Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.
Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará nostáljico…
Y
yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido…
Y se quedarán los pájaros cantando.
Juan Ramón Jiménez
I
Escribe Camus en La Peste “Hasta la
muerte me resistiré a amar esta creación donde los niños son torturados”. Me
pregunto si, al igual que una teoría científica es refutada por un solo hecho
en contra, nuestra creencia en el sentido de la vida no es desmentida por la
agonía y muerte de un solo niño o por el sufrimiento de un solo justo. Un niño
que sufre ¿no prueba de manera concluyente que la creación es un mecanismo
ciego, carente de bondad, cuyo único fin es perpetuarse sin reparar en
pérdidas? Es cierto que son más los niños que sobreviven que los que mueren, que
la mayor parte de los padres no seremos nunca sometidos a tan terrible pérdida,
pero eso no destruye la sensación de absurdo, en la medida en que es una
cuestión de mero azar que sea mi propio hijo el que muera o sobreviva. No cabe
la salida fácil de otorgar un sí a la vida bajo el supuesto de que las mayores
desgracias les van a pasar a otros. La pregunta precisa es: ¿Elegiríamos nacer
si supiéramos que vamos a perder a un hijo?
II
Ya que es imposible vivir sin un gran relato,
el mío es que mi verdadera patria es la nada y no la vida. Un día alguien o
algo me preguntó si deseaba existir durante un tiempo breve y tan solo una vez,
antes de retornar a la nada para siempre. Y yo dije sí, pues no había NADA que
perder. Ese relato, no exento de crudeza, me hace sentirme en este mundo como quien
está lejos del hogar en un improvisado viaje de placer: sensación de estar de paso, saberse inquilino
y no propietario, sin involucrarse demasiado en las preocupaciones del lugar, curiosidad
por todo lo que ocurre, soslayo de las incomodidades del viaje y desapego hacia
lo que sé no va a durar ¿Sería ese el significado de la vieja metáfora que
identifica la vida con un viaje? Solo que en mi relato el viaje es a ninguna parte.
III
El dilema que plantea la muerte de nuestros
allegados: padres, amigos, hermanos,
pareja, hijos o mascota, puede resumirse en la siguiente pregunta: ¿Preferiríamos
evitar el terrible dolor de estas pérdidas si el precio a pagar fuera no haberlos
conocido nunca? Según lo que respondamos abogaremos por uno u otro de los
contendientes. La cuestión del sentido se dirime en la vieja disputa entre el amor
y la muerte.
IV
Cuando se compara el lapso de una vida humana
con los eones de vacío que anteceden al
nacimiento y los que suceden a la muerte, se percibe su radical, casi ridícula,
insignificancia. Pero paradójicamente un átomo de consciencia en un océano de olvido
incrementa su valor como el resplandor la llama en proporción a la densidad de
la oscuridad que la circunda. Ambas perspectivas son igualmente ciertas. La
muerte demuestra simultáneamente la inanidad del instante y su profundidad
infinita.
V
Impresiona la serenidad con la que Antonio Machado asume el hecho de morir: “Y cuando llegue el último viaje,/ y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,/me encontraréis a bordo ligero de equipaje,/ casi desnudo, como los hijos del mar.” Por el contrario, el miedo a la muerte es indicio de egocentrismo. Cuanta más importancia nos damos a nosotros mismos mayor es el horror a dejar de ser. Por eso los sabios siempre consideraron a la muerte su maestra, la que advierte que el sentido de la vida pasa por aligerar el yo, dejar de aferrarnos a las cosas y entregarnos apasionadamente a los seres que amamos.
VI
La muerte es el oxígeno que hace respirar a la vida, sin el cual el tedio nos asfixiaría. A poco que lo pensamos nos daremos cuenta de que aun más angustiosa que la muerte es la idea de no poder morir.
VII
¿Qué argumento podría ser más concluyente contra una duración infinita que la imposibilidad de comprender en un mundo privado de tragedia la belleza del Adagio de La quinta sinfonía de Gustav Mahler?
VIII
La consciencia de la muerte nos impulsa a
ordenar nuestras prioridades, descubriendo lo que verdaderamente es importante
para nosotros. A unos los impulsa al
placer, a otros al amor, a otros al saber. Por la muerte podemos elegir quiénes somos,
tener una vida propia, no perdernos en un
mar de posibilidades.
IX
La muerte demuestra que el sentido de la vida
no puede radicar en su prolongación física sino en su ensanchamiento
espiritual. El tiempo no se anula
alargando indefinidamente la vida sino dando mayor densidad al instante. Y para ello el único camino posible es el incremento de la atención.
