En la vasta colonia de nuestro ser hay gente de muchas especies, pensando y sintiendo de manera diferente.
Fernando Pessoa Libro del desasosiego
Ahí viene. Su rostro está sereno y confiado. Parece que se ha levantado con buen pie. Su nombre de pila es Feliciano Mayorga Tarriño, pero eso no es mucho decir. Tan solo la simple punta de un iceberg, una convención social. Realmente es una familia. Una familia extensa y no siempre bien avenida. Sus miembros conviven en cuatro grandes plantas.
La de arriba se llama el Testigo. Nadie vive allí excepto un viejo y sabio ermitaño, desposeído de bienes y ocupaciones. Su única función es darse cuenta del loco deambular de los demás inquilinos de la casa, por los que siente una profunda compasión. Es la verdad última del edificio y su parte más silenciosa.
La tercera planta se llama Yo racional. La integran dos grandes salas. En la primera está el afanoso metafísico en medio de una gran biblioteca, intentando desentrañar los misterios del universo y de la condición humana. En la otra reside el honorable embajador de la humanidad, el que ha decidido honrar en cada uno de sus actos la dignidad de nuestra común condición .Está en guerra permanente con los rufianes y mafiosos que envilecen la ciudad y algunos de los cuales moran en el sótano del propio edificio.
La segunda planta la conforma una barahúnda de actores y comediantes. Está rodeada de grandes mamparas de cristal, de infinitos espejos y potentes megáfonos, con los que los inquilinos se comunican con miríadas de cómicos alojados en otros barrios y urbanizaciones. Es la zona de más trasiego y contacto con el exterior, un permanente deambular, ir y venir continuo, estresante y reglado. Millones de guiones cuelgan de las paredes impidiendo el descanso.
A esta hora podemos reconocer al profesor showman, al padre tierno y pasota, al hijo consentido, al vecino cercano, al amigo leal, al compañero divertido, al amante apasionado pero asustadizo, al escritor prolífico y al militante soñador. El mayor peso de esta planta lo tiene el ciudadano responsable, empeñado en la extensión y profundización de los derechos y deberes de ciudadanía de todas las personas del planeta.
Por último entramos en la planta baja, la zona del yo pasional. Todo está animado y alegre, lleno de humo y contradicciones. Algunos juegan a las cartas, otros están tumbados en cómodos cojines y otros se pelean en la cantina. Juntos integran lo más propio y peculiar del edificio, el hálito de lo único e irrepetible.
En primer plano aparece el famoso Klass Geibol, defensor vehemente y furibundo de la integridad física y moral, y a cuyo lado se encuentra el heroico Ernesto Huevara, obsesionado en castigar poderosos y proteger desvalidos, dispuesto a mantener la dignidad aun a costa de la vida. La maricona chivata o niño repelente es divertidísima. Está junto al piano lanzando impertinencias y verdades como puños, en tono lúdico, al drogata. Éste, ansioso y glotón, adicto al placer y fóbico al dolor, en permanente homeostasis, se fuma un canuto de hierbabuena con avidez y repasa páginas de un libro a la velocidad de la luz. En otra esquina se oyen los suspiros tristes del aprensivo anticipando la caída del avión, el choque frontal o la metástasis terminal .El único capaz de soportarlo es su primo Escuvidú, permanente acojonado, miedoso infatigable, acomplejado lameculos, hambriento de afecto y reconocimiento.
El nocturno de Chopin impregna la habitación de melancolía y hace las delicias del romántico Odelo, obsesionado con el paso del tiempo. En nada se parece a Bond, Jeis Bond, ingenioso don Juan, ligón con ojos de pillín, atrevido y extravagante que intenta envolver a la víctima con carcajadas y atrevidas aproximaciones. Chals Ingels está asomado a la ventana de su casa de campo contemplando el jardín y el azul del cielo. Ama la vida bucólica y campestre .Su serie favorita es La casa de la pradera.
¡Cuidado! Llega el madero, el tío con más mala hostia de la casa. Todos temen la dureza sádica de su porra cuando alguien es declarado culpable. Junto a él sus dos desafiantes compañeros Torquemada el moralista y el talibán vengador, defensores de la contención sexual, el pudor y el deber sin tacha. El bufón medieval charlatanea en el centro de la sala con bromas y ocurrencias, divirtiendo a los comensales con la exhibición de sus miserias e insolentes atrevimientos psicológicos.
El nambarguan apenas se relaciona con nadie excepto para competir, quiere ser el mejor a cualquier precio y solo lo excitan las situaciones de rivalidad. Lidia la masoca, burlándose de nambarguan está dedicada a gozar del sexo anal y receptivo, decidida a ser el objeto sexual del madero.
Debe haber una gran fiesta, por el bullicio y la animosidad que preside la tertulia.
Cada rato un apagón deja sin luz al edificio, pero nadie se extraña a estas alturas. Sabotajes S.A. se rebela de este modo contra la autoridad y el deber. Su arma principal es fingir olvidos, destruir encargos, extraviar objetos ajenos o llegar tarde.
El conde de Tarriño, en una pequeña mesa decimonónica, adornada con pomposos candelabros y cubiertos de plata saborea exquisitos caldos y caviar ruso. Representa el buen gusto, el elitismo y la sensualidad fina. A punto está de sufrir una parada cardiaca cuando a tres centímetros de su mesa rebota el intrépido Indiana, amante de la aventura y apasionado por la intensidad, que se divierte haciendo "lamparing", actividad consistente en lanzarse al vacío desde la lámpara rococó que cuelga del techo. Hasta el moro Juan (troglodita en estado puro) se ha sobresaltado mientras amenazaba a unos intrusos que según su paranoica mirada podían hacer peligrar su honor y sus concubinas. Es muy peligroso debido a su determinación de torturar con latigazos de vergüenza a quien osa ofender su endemoniado orgullo.
La comicidad de contemplar a Indiana de bruces contra la mesa del Conde llega al clímax cuando de fondo se oyeron los rugidos libidinosos del berraco la Olma, afamado inseminador de muchachas. La discusión entre el sibarita conde Tarriño y el intrépido Indiana se hizo por momentos tan agresiva que el mismo Cristociano tuvo que intervenir con su aire apaciguador y bondadoso. Le llaman la tortuga salvífica por su empeño en redimir a los demás y porque carga sobre su espalda los males del mundo. Sin él la vida en la casa no sería la misma, ya que es el único que goza haciendo felices a los demás. Todo lo contrario que el insidioso e intrigante Rasputín, refinado estratega y genial manipulador, cuya charlatanería y locuacidad le hacen maestro en el arte de salirse con la suya. El abuelo Daniel, tacaño hasta la médula, cruza la sala de un lado a otro, a paso lento y con la cabeza siempre agachada; pero no por un problema de cervicales, sino porque hace diez años perdió un euro y ha decidido encontrarlo cueste lo que cueste.
En su búsqueda del vil metal molesta a todos los inquilinos, obligándoles a apartarse de sus sitios a fin de registrarlos. La única que se le resiste es la cigarra depresiva, apática y perezosa, inmóvil como una columna y en indolente huelga de brazos cruzados. Tan incapaz de hacer nada como de no hacerlo.
Más abajo solo se oye el agónico hervir de una cocción desordenada, una papilla oscura y vital, de la que emergen de pronto nuevos personajes y a la que otros regresan, a veces para siempre.