Espero se me perdone la osadía de
intentar sintetizar en una breve y sencilla fórmula la solución al reto
planteado por el soberanismo catalán. Reto que trae de cabeza no solo a los
grandes partidos, hechos pedazos tanto a nivel ideológico como electoral, sino a toda la ciudadanía, sea española o catalana, envuelta en un laberinto del
que no parece posible escapar sin incurrir en un proceso altamente traumático,
similar al que se espera de dos trenes que incrementan progresivamente su
velocidad en dirección contraria.
La fórmula a la que me refiero
pretende ser imparcial frente a las expectativas de ambos nacionalismos, el
español y el catalán, por lo que su vocación sería servir de criterio, vara de
medir, en la disputa, al menos para un interlocutor razonable afincado en cualquiera
de ambos territorios.
Dice así: tanto autogobierno como sea
compatible con la igualdad de derechos políticos, sociales y económicos de
todos los ciudadanos. Lejos de un esquema vacío, el principio coordina dos
valores positivos, el federalismo y la justicia, generando entre ambos
armonía.
Pongámoslo en ejercicio. Si un
territorio X reivindica mayoritariamente el derecho a establecer libremente sus
instituciones políticas, planteando incluso la secesión respecto a un Estado
previo, nada se le podría reprochar, salvo que el resultado supusiera un aumento significativo de la desigualdad en derechos y deberes de los ciudadanos del Estado naciente
respecto a los del Estado con el que anteriormente formaba una unidad.
Dicho en roman
paladino, si la secesión de Cataluña o cualquier otro territorio tiene como consecuencia que
los desempleados, jubilados, enfermos o trabajadores de Andalucía o Extremadura
vivan peor que los desempleados, jubilados, enfermos o trabajadores de
Cataluña, esta secesión es, al menos parcialmente, ilegítima. Resulta incomprensible que
partidos como PSC, I.U. o Ezquerra Republicana, de tradición obrerista e internacionalista,
se posicionen sin matices a favor de una consulta cuya consecuencia pudiera dar
lugar a que la distribución de los derechos sociales y económicos primaran la
pertenencia nacional a la social, el ser miembro de una comunidad a ser miembro de una clase, la vinculación a un
territorio a la condición de persona.
Ahora bien, supongamos que Cataluña o
cualquier otra nación, región o territorio quiere incrementar aún más sus competencias para
determinar de un modo diferente al resto de territorios cuestiones que
no implican un menoscabo de la igualdad en la cuota de bienestar social de sus
ciudadanos, como la eutanasia, la legalización de las drogas, el sistema
penal, el aborto, la regulación del matrimonio, la gestión de la sanidad y educación o la organización territorial, nada habría que objetar. Por el
contrario, la diversidad incrementaría la riqueza y pluralidad del estado, sea este
autonómico, federal o confederal.
Y por si algún nacionalista catalán
considera sesgado hacia el lado español el principio propuesto, la prueba de su
imparcialidad radica en que en el supuesto de que en un futuro próximo España
quisiera mediante referéndum salirse de la unión europea para zafarse de
contribuir fiscalmente al desarrollo de países desaventajados como Grecia o
Portugal, lo juzgaría igualmente ilegítimo. La insolidaridad entre los pueblos, la desigualdad entre los ciudadanos no pueden jamás formar parte del derecho a decidir.