Cuanto mayor es la atención prestada a lo que nos rodea más intensa, prolongada
y significativa es la vivencia que de ello hacemos y mayor la sensación de
haber aprovechado y dilatado el tiempo.
X
¿Existe
algún modo voluntario de potenciar la atención plena, de dilatar el instante, o debemos resignarnos a esa constante dispersión
que ni siquiera nos permite rozar la
superficie de las cosas? Serían dos los mecanismos utilizados por la
civilización para cultivar la atención y dar más riqueza al paso del tiempo:
los viajes y la meditación. El primero aumenta la atención mediante el recurso
de cambiar con más frecuencia los
estímulos circundantes, introduciendo novedades que nos despiertan del entumecimiento
que producen las constantes repeticiones.
Paradójicamente, cuando miramos hacia
atrás después de siete días de viaje tenemos la sensación de que hubieran
pasado meses, a pesar de que mientras lo vivíamos todo parecía transcurrir muy
deprisa. Por el contrario, tras siete días de hacer lo mismo nos parece que han
pasado unas horas. Y cuando lo vivíamos el tiempo pasaba insoportablemente
despacio. Esta es la experiencia del
protagonista de La montaña mágica, de Thomas Mann.
El segundo modo de incrementar la atención consiste en modificar no el estímulo, sino, mediante el aquietamiento de la mente, la profundidad de la respuesta. Una mente en calma logra captar con más viveza la riqueza de realidad, el lujo de detalles que hay en cada cosa, rompiendo el caparazón de obviedad que recubre lo cotidiano. Al desactivar el proceso de habituación, la llamada fuerza de la costumbre, la experiencia adquiere una densidad desconocida, recupera la frescura de la primera vez. Si pudiéramos detener completamente la atención un solo instante, veríamos a la eternidad resplandecer en el.
XI
Si siguiendo a Wittgenstein entendemos por eternidad no una
duración temporal infinita, sino la atemporalidad, entonces vive eternamente
aquél que vive en el presente. Nuestra vida no tiene final al igual que nuestro
campo visual no tiene límites.
XII
Saber que quienes nos rodean son
vulnerables, pueden morir, es motivo de angustia pero también de compasión. No me parece descabellado afirmar que nuestra condición de condenados a muerte, nuestra radical orfandad, es el más sólido fundamento de la fraternidad universal, aun más que la creencia en un Padre todopoderoso.
XIII
La muerte de quienes amamos no debe ser motivo de resentimiento contra la vida sino ocasión para despertar un sentimiento de gratitud por haber disfrutado del don inmerecido de su existencia.
XIV
Dice Cioran, en su pasión por las paradojas lúcidas: “Sin la idea del suicidio ya me
habría suicidado” Y es que saber que podemos elegir voluntariamente la muerte nos alivia del
sufrimiento que suele precederla y, su mera posibilidad, del espanto de
anticipar dicho sufrimiento con la imaginación. También, por qué no, del horror
claustrofóbico a una vida sin fin, concebida como un recinto sin puertas ni ventanas.
XV
El desencantamiento del mundo ha vuelto dramático el hecho de morir. No es lo mismo descomponerse en un vertedero que descansar en el seno de la madre tierra. Lo mágico y poético se ha tornado biológico y prosaico.
XVI
En verdad nos parece la muerte todopoderosa, podemos
atrasar su llegada pero jamás impedirla. Inútilmente la resistimos con promesas
que probablemente no se verán cumplidas en vez de con la certeza íntima de lo ya
vivido, que jamás podrá ser revocado. El orgullo de haber sido testigos
de la vida es la carta escondida que Luis Landero opone al no ser: “Y cuando me convoquen a declarar mis
actos,/aunque solo me escuche una silla vacía,/ será firme mi voz./No por lo
que la muerte me prometa,/sino por lo que no podrá quitarme.”
XVII
Es frecuente en los funerales tratar de dar
consuelo a los allegados del difunto mediante frases edificantes del tipo: “Era
lo mejor para él”, “Es ley de vida” “El querría que fuerais felices”, etc. Ya
que es imposible cambiar lo sucedido no nos queda otra que insertarlo en un
relato que pueda ofrecer cierto alivio. Sin embargo, es prudente reconocer que en
la primera parte del duelo ese ejercicio es tan inútil como tratar de cortar
una hemorragia con la fuerza del pensamiento. Solo la naturaleza sana. Tanto en
el dolor físico como en el emocional solo posteriormente, cuando la sangre ha
coagulado, empieza a ser de gran ayuda vendar la herida con palabras.
