sábado, 24 de diciembre de 2011

LA HABITACIÓN 262


Hubo en mi pueblo un hombre al que odiaba de una manera intensa y obsesiva. De esos que si pudiéramos hacer desaparecer con tan solo apretar una tecla no lo dudaríamos ni un minuto. Su lengua era animosa y viperina, casi un cóctel molotov; con ella tejía todo tipo de rumores e intrigas contra mi persona a fin de asesinar, ya que no le era posible mi cuerpo, al menos mi imagen pública. Su intención era darme muerte civil, tan común en las zonas rurales donde las lenguas tienen filo y cortan como hoces.
Nada tiene de extraño, con ese modo de ser del odio, tan tumoral e impreciso, que impregna por asociación todo lo que se relaciona con la persona objeto de nuestra inquina, que su simple figura a lo lejos, el timbre exacto de su voz, la expresión de su semblante y hasta su forma de andar acabaran resultándome  aborrecibles. Y, como se hace en los pueblos con aquellos que detestamos, le negara el saludo cuando me lo  cruzara por la calle.

Jamás olvidaré, sin embargo, que aquel veinticuatro de diciembre de 2007, cuando visitaba a un primo al que recién acababan de operar de apendicitis, en ese enmarañado laberinto que es el hