.
Pero la
energía siempre tiene un cenit insuperable a partir del cual se inicia un lento
descenso. Primero dejó de correr detrás de los conejos, después ya no podía
seguir a las bicicletas, más tarde nos acompañaba andando, tiempo después se
iba quedando ligeramente atrás y finalmente era incapaz de seguirnos, por lo
que al final lo teníamos que atar en la puerta de la casa para que el pobre no
nos siguiera, pues no dejaba de intentarlo. Eso sí, Coral, con infinita ternura
le decía, acercándose a el: “Xandrin, guarda la casita mientras venimos”. Y por
raro que parezca se quedaba conforme.
Los últimos
años iba perdiendo vitalidad y movilidad. Una pata que se le había fracturado
en un accidente dejó de funcionarle y empezó a andar con solo tres
extremidades. Nos producía una indecible compasión verlo así, pero nos
consolaba pensar que él, a diferencia de los humanos, vive en el aquí y el
ahora y no siente añoranzas de sus años jóvenes ni le angustia el temor a la decrepitud. Sin
necesidad de ir a ningún taller tibetano practicaba mindfulness de forma
natural. Vivía plenamente en el presente.
Durante años,
y esta es una de las cosas que tendré que perdonarme, de tan cercano y familiar
que era, de tan cariñoso e incondicional, dejé de verlo, se volvió invisible
para mí. Estaba demasiado absorbido en proyectos que despertaban mi entusiasmo
como para centrar mi atención en un peludo, a excepción de situaciones críticas como cuando lo
atropelló un coche, que me costó llevarlo ensangrentado al veterinario de
urgencia para que lo curaran, o cuando tuve que golpear a un pitbull violento
con una piedra en la cabeza -tratando de causarle el menor daño- para que
soltara su cuello y evitarle la muerte. Aunque existía cierto riesgo de que el
pitbull me atacara en aquel descampado, nunca dudé en lanzarme sin paracaídas
en su ayuda. Yo era su protector en las
situaciones críticas. Era Coral la que lo colmaba de afecto y atenciones. Y por
la que sentía una indiscutible preferencia, que jamás me provocó celos. Es más,
me gustaba decir que esa inclinación demostraba que era un perro con gusto e
inteligencia. Sabía elegir al líder de
su manada.
Por mucho que
los perros se parezcan entre sí, quien tiene mascota sabe que todas son
diferentes, tienen rasgos y gestos únicos como las personas. Destacaré, para
que nunca quede en el olvido, un gesto de felicidad y pillería cuando sabía que
íbamos a jugar, arqueaba la cabeza hacia detrás mirándonos al tiempo que se
impulsaba hacia adelante. Es imposible de explicar o describir ese gesto suyo
tan característico. O cuando cruzaba las patas delanteras al sentarse adoptando
una posición señorial, o su debilidad por las uvas y los higos, o sus peleas
con las urracas, o cuando saltaba a una
gruesa piedra para que Coral lo peinara, o cuando nos mordía la mano
cariñosamente sin apretar, o nos saludaba por orden de preferencia cuando
volvíamos los dos en el coche, o se tumbaba como un chico bueno mirándonos de
reojo en las reuniones con amigos o se iba de parranda durante días en busca de
perras en celo. Cuando estos recuerdos vienen a mi cabeza me producen un dolor
indescriptible. Tal vez porque aquellas cosas que expresan la singularidad de
los seres que amamos, que los hacen únicos, son los que nos recuerdan esa parte
irreparable que hay en la muerte.
En todo caso
desde hacía aproximadamente cinco meses ya no hacía la mayoría de esos gestos.
Su mirada se iba volviendo más triste, sus ojos estaban cada vez más hundidos y
había perdido brillo y expresividad su mirada. La energía se retiraba progresivamente
de su ser. Empezaron a aparecer excrementos cerca de la casa, lo que era
impensable en él y en cualquier otro perro, que de modo natural cuidan su
entorno. No voy a relatar con detalle cada una de las pérdidas que se iban
sucediendo porque no quiero mortificar mi corazón. Todavía no estoy preparado.
Tan solo que por las noches entonaba una especie de lamento que tuvimos que
descartar que fuera de dolor, que perdió completamente el oído o que empezó a
tener diarrea con frecuencia. Nos pareció buena idea traerle un compañero
mientras estaba vivo para no privarle de esa experiencia, Yako se llama, un
cachorro de pastor alemán, lo que resultó un error pues teníamos que tenerlos
separados ya que el cachorro se le abalanzaba queriendo jugar y lo tiraba al
suelo, dada su inestabilidad.
Fue la
simultaneidad de aquellas dos mascotas, que representaban la niñez y la
senectud, la potencia de la vida y la decadencia, el inicio y el final del
proceso de la vida lo que me despertó por segunda vez -la primera fue cuando
desapareció durante diez interminables días
que me hicieron comprender la importancia que aquel chucho adorable
había adquirido en mi vida. Sí, la
palabra es despertar. De repente comprendí, por contraste con Yako, que Xandro
estaba en el ocaso y no tardaría en dejarnos. Sobre ese fondo de impenetrable
oscuridad que es la muerte, la vida de ese perro anciano que nos había
acompañado quince años, de pronto brilló para mí con una intensidad desconocida.
Esa fue la primera enseñanza que le debo: la proximidad de la desaparición
confiere a los seres que amamos un valor
tan extraordinario que de no saber manejarlo puede destruirnos. Me estoy
refiriendo a la culpa.
Me sentía
culpable por no haberme dado cuenta antes de todo lo que lo quería y de lo
maravilloso que era lo que nos daba: todo
su ser a cambio de tan solo un poco de mimos y atención. Los días en que se acercaba a mí con la
pelota en la boca cuando llegaba del trabajo, invitándome a jugar, y yo no le
hacía caso por estar ocupado en mis cosas aparecen en mi mente con indecible
dolor, provocándome un tormento del que solo podré liberarme comprometiéndome a
no volver a ignorar a ningún otro ser: pareja, padres, hermanos, hijos, amigos,
pues ellos son más importantes que cualquiera de los proyectos que haya
realizado. Y entendiendo que aquel Feliciano ya no existe, ya no es el de hoy,
pues tras una experiencia de despertar ya no eres la misma persona. La culpa,
cuando ya no hay forma de repararla, es como un virus que infecta la herida producida
por la pérdida y retarda el duelo. Y es
difícil librase de ella cuando el ser que nos deja jamás nos juzgó, jamás nos
reprochó, jamás nos exigió. Aun así, no debemos instalarnos en la culpa, más
allá de escuchar lo que pueda enseñarnos. Debemos aceptar que siempre estaremos
en deuda con los que se han ido, nunca comprenderemos totalmente el valor de
los seres que amamos mientras permanezcan vivos y sanos junto a nosotros. Apreciar
las cosas cuando las perdemos forma parte de nuestra condición.
Sí, es cierto
que la fidelidad de nuestras mascotas no es un mérito, me diréis, pues es un animal, actúa involuntariamente y
por instinto. Pero eso es una pobre excusa porque también nosotros, los seres humanos, amamos involuntariamente y por instinto,
nadie elige a su pareja o a sus amigos por medio de razonamientos. No amamos a
nuestros padres ni a nuestros hijos como resultado de una deliberación, y, sin
embargo, tenemos en gran estima esos sentimientos.
Así que para
mí ese amor que Xandro nos brindaba era puro y verdadero, no era justo
menospreciarlo como un afecto de segunda tan solo por no ser de nuestra especie.
Lo cierto es que mi reacción a partir del momento en que me di cuenta de su
deterioro cambió completamente respecto a él. Es como si el corazón se me
hubiera abierto de par en par, convirtiendo la tristeza que sentía por su mal
estado en acciones que trataran de aliviar y compensar su decadencia. Curaba su
diarrea, le hacía un guiso de pollo con arroz todas las tardes para que
disfrutara de la comida y no solo se alimentara, le limpiaba con una esponja todas
sus partes húmedas para que no le acudieran las moscas, le construí una
mosquitera, lavaba sus ojos cada día con manzanilla, suspendí mis vacaciones de
verano para estar cerca de él, jugaba con él todo lo que podía con una vieja
pelota – al él no gustaba traer la pelota sino que fuera yo a quitársela-, le
daba antiinflamatorios si sospechaba el más mínimo dolor, hasta le quitaba con
unas pinzas las larvas de mosca que habían anidado en una herida, actividad
repugnante incluso para los veterinarios, y que lejos de asco me producía una enorme
felicidad al saber que estaba aliviando su dolor.
Xandro me
enseñó a reconocer mi capacidad de amar, también que el amor no tiene otra
medida que las acciones que somos capaces de llevar a cabo para aliviar el
dolor y contribuir a la felicidad de quien amamos. Todo lo demás es poesía barata, a la que yo estaba muy acostumbrado, creyéndome buena persona por la
fuerza de mis sentimientos altruistas y mis ideales, y que pocas veces habían
descendido a limpiar excrementos, curar heridas o desplazar en mis brazos un
pesado cuerpo cuando no podía subir una pendiente.
Coral estaba
sorprendida de mi reacción. Mi devoción por Xandro la tenía perpleja. Ella lo
había visto desde el primer día, su manera de amar es más sensata, constante y
realista que la mía, pero carecía de mi casi histérica emocionalidad. Cuando
empezó a hacerse sus necesidades encima y perdió el control de los esfínteres
ella unió a su tristeza una inevitable sensación de asco por esos fluidos que
acompañan a la vejez en sus últimas etapas. Le pedí que me dejara a mí ese
cuidado íntimo, pues era tal la brutalidad de mi afecto, mi deseo de recuperar
el tiempo perdido, que gozaba haciéndome cargo de las tareas más ingratas. Me
daban la oportunidad de expresar y experimentar la fuerza de mi cariño.
Sabíamos que
el momento se aproximaba, pues cada semana estaba más deteriorado y temíamos no
acertar en el día y la hora de dejarlo marchar. Lo que sí teníamos claro es que cuando ya no gozara de un mínimo de calidad
de vida sería un acto de egoísmo y crueldad por nuestra parte retenerlo junto a
nosotros. Mi postura era que mientras no perdiera el apetito, fuera receptivo
al afecto y no experimentara dolor debíamos mantenerlo con vida, aunque se
pasara casi todo el día inmóvil y dormitando y apenas pudiera desplazarse por sus tres
lugares de descanso en el verano tórrido de 2020. Coral, que había ido haciendo
el duelo poco a poco, tal vez más generosa que yo, pensaba que una vida sin
energía y casi sin movilidad ya no era una vida animalmente digna. Pero quería
que fuera yo quien tomara la decisión.
Una mañana,
el 24 de agosto, me despertó muy pronto preocupada por el sonido que tenían sus
lamentos, indicaban claramente dolor, pronto me di cuenta que de nuevo las malditas
moscas habían puesto huevos en una herida cerca del pene, que se sumaba al hecho de que desde hacía dos días hacía sus necesidades sin
darse cuenta mientras estaba tumbado. Había llegado el momento terrible que
había estado temiendo y que lograba disimularme a mí mismo mientras hacía y
hacía y hacía. Ocuparme de él con tanta solicitud aliviaba mi dolor, distraía
mi mente y me hacía sentir que mi amor no
había llegado demasiado tarde. Rápidamente le di un antiinflamatorio potente
para quitarle el dolor y concerté una cita con la veterinaria para dar un fin
digno a su vida. Le rogué, ya que vivimos en el campo, que la eutanasia se
produjera en su propio espacio, en su hogar. Pues la idea de llevarlo a un
lugar frío como una clínica, esperando junto a otros perros, para darle muerte,
en un ambiente extraño, donde sentiría ansiedad y terror, para acabar sacándolo
metido en un saco, ni era digno para él ni soportable psicológicamente para
nosotros.
Sobre las 4
de la tarde nos dijo que en unas cuatro horas aproximadamente, sobre las ocho, le
practicaría la eutanasia, una vez
comprobara las condiciones del animal. Le mandé por whasapp videos de su
estado y no tuvo duda de que había llegado el momento. Esas cuatro horas que
pasaron desde que la decisión estaba tomada hasta que se llevó a efecto
pertenecen a nuestra intimidad y apenas tendría palabras para describir todo lo
que se movió en nuestro corazón. Le dimos los manjares que más le gustaban, los
protegimos con una mosquitera como si fuera un sultán, y nos sentamos a su lado
todo el tiempo acariciando su cabeza. Había una mezcla de tristeza desesperada
y ansiedad porque se produjera cuanto antes el desenlace. La tensión era apenas
soportable. Una de las cosas más duras fue
tener que apartarme para cavar la tumba donde le íbamos a enterrar horas más
tardes. Despedirse de quien está aun vivo mientras te ocupas de su cadáver es
terriblemente doloroso.
Al ver llegar
a la veterinaria se puso misteriosamente de pie y en un alarde de energía se
fue a hacer pis a una adelfa como era su costumbre, marcando por última vez su
territorio, como si presintiera su muerte. Después vino y se reclinó resignado,
como aceptando que había llegado su hora. En ningún momento perdimos el
contacto con él mientras se fue apagando. Y mentiríamos si no dijéramos que una
sensación de paz nos inundó desde que murió hasta que lo enterramos. Habíamos
participado de algo sagrado. El caos o el ser, o la nada, permítaseme la rareza del término, vomita a
los seres cuando nacen, los lanza a la existencia y al cabo de un tiempo los
reabsorbe de nuevo. Eso es todo. Se trata de un acto de verdadera creación
porque ningún ser es igual a otro, cada nacimiento representa una novedad
absoluta que no puede explicarse exclusivamente a partir de sus progenitores. En
contrapartida, cada muerte representa una destrucción absoluta, porque ese ser
que ha muerto es irrepetible, se ha roto el molde, Xandro no volverá a salir
del seno del ser.