XVIII
Cuando murió el padre de Coral, aun careciendo ella de creencia
religiosa alguna, sintió que su presencia se mantenía por un tiempo. Experimentaba la
alegría de saber que desde el fondo de sí misma su padre compartía cada
momento. Nunca se había sentido tan acompañada. Luego notó cómo poco a poco, con
el paso de los días, lentamente se alejaba. ¿Es posible que la presencia de
alguien puede perdurar de algún modo cuando ha desaparecido su soporte
físico? Y no me refiero al eco que una
vida deja en el recuerdo de los otros, sino a la presencia real. Al menos dos
experiencias parecen sugerir esa posibilidad: seguimos percibiendo la luz de
las estrellas, su propia luz, aunque
haga mucho tiempo que hayan colapsado. Otra es el perfume que deja la flor en el aire tras haberse marchitado. Lo que indica que tal vez no sea tan nítida la
frontera entra la vida y la muerte, como
apunta Rilke en Las Elegías del Duino: “los vivos cometen el error de
distinguir demasiado fuerte. Los ángeles, (se dice) con frecuencia no sabrían
si andan entre los vivos o entre los muertos”
XIX
El mejor testamento
que nos dejan los muertos queridos es una alegría póstuma, la de recordar con
una sonrisa en los labios los momentos compartidos. Pero recordar con alegría
solo llega al final el duelo, como la
paloma que dicen voló al arca de Noé con una hoja de olivo en el pico anunciando que la ira de Dios había cesado. También la pena, por fortuna, está
sometida al orden del tiempo.
XX
Ningún argumento
sobre la inmortalidad o la resurrección me ha convencido. Tan solo el sentimiento
de que es tan extraño existir, haber nacido, me impide cerrar del todo la
posibilidad de que se repita el milagro.
XXI
Son al menos tres
las posibilidades que tiene el ser humano de enfrentarse a la impermanencia. La
primera es la judeocristiana, al afirmar la existencia de una vida eterna más
allá de esta. La segunda es la budista,
que niega el deseo de vivir para escapar a la frustración de separarse de lo amado. La
tercera es la rebelión romántica, que opta por amar con intensidad a los seres
negándose a aceptar su pérdida. Es fácil
calificar de inútil, incluso absurda, esta tercera posición, que comparte quien
se resiste a estampar su rúbrica en una denuncia que juzga injusta -sería
rebajarse- aunque sepa que irremediablemente tendrá que pagarla.
XXII
Escuché a Vargas
Llosa relatar que cuando el gran antropólogo Lévi-Strauss, una de las mentes
más lúcidas y prolíficas del siglo XX, cumplió los cien años de edad fue objeto
de una fastuosa celebración en la que todos los asistentes esperaban con
delectación sus palabras. Qué mejor ocasión que un siglo cumplido para hacer
una síntesis de una vida tan rica en experiencias y conocimientos. Sin embargo,
sorprendió Lévi-Strauss a propios y extraños al dedicar íntegramente su
discurso a narrar sus proyectos, algunos tan remotos como el de esperar lo
suficiente para ver asilvestrarse la tierra cuando los seres humanos hubieran
emigrado a otros planetas. Su intervención dejó a todos estupefactos. Murió
antes de cumplir los 101 años con plena conciencia de su inmortalidad, volcando
su atención en lo posible, sin realizar
la mínima concesión al paso del tiempo.
XXIII
Cuanto más crece el
individualismo mayor es la angustia ante la muerte, ya que con ella perdemos lo
único importante: a nosotros mismos. Muy diferente era cuando el sentido de la vida consistía en recoger y pasar el testigo.
XXIV
Preguntaba Ferral,
un personaje de La condición humana de Andre Malraux “¿no considera
usted como una estupidez característica de la especie humana que quien no tiene
más que una vida se arriesgue a perderla tan solo por una idea?” Mi respuesta
es que dar la vida en ofrenda por otros o por valores inmateriales como la
libertad o la justicia es la señal inequívoca de esa forma de existencia
superior a la que denominamos heroísmo. Su simple posibilidad demuestra, mejor que
cualquier argumento, que la vida humana consiste en algo más y mejor que la mera continuidad en el ser, que la biología tiene la primera pero no la última palabra.
XXV
Todo nacimiento es
una creación absoluta, lo que se llama una singularidad. Cada ser que viene al
mundo contiene algo único: un gesto, una huella, un ademán, un rostro, que no se puede derivar de quienes le precedieron. Pero
por ello mismo la muerte es una destrucción absoluta. Hay en ella algo irreparable.
Cuando alguien fallece se rompe el molde. Nunca más surgirá en el seno
del ser.
