Ahora resulta que la culpa de la
creciente miseria que se cierne como un funesto buitre sobre nosotros no la
tienen los políticos corruptos, que
consienten unas reglas del juego diseñadas por y para las minorías, que se
lucran impúdicos a costa del erario público, ni la camada de especuladores
financieros que parasitan la sangre del cuerpo social hasta desecarlo.
No, la culpa ya tiene autores y un
motivo concreto a juicio de D. José de la Cavada , responsable
del Departamento de Relaciones Laborales de la
CEOE. Es obra de los indolentes
asalariados que prolongan injustificadamente el duelo por sus seres queridos,
que abusan de las lágrimas en detrimento de la productividad, que tardan en
recomponer su corazón por la muerte cercana sin atender a las exigencias de la
fábrica, la escuela, el taller o la mina, que utilizan la defunción de sus
hermanos, hijos, padres y parientes como astuta coartada para escaquearse del trabajo.
Si solo se tratara del juicio
anecdótico y desafortunado de un infame personaje con antecedentes de maltrato
a sus subordinados, no tendría mayor importancia. Lo terrible es la revelación
de una verdad áspera que una inmensa parte de la ciudadanía se sigue negando a
reconocer. Verdad según la cual bajo la fantasía liberal de un modelo
concertado de relaciones laborales, un contrato entre iguales, late la
siniestra realidad de la esclavitud encubierta. En el sistema capitalista, en
todas y cada una de sus versiones, el trabajador no ha sido jamás considerado una
persona, un ser con vida propia, libertad, aspiraciones o sentimientos
legítimos, sino tan solo un útil sometido a ritmos crecientes de producción y
consumo, un coste productivo que ha de ser domesticado y abaratado en favor de
los beneficios empresariales.
Un indicio más que revela sin
subterfugios el sentido último del momento presente: la irrupción sin complejos
de una elite global dispuesta a negar la humanidad a la inmensa mayoría de la
población. El estatuto de los trabajadores, ese pobre blindaje de la dignidad
obrera está a punto de ser dinamitado, relegado al desván de la historia junto
a la sanidad y educación públicas, las pensiones o las prestaciones sociales.
En su lugar se establecerá solemnemente un único artículo: "queda
terminantemente prohibido para todo trabajador por cuenta ajena enfermar,
cuidar de su familia, ser instruido, pensar, descansar, rebelarse, asociarse,
envejecer, llorar o morir. En caso de fallecimiento de un allegado éste se producirá necesariamente en horario festivo o vacaciones, quedando obligado el doliente a compensar a la empresa por los daños derivados de su tristeza y decaimiento emocional."