sábado, 11 de agosto de 2012

LA CAJERA SERVIL, HISTORIAS DE JUAN ROIG Y MERCADONA



 
Permitidme que ceda por una vez la palabra a mis vísceras, que también entienden de cuestiones de justicia, tanto o más que la razón, aun cuando su modo de expresión resulte más áspero, rudo, enojoso y desabrido que aquélla. Pero es que estoy hasta las gónadas -¿a que suena mejor que cojones?-  de escuchar una y otra vez el mantra de la pobre cajera coaccionada por esos viles y arrogantes sindicalistas.
Esa proclama ñoña y sentimental con la que la sociedad del espectáculo, donde una imagen vale más que mil palabras, ha logrado neutralizar una acción de protesta que pretendía hacer visible la extrema necesidad en que se encuentra una parte de la población. Pero la población es dulcemente compasiva, siente escrúpulos ante el más mínimo conato de embate físico, ya sea un empujón, una colleja o una mirada rabiosa. La sensibilidad del espectador es tierna, protectora y pulcra, detesta con desagrado cualquier expresión que denote furia o cólera, salvo cuando proviene de porras autorizadas. Nada debe perturbar la dulce mansedumbre del cuerpo social mientras su enorme y pacífico trasero es horadado sin tregua por una mafia organizada de políticos y banqueros.  
Pero esa misma población, a la que hiere un empujón televisado,  rebosa ínclito reconocimiento cuando los medios le presentan a  Juan Roig, presidente de Mercadona, envaneciéndose de que en el 2011 tuvo record de beneficios, nada menos que 484 millones de euros, lo que implica matemáticamente que ha engañado y robado a sus clientes, trabajadores y proveedores, vendiendo ostensiblemente de forma más cara de lo que le era necesario y de lo que habían sido sus costes reales.
No, ya lo sé, me corregirá la cohorte de loros semánticamente amaestrados, que utilizan el lenguaje con más peligro que los guardias sus pistolas, eso no es robo, se llama beneficio empresarial, como la acción del SAT no es expropiación alimentaria, desobediencia civil o redistribución de la riqueza,  sino robo, asalto con intimidación, hurto con violencia.
Lo que no será jamás violencia para ese espectador hipersensible es que este ricachón, tras presumir de lo que ha birlado mediante sus astutas tretas comerciales, se permita dar públicas lecciones de moral a ciudadanos parados, angustiados, empobrecidos y desamparados, que han visto cómo en poco tiempo sus propios gobernantes, siguiendo las órdenes de minorías pudientes como él, arrojaban por la borda sus derechos y protecciones tan arduamente conquistados.
Tampoco lo será que este cínico se atreva a proponer los bazares chinos como ejemplo de lo que debieran ser las relaciones laborales en España, que nos reconvenga desde su estatus de triunfador a pensar más en nuestros deberes que en nuestros derechos, que recomiende al gobierno recortar la prestación a los parados para así incitarlos a trabajar, que propugne perseguir con más severidad el absentismo, acabar con los puentes laborales y  disputar a los inmigrantes la recogida del tomate y la fresa como homenaje a la cultura del esfuerzo.
Pero por desgracia muy pocos se escandalizan de esa violencia de guante blanco, la del político corrupto, la del ejecutivo temerario, la del especulador financiero, la del defraudador fiscal, la del banquero usurero, la del cazador de Botswana, la del empresario explotador, la del acaparador inmobiliario, cuando todos ellos, por su insaciable codicia, convertirán a nuestros hijos en ignorantes, a nuestros trabajadores en parados, a nuestros parados en mendigos, a nuestros enfermos en cadáveres y a nuestros jubilados y viudas en pobres de solemnidad.
Esa panda de hijos de puta –ya se me empieza a calentar la boca– que nos roban el futuro, que mientras nosotros sufrimos en silencio los recortes se deleitan en confortables mansiones de lujo al pie de un acantilado, que mientras rebuscamos en contenedores  de basura degustan en ostentosos restaurantes paté de foie deconstruido, que mientras nos agotamos de trabajar hasta los 67 años se follan por dinero a las jovencitas más lindas del planeta –que es su forma de entender la globalización–, que mientras nos aterra la subida del gasoil surcan los océanos en suntuosos yates cuyo mantenimiento es mayor que el de nuestros hospitales, que mientras nos alcanza la enfermedad son atendidos en sus resfriados con más medios que en nuestros infartos.
Pero eso lo admitimos, diría más, lo envidiamos y admiramos. Eso no nos duele, ellos son los triunfadores, están por encima de pobres mortales como nosotros. Lo que nos duele es el empujón a la pobre cajera de Mercadona, cuando se interponía heroica ante el pillaje de esos sindicalistas parásitos y holgazanes, tan solo para defender el negocio de su amo, quien la utiliza y desprecia, quien no conoce su nombre ni le importa, cuya mesa, yate o avión privado jamás compartirá por ser ella una paria,  una nómina anónima de las 70.000 que generaron esos 484 millones de beneficio, la más barata que permite el mercado.
Llamadme violento si os place, pero dejadme que me cague, al menos una vez, en todos los Juan Roig del país, en todas las cajeras serviles y en todos los cándidos ignorantes que tienen a bien devolver besos por espadas. Dejadme que honre la imagen del Che en pie, nunca de rodillas, mil veces antes que la del Cristo crucificado, con la mejilla sangrando, en carne viva, de tanto ofrecerla a los canallas.  


jueves, 9 de agosto de 2012

Robin Hood en Mercadona. ¿Robo o recaudación?