Pero más allá
de filosofías esa misma noche, tras ese estado de conciencia alterado, cuando
se me pasó la anestesia del shock emocional, empecé a sentir un dolor y una
quemazón de una intensidad para la que faltan las palabras. El ya no estaba
allí, mi mirada lo buscaba sin poderlo evitar en los lugares usuales, y ya no
volvería a estar NUNCA. Lo echaba de menos con desesperación. No me avergüenza
reconocer que la vida me había arrancado de cuajo un trozo de mi ser. Nunca se
está preparado para un golpe de tal intensidad. No pude dormir, me tuve que ir
a pasear en medio de la obscuridad para tratar de agotarme como fuera, no podía parar de llorar conforme acudían a mi
mente sus recuerdos. Solo el pensar que ya no sufriría , que le habíamos
ahorrado probablemente meses de inútil agonía, que la vida que llevaba ya no tenía calidad, me
aportaba cierto consuelo. Pero nada era capaz de domesticar aquel dolor punzante, de apartar de mi memoria aquella
mirada suya que no volvería a ver.
Puse en práctica todas las fórmulas
filosóficas que tenía preparadas para sobrellevar esa perdida, sobre todo la de
convertir el dolor en gratitud en vez de en lamento, de dar gracias a la vida
por haberlo conocido, de aprender a soltar y aceptar el destino. Pero todo era
en vano. Cuando la muerte nos roza ningún pensamiento puede salvarnos. Debemos
atravesar el dolor, solo la naturaleza sana, pero necesita tiempo, aunque ese
tiempo nos parezca eterno. Existen analgésicos para el dolor físico, pero no
los hay para el dolor emocional. De nada sirven las palabras, que son aire. Tan
solo las lágrimas, que son agua, consiguen lentamente apagar el fuego.
Y no digo
fuego por casualidad. Los recuerdos queman al principio como ascuas encendidas.
Solo en un momento posterior se apagan lo suficiente para permitirnos convertir
el dolor en gratitud y recordar la vida de ese ser que perdimos con una sonrisa
en los labios. Recordar con alegría a quien hemos perdido, el título de este
relato, es la señal de que ha amainado la
tormenta, de que ha acabado el duelo, de
que hemos asumido la pérdida. Porque, por fortuna, el dolor también está
sometido al orden del tiempo y debe cesar para que la vida siga su curso. Aun
no ha llegado para mí ese momento, los recuerdos me son tan dolorosos que he
tenido que modificar el aspecto de los espacios donde se tumbaba para que mi
cerebro acepte que todo ha cambiado. Pero sé que llegará el tiempo de recordar
con alegría. Y entonces podré reconciliarme de nuevo con la vida. Centrarse de
manera obsesiva en quienes ya no están nos impide poner la atención en quienes
aun viven, que deben ser ahora nuestra responsabilidad.
Sabré que el
duelo ha llegado a su fin cuando pueda decir que sí a un nuevo nacimiento, abrirme
a un nuevo compañero canino, en este caso a Yako, al que jamás quiero comparar.
Sé que entonces me bastará con saber que Xandro fue feliz mientras vivió, que
nosotros contribuimos a esa felicidad, que tomamos decisiones difíciles
pensando solo en él y que preferiríamos mil veces soportar el dolor salvaje de
su muerte a la posibilidad de no haberlo conocido NUNCA. Reconozco que me ha pasado
por la cabeza la tentación de no tener más mascotas para no volver a pasar por este trance, incluso regalar el cachorro antes
de que mi apego emocional sea mayor. Pero creo que esa no debe ser la lección
de esta historia. Por el contrario, tratar de aprender a querer al cachorro
desde el primer día, anticipar en él al anciano que será para que jamás se
vuelva invisible, es la respuesta que
quiero dar a esta muerte. Esta y la
decisión de abrir los ojos y el corazón desde hoy mismo a todos los seres que me
rodean para hacerlos felices, pues también a ellos, como a nosotros, les
llegará la hora igual que a Xandro. En honor a él acabo de plantar dos rosales
que mi madre me pidió hace semanas.