Nunca estuvo madame Bovary tan bella como en aquella época. Tenía la indefinible belleza derivada de la alegría, del entusiasmo, del éxito, y que no es otra cosa, a fin de cuentas, que la resultante de esa feliz armonía entre el carácter y las circunstancias.
G. Flaubert Madame Bovary
Coralie estaba pletórica en los últimos tiempos. Mantenía un humor jovial, una predisposición casi infantil al juego y a la chanza. Esa alegría tenía una causa, pero no era yo.
Un antiguo conocido libanés, que las circunstancias impidieron que se convirtiera en su amante hace diecisiete años, consiguió localizarla por internet y llamarla al trabajo, donde estoy seguro que sus compañeras de instituto, intuyendo ese matiz de inconveniencia que representa flirtear con un ex, debieron hacerle ese pícaro cacareo de complicidad femenina durante la conversación, que a mí tan poca gracia me habría causado.
Las circunstancias de que aquella relación no cuajara en su momento no vienen al caso. Coralie acababa de regresar a España tras residir en París y Bruselas la primera parte de su vida, donde sus padres, burgaleses de nacimiento, habían emigrado en los años sesenta. El contraer pareja con un árabe a los veinte años e irse a vivir a Marraquech, como él pretendía, debió resultarle demasiado arriesgado.
Un alarde de cariñosa nostalgia le permitió franquear el tiempo y el espacio para llegar hasta ella. Desde una década aproximadamente vive en Nueva York, donde se dedica, al parecer con enorme prestigio, a la investigación en el campo de la oncología. Sé que las bromas suenan terribles hablando de un tema tan delicado, pero el prestigioso oncólogo se ha convertido en una suerte de tumor cerebral en lo que a mi tranquilidad se refiere.
Coralie me ha confesado que mantiene una “apasionante” tertulia por correo electrónico con el tal Hamid. ¡Cómo añoro los tiempos de las señales de humo! Sé que un hombre liberal como yo debería hasta alegrarse de que su pareja sea agasajada por otros; y de que ello le reporte un dulce tan exquisito a su vanidad femenina.
Debería… Pero no obstante, siempre hay que estar alerta. Ser liberal no equivale a ser un cándido. La primera regla en el arte del amor es nunca menospreciar al rival. Mucho menos si es de otra raza y condición para una mujer que siente debilidad por lo exótico. Si además colma su autoestima con una romántica búsqueda en el ciberespacio…, la esperanza de librarse de lo peor es tanta como la que puede tener un reo cuando acaba de escuchar el repique de tambores y ve formado, casualmente frente a él, al pelotón de fusilamiento.
El amor a mi pueblo no me ciega a la hora de valorar el peso de la tentación que supone estrenar vida en Nueva York con una figura de la oncología frente a residir en Mota del Cuervo con un escritor famoso en el ámbito de su familia.
Jamás pondría un ojo en su diario, ni en su correo. Un caballero jamás lo haría. Pero necesitaba algún indicio que me revelara la intensidad y naturaleza del vínculo que tan cantarina la mantenía últimamente. Eso arrojaría un poco de calma sobre una ligera, con tendencia a moderada, preocupación.
Manos a la obra urdí una hábil treta para obtener información. A Sherlock Holmes no hay quien me gane. Yo no seré como el estúpido de Charles a quien Madame Bovary se las daba con queso. Los engaños a veces son tan sibilinos que hasta uno mismo se los cree. Eso me lo había enseñado ella misma en los tiempos en que ejercía como psicóloga clínica. Había que preguntar directamente a la fuente corporal, al inconsciente.
Conozco al dedillo sus puntos flacos. A veces habla en voz alta mientras duerme. Si el intruso había adquirido algún significado en su vida, las palabras caóticas, fuera del filtro de la conciencia, lo expresarían para una mente perspicaz como la mía, diestra en el arte de la interpretación, con la misma nitidez que el oráculo de Delfos a las pitonisas.
─ ¿No te duermes cariño y apagas la luz? Me dijo ella.
─Enseguida Coralie. No tengo mucho sueño. Creo que me quedaré un rato leyendo─. Y acechando (añadí para mis adentros).
Y así comenzó una larga procesión de días, en la que me pasaba las noches apostado como un lebrel al pie de la madriguera, esperando la ocasión en que Morfeo, señor del sueño, diera por fin conclusión a mis pesquisas; con la misma angustia que se espera el resultado de una biopsia (¿por qué se me habrá ocurrido esta metáfora?).
Hasta que una noche, a eso de las tres de la mañana empecé a escuchar por fin farfullar en su boca palabras ininteligibles. Aturdido por la nerviosa rapidez de mis propios latidos, que presagiaban la importancia de lo que de un momento a otro se iba a desvelar, acerqué el oído a sus labios tanto como pude. Para comprobar algo insólito. ¡Maldita sea! Cuando hablaba en sueños lo hacía en francés, su inconsciente era bilingüe. Sólo pude entender entre ligeras convulsiones, risitas traviesas y muchas “e” pronunciadas con boca de piñón: “New York, New York”. Me di la vuelta y quise pensar que se estaría acordando del gran Sinatra.
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