Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti.
John Donne,
Nada perturba más mi ánimo que
visitar un cementerio, encontrarme de frente, sin subterfugios, con el
espantoso silencio que acabará devorando cuanto amo. Pero hoy, soleado día de
noviembre, he decidido vencer esta
cobarde aversión y ponerme al alcance de su tacto gélido, ser testigo de la
despiadada masacre del tiempo.
Uno a uno he recorrido los nichos de
la parte nueva, los humildes sepulcros que sellan a la mirada los restos de mis convecinos, reconociendo con añoranza
sus rostros cercanos, a veces ingenuos, posando ante la cámara con ignorancia
de que precisamente esa fotografía, tomada en una boda o un cumpleaños, evocaría
su recuerdo cuando ya no estuvieran.
Sentía que sus vidas pasadas me
asaltaban en tropel, alargando sus dedos hacia mí como tristes fantasmas
sedientos de memoria: todos querían recordarme lo vivido, por pequeño que fuera:
un saludo amable, una preocupación compartida, un concierto, un sueño hermoso, una
cerveza, un paseo por la feria.
Solitario, ante la indiferencia del
cielo y de los pájaros, estallé en un sollozo eternamente largo y sentido, hasta tal punto me desbordaba la piedad por
esos pobres seres, por sus momentos finales, por el fatal desamparo al que se
habrían tenido que enfrentar hasta ser demolidos.
También lloraba por mí, porque ahora
nadie más que yo podría acreditar que un día me los crucé por la calle, que un día compartí con ellos mirada, broma, vino o abrazo. Comprendía de pronto lo que esos tristes difuntos,
en aquel soleado día de noviembre, me querían trasmitir con impaciencia: que más allá
del pequeño yo, orgulloso y distante, formábamos un solo tapiz de innumerables almas, que nuestras vidas estaban extrañamente entretejidas, que era yo mismo quien descansaba parcialmente en esas sepulturas.
Cuando regresé al lugar de los vivos
me sentía desorientado y confuso. El contacto con la muerte nunca nos deja
intactos. Al cruzarme con algún anciano, con alguna señora, joven o niño, de nuevo me saltaban las lágrimas, anticipando sus rostros junto a un nicho
vacío. Suerte que una fuerza mayor, la de la vida, creció en mí hasta hacerme
estallar en un mar de ternura. Cada uno de esos hombres y mujeres, rebosantes todavía de luz y de esperanza, brillaban para
mí como un milagro único. Era la vida, no podía ser otra, la que me decía: no dejes, jamás, para mañana lo que puedas amar hoy.