jueves, 7 de julio de 2011

¿DULCE PATERNIDAD?


Debía estar en este mismo momento dando de cenar a mis hijos. Pero he decidido aplazar  ese memorable instante, como cuando masticas despacio y cierras los ojos para saborear mejor un buen vino o demoras un placer para sentir con más avidez su llegada.
¡Papá a esto le falta sal, mamá lo hace mejor! ¡Papá, David me está chinchando!  ¡Papá quiero agua! ¡No quiero beber en ese vaso sino en el que tiene dibujado a Mike Maus! ¡El arroz tiene cosillas! ¡Los guisantes  no me gustan! ¡Quítale el huevo a la tortilla y déjame solo las patatas…!
Mientras, el plato se desborda, desparramando la sopa por la mesa, y la tela de mis pantalones absorbe los fideos con figuras esculpidas en pasta de vocales y números pares.
A este maravilloso remanso de paz  sucederá el baño, la pérdida del imprescindible patito flotante, los chillidos porque el champú le han mojado los ojos; y tu  mala hostia, que va en geométrica progresión mientras una voz muy antigua dentro de ti te llena de bendiciones y apoyos: eres un mal padre, esto lo hicieron otros por ti, desagradecido, vago, comodón.
Para no escuchar la voz prestas aun más atención a tu hija, y como si se hubiera conectado por un dispositivo USV a tu propio inconsciente te vuelve a recordar, esta vez a gritos, que eres un mal padre, un ingrato, que esto ya lo hizo la abuela por ti y que mamá te da cien mil vueltas.
Y sales corriendo sin saber dónde esconderte, con deseos de irte a Somalia o al Caribe, a echar un polvo en las antípodas o morir dignamente en la primera guerra que pillas sin importarte un comino si es justa o no.
Pero no puedes. Eres responsable, estas encadenado como galeote a tu deber paterno. La voz vuelve a ti con una mueca de sarcástica advertencia: déjate de fantasías que se acaba de orinar encima tu hija, que la dirección y potencia de su pis es más imprevisible que un aspersor en el epicentro de un huracán; y que a buen seguro tendrás que quitarle el pantalón y ponerle otro nuevo. Y no te olvides que no has lavado aún el meado el día anterior, el de cuadritos rojos y azules que combina con el pichi blanco.
Tiras con mala uva el cabezal de la ducha sobre la bañera y en el colmo de tu buena suerte, creyendo que es el grifo  el que está conectado y no la ducha, sientes cómo un chorro de agua se lanza sin piedad contra tu rostro. Y ríen, ríen, ríen; no paran de reír los putos niños  y la maldita voz sádica del deber, mientras te apartas el agua helada de los ojos ardientes de ira.
  Improvisas en tu imaginación discretos accidentes, venenos letales dejados casualmente junto al frasco del cola cao, aspiradoras asesinas, muñecos estranguladores, gusanitos inflamables... Y colocas en el templo de tu mente silenciosa un enorme cirio al gran Herodes, ese santo incomprendido, conmemorando su arrojo al cargarse de una sola estacada a tal número de siniestras sabandijas.
   ¡Cuidado! te dices ¡Ahí vienen de nuevo!
   ¿Me has hecho ya la leche papa con bolitas de chocolate? ¡Tengo hambre y me aburro! ¡No olvides poner mucho cacao y dale bien  vueltas para que no se quede abajo el azúcar!  Acabas de descubrir lo que es un hijo: un conjunto de preguntas retóricas sumadas al empleo constante del imperativo.
  Y ahí estás tú, consciente de que tu juventud se está disolviendo como un caramelo en la boca de un niño, de que el héroe con que soñabas va vestido ahora con  bata a cuadros y  cofia, la mano abierta sosteniendo la bandeja del vaso de leche con bolitas de chocolate, tres cucharadas de cacao y el azúcar bien removida; dispuesto a dar a sus hijos pan y circo, alternando la hostelería fina con el espectáculo en directo. Poniendo esta vez, eso sí, con mucho disimulo, para que aflore un poco tu cabreo, voz de negro complaciente dirigiéndose a su amo  ¿Desean algo má los señoriiitos?
Y ellos, como siguiéndote la broma te dicen con voz seca ¡Sam, puedes retirarte!
Por la noche, en ese breve lapso de tiempo entre el papá me meo y el papá tengo miedo, te imaginas un mundo donde millones de solteros y solteras, madres resentidas, curas listillos, ancianos impotentes y padres desmanotados se desternillan  de risa; y comentan para sí con cómica crueldad lo bajo y miserable que eres hablando así de tus hijos, lo inhumano y descastado de tu comportamiento, tu irresponsabilidad al haberlos tenido, tu falta de paciencia y cuidado, tus intolerables malos humos.
Y tú, pobre animal acorralado, desesperado, rabioso, indefenso y deprimido  lloras con desconsuelo como culpable absoluto mientras les preparas la cama, limpias los zapatos y planchas la ropa.

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