La leyenda del héroe montaraz que vive en los bosques al margen de la ley, pero con una moralidad más pura que la ley que lo incrimina, ha vuelto a entrar en escena por la mediación de un grupo de sindicalistas, que han decidido expropiar unos cuantos alimentos de Mercadona en beneficio de ciudadanos empobrecidos. La pregunta no es desde mi punto de vista si tenían razones para obrar de ese modo, sino por qué ese tipo de actos de protesta no se generaliza cuando hay sobradas razones para ello. ¿Tienen los ciudadanos el deber de respetar las leyes sobre la propiedad cuando la gran propiedad no respeta las leyes que garantizan su dignidad y sustento?
Cuando una multitud de seres consiente en sufrir antes que lanzarse a la calle a destruir violentamente todo cuanto encuentra a su paso es porque de algún modo reconoce una mínima legitimidad al orden vigente.
Esta difícil palabreja, legitimidad, tan manida por politólogos, filósofos y sociólogos, y que no es otra cosa que el crédito moral que quienes obedecen una norma conceden a quienes la promulgan, es la que sostiene la cohesión social y preserva a la sociedad de caer en la barbarie. Crédito, nunca ilimitado, que se funda en al menos tres poderosas creencias compartidas: que el orden social, aunque imperfecto, es razonablemente justo; que los gobernantes, aunque nos disgusten, representan el sentir de la mayoría; y que, aunque existan puntuales tropiezos, solo cabe esperar en el corto y medio plazo un progresivo mejoramiento en los niveles de justicia y bienestar social. 
Pues bien, estas tres creencias fundamentales se están derrumbando  por efecto de la crisis y del modo en que está siendo gestionada por los sucesivos gobiernos defensores del       establishment, los únicos que, no por casualidad, han condenado sin paliativos la acción sindical.
En su lugar se están imponiendo tres poderosas evidencias que laminan el eje de flotación del modelo social vigente: la crisis y los ajustes golpean sobre todo a los sectores más débiles de la sociedad mientras la clase alta queda intacta, lo que destruye la primera creencia; los gobernantes representan a los mercados antes que a los ciudadanos, lo que erosiona la segunda; el horizonte solo presagia un progresivo empeoramiento en los niveles de empleo, igualdad y protección social, lo que da al traste con la tercera.  
A medida que estas tres evidencias se extiendan por el cuerpo social los individuos tendrán menos razones para respetar las leyes y las instituciones, entre ellas la propiedad privada, a las que habrán retirado todo crédito. Situación de alto riesgo, en la que el fascismo acecha a la par que los legítimos deseos de construir un mundo mejor. Ambas opciones, autoritarismo y revolución, una vez perdida la confianza social que funda el orden público, empiezan a ser consideradas como alternativas. La prueba de que hemos entrado en una preocupante crisis de legitimidad es el incremento de la represión policial para contener el descontento. El siguiente paso puede ser declarar el estado de excepción. Y es que cuanto menos legítima es una autoridad más necesidad tiene de recurrir a la intimidación para sostenerse en el poder.
Si la acción simbólica de numerosos sindicalistas, extrayendo de las grandes superficies productos básicos para atender las necesidades de ciudadanos depauperados, ha tenido semejante repercusión mediática es, en primer lugar, porque ataca el núcleo mismo del que emana toda la violencia que padecemos: la desigual distribución de la riqueza. En segundo, porque testimonia que el crédito de una parte importante de la sociedad, que se siente abandonada a su suerte, humillada y desesperada, está prácticamente agotado. Lo que ha lanzado todas las alarmas de los defensores del desorden establecido, que han desplegado una ofensiva mediática sin precedentes para un hecho tan insignificante desde el punto de vista penal como un hurto famélico. Lo que contrasta con la tolerancia a la corrupción, el fraude fiscal, la evasión de capitales, las primas abusivas y la especulación financiera, infinitamente más dolosos.
El Estado está en bancarrota, pero no solo económica, sino sobre todo política y moral. Y las consecuencias pueden ser imprevisibles y devastadoras. La acción, atribuida a Sánchez Gordillo, por su carácter público, social, pacífico y simbólico es a pesar de todo ejemplar y va en la buena dirección -lo que no quiere decir que ello implique aceptar de forma general el derecho de cualquiera a disponer de los bienes de otro, lo que corresponde, para no incurrir en arbitrariedad, a una autoridad legítima de la que carecemos en la actualidad. Lo importante es sin embargo el mensaje: cuando el Estado tolera el saqueo de los poderosos e incumple su función de gravar a los ricos para socorrer a los menos desfavorecidos, tienen que ser éstos quienes los recauden directamente.
       Si nuestros gobernantes y las oligarquías a quienes sirven no saben interpretar el gesto corren el riesgo de enfrentarse a un poder más irresistible que la Troika: el del propio pueblo soberano o el de un improvisado salvapatrias.  Y es que mientras buena parte de los ciudadanos sean condenados a la exclusión no debe haber paz para los malvados.