Hubo una vez un alcalde a quien le producía sarpullido la palabra participación. Es cierto que al principio trató de ocultar su fobia por el ejercicio de la libertad colectiva, manteniendo un tono cordial y simpaticón, tiernamente campechano, que suscitaba la devoción de sus convecinos, correligionarios y votantes. Pero tan pronto como tocaba poder, no sé como decirlo, lo sentía como suyo, le daba por apropiárselo, agarrándose a él con la misma ansiosa desesperación que un niño a las chuches de Rajoy (como se recordará suprimir el IVA en las chuches, por su visión de futuro, fue el eje del programa económico del Partido popular). “Aquí no hay más jefe que Miguel Campeador…” entonaba con voz de barítono cada mañana al entrar en su despacho, acompasando el canto con un enérgico golpeteo de puños en su esternón y encaramado cual búho redondo y flamígero en la silla más alta.
Los
síntomas del síndrome conocido como Miguel
campeador no tardaron en manifestarse al poco de conseguir la mayoría
absoluta. No habían pasado ni cien días cuando
redujo a la mitad el número de plenos para que la oposición no pudiera
fiscalizarlo; los convocaba a horas y días intempestivos, sin orden ni
concierto, para que ningún vecino
pudiera acudir a ellos; ponía cuantas trabas estaban a su alcance a la labor de
control de los concejales; y aprobaba el presupuesto municipal cuando estaba a
punto de expirar el ejercicio presupuestado. Pero aquella pérfida hambre de
poder seguía sin saciarse, le roía a todas horas, como si hubiera sido poseído
por aquel histórico edil de los tiempos obscuros, el que tiene nombre de
sabio bíblico pero en pequeño: Salomón-cete, al que secretamente admiraba. No
le tembló el pulso para suprimir el boletín municipal y dejó que agonizara la web
local, dejando a su pueblo en la mayor opacidad informativa.
En
vano solicitaron grupos de vecinos, mediante campañas de recogida de firmas, celebrar
consultas sobre temas tan importantes como el destino de la fundación caja
rural o la gestión del agua. La sola idea de que se pronunciara el pueblo le
producía un dolor abdominal, una punción aguda en el bajo vientre, una incómoda
urticaria en la parte más sensible de sus tremendas –a fuer de entrenamiento−
gónadas. Sus delirios absolutistas llegaron a tal punto que decidió conculcar a
sus vecinos, incluso a los representantes de asociaciones, el derecho a intervenir
al final de los plenos por temor a que sus consideraciones le resultaran enojosas. Y por nada del mundo aceptó hacer pública su declaración de bienes e
ingresos como le demandaba la oposición, la ley e incluso su propio partido. En
ese punto hay que ser compasivos, la transparencia resulta, para este tipo de
síndromes, tan dolorosa como dicen que lo es la luz para
el vampiro o el agua bendita para el aciago demonio.
Hubo
una vez un alcalde manso en sus formas y áspero en sus intenciones, que desarrolló
el extraño síndrome de Miguel Campeador.
A veces los niños, ávidos de risas y sarcasmos, le provocaban por las calles
susurrando cerca de su oído: ¡participación!
Y él, al oír la palabra maldita, sin poderlo evitar, con la precisión de un
muelle, se arrojaba a su cartuchera y
blandía contra ellos, como un viejo fusil,
su vara de mando. Venid aquí, bribones, cachorros comunistas –gritaba–, que os
voy a dar yo participación.