XXVI
Epicuro nos defendió
como ningún otro filósofo del miedo a la propia muerte, indicando que no existe
para nosotros lo que carece de sensación. Pero nos dejó inermes ante una
amenaza no menos terrible: la muerte de quienes amamos, la angustia de tener que
separarnos, para siempre, de amigos, hijos, padres o hermanos. Dos errores destruyeron su estrategia de dinamitar los puentes entre la vida y la muerte: no entender que la muerte anida en la vida como la semilla en el fruto; y que la comprensión de la muerte ajena es la base de la comprensión de la propia -quien no hubiera visto jamás morir a otros no podría entender su propia muerte. Hacer tolerable la muerte del prójimo es la asignatura
pendiente de la filosofía entendida como arte de morir.
XXVII
Siempre me ha
maravillado quienes niegan la existencia de Dios mediante el argumento de que
un ser omnipotente y misericordioso no podría ser autor del mal que percibimos
en el mundo. Y no porque dude de la fuerza moral del argumento, que es
prácticamente invencible, sino porque al juzgar a Dios y el universo en función
de ideales como la justicia o la misericordia se introduce en la ecuación un
nuevo misterio: explicar cómo una especie capaz de tener en tal estima la
bondad como para impugnar la creación entera, cómo quien tiene la audacia de
plantear una enmienda a la totalidad de lo que existe, puede brotar de un
mecanismo ciego y amoral. Al enigma del origen del mal hay que sumar el no
menos enigmático origen del bien.
XXVIII
A menudo me he preguntado de dónde nace esa mueca de tristeza que oprime el rostro de tantas personas a medida que pasan los años. Cada muerte amada dibuja en nosotros la silueta de un vacío. A medida que envejecemos llega a ser tal la cantidad y densidad de esos vacíos que la vida se comba, como la rama del manzano, sobre su propia ausencia.
XXIX
Aunque pueda parecer
extraño es posible desear noblemente morir después de quienes amamos y desear morir
antes que ellos por cobardía. Lo que está en juego es quién hará frente, y por
más tiempo, al dolor insoportable de la separación. Encontrar una salida a este laberinto fue lo que inmortalizó a Romeo y Julieta.
XXX
La cercanía de la
muerte nos vuelve patéticamente graves y solemnes. Lo que daría por tener la
fuerza suficiente como para hacer un chiste, llegado el momento, sobre mi inminente defunción. Sorprender al oncólogo con un ataque de risa.
XXXI
Debemos a Platón
haber popularizado la idea de que solo
lo permanente es bueno y hermoso. De ahí su definición del amor como el deseo
de poseer el Bien siempre. Pero lejos de escapismo o evasión, una devaluación de la vida debido a
su brevedad, su propuesta nos invita a trascender
la finitud a través de obras excelentes, ya sea un hijo, una ley, una acción
virtuosa o un poema. Eso sí, siempre con
la vista puesta en la Belleza -o el Bien. Pues la Belleza absoluta es la bandera que el
sabio opone a la corrupción de la carne,
la que le impide decaer en su entusiasmo creador, la que trama las sucesivas generaciones en esa guerra épica que libra desde
siempre el ser contra la nada, la memoria contra el olvido, la vida contra la
muerte.
XXXII
Son numerosas
las metáforas que se han utilizado para describir la relación de los hombres
con la muerte. Todas podrían sintetizarse en la imagen dramática de un grupo de condenados que
aguardan en una sala de espera el anuncio de su ejecución. Mientras llega la voz del verdugo, reclamando a los presentes en un
orden caprichoso e imprevisible, todos tratan de distraerse, de olvidar el
motivo por el que están allí: juegan, ríen, discuten, duermen, hacen planes,
filosofan. ¿No será la vida el vano intento de ignorar que nos morimos, el difícil arte de distraernos de la muerte?
XXXIII
Recordarnos que somos mortales es como la sal con que sazonamos la comida para hacerla más sabrosa. Pero como se nos pase la mano, es decir, lo tengamos demasiado presente, echaremos a perder el guiso.
XXXIV
Una madre
que había perdido a un hijo en un accidente de tráfico, visiblemente deprimida
después de un duelo fallido de más de diez años, me confesó que ya no soportaba
la vida, que ansiaba la muerte para compartir el destino de su hijo. De poco
sirven en estos casos los consejos, pero me atreví a decirle que tenía otro par
de hijos y un marido que la necesitaban y a los que había abandonado por centrar
toda su atención en el ausente. ¿Era preciso que también ellos murieran
para despertar su interés?
XXXV
Saber que
el fallecido tuvo una vida propia -entonó su melodía única-, fue razonablemente
feliz y colaboré modestamente en esa felicidad es todo cuanto necesito para
aceptar con serenidad la muerte ajena.
XXXVI
Es tal el
brillo que concede la muerte a quien se ha ido en comparación con el gris desvaído
con que lo dibuja la vida, que
siempre, frente al difunto, nos sentiremos en deuda. No dejemos que la culpa
infecte la herida, tiene toda la razón Schopenhauer cuando afirma que forma parte de la condición humana valorar las cosas tan solo cuando las hemos perdido.
XXXVII
Cada uno de
los proyectos que emprendemos es, en vista de la muerte, como esas torres que
elevan los niños y después destruyen de un manotazo. Lo que lejos de amedrentarnos debiera hacernos más audaces. Cuando las reglas están amañadas y el final escrito de antemano todavía nos queda el placer de jugar con osadía. Es inútil ser prudentes cuando solo hay nada que perder.
XXXVIII
Los griegos
se llamaban a sí mismos “los mortales”, únicos
seres en el universo que saben que van a morir y pueden comportarse respecto a su
muerte. Los dioses son inmortales y los animales ignoran el tiempo. La
modernidad añadió algo más: morimos solos, la muerte nos hace irreemplazables. Solo
en relación a ella podemos individualizarnos. Extraño privilegio el de la
muerte, que nos hace humanos y a la vez nos permite ser nosotros. Tal vez eso
explique la poética rebelión de Rilke contra la deshumanización de la muerte,
la muerte anónima -medicalizada-: “Señor, concede a cada cual su propia muerte”.
XXXIX
Cuando vuelvo
a contemplar la fotografía de mi abuela sentada en aquel humilde sillón leyendo su misal experimento con toda su crudeza la impotencia de la muerte. Me doy cuenta
de que los abrazos más dolorosos son los que no dimos.
XXXX
En no pocas
ocasiones la muerte inspira menos temor que la vida. Confieso que hay días en
que mis ensoñaciones van dirigidas a imaginar todo aquello de lo que me
libraría con una muerte súbita, inconsciente e indolora: enfermedades
terribles, achaques, el decaer de mis capacidades, la muerte de mis
seres queridos…Llego incluso a comprender la frase del Sileno: “lo mejor sería no
haber nacido”. Pero cuando pienso en el destino de los que se quedan, en la extrema
fragilidad de ese ejército que avanza inexorable a la derrota, sé que mi lugar está aquí, junto a ellos. Y que morir sería desertar. No vive quien no oye la voz de la ternura gritar en lo que nace y muere, un grito capaz de agrietar las mudas paredes del tiempo.
XXXXI
Es una evidencia que la muerte consagra a sus víctimas, contagiando lugares, canciones, fechas y objetos que
fueron significativos para el difunto. Solo así puede explicarse que la pelota destartalada con la que jugaba mi viejo perro Xandro haya adquirido, tras
su muerte, el valor de una reliquia, que escapa incomprensible al
carácter profano y sustituible del resto de las cosas.
XXXXII
Dios es el arma más poderosa creada por la
civilización para enfrentar a su enemigo más temible: la muerte. Gracias
a ella millones de hombres y mujeres de todas las épocas han logrado creer que
iban a ser resucitados. Pero la muerte se ha cobrado entre sus víctimas
tan sublime fantasía y desde hace tiempo es lugar común pensar que Dios ha muerto. También lo es que su muerte ha destruido para siempre
nuestra autoestima en el cosmos: la especie que fuera digna de que un Dios encarnara se convirtió en la mutación exitosa de un primate. Nunca dejaré de preguntarme cuál pudo
ser el móvil de semejante magnicidio ¿La búsqueda honesta de la verdad -lo que
parece difícil de creer dada nuestra inclinación al autoengaño- o alguna suerte
de resentimiento contra una idea que era más grande que nosotros? No resulta
fácil comprender que un ejército ejecute en plena batalla a su general, aunque
sea inventado.
XXXXIII
La muerte siempre fue para mi la gran maestra, un sol negro cuya sombra me permitió apreciar mejor la luz del día.
XXXXIV
Cuando la muerte nos sumerja en el silencio de los siglos solo quedarán indicios, pruebas no concluyentes de que alguna vez estuvimos aquí. Será cuestión de tiempo que se impugnen las pruebas y se borre de la memoria de los hombres cualquier anotación. Pero de un modo invisible y anónimo, las estelas que dejaron nuestras acciones, aquellas que brotaron de lo más íntimo y profundo de nosotros mismos, perdurarán, como eslabones de una gran cadena, en la eterna corriente del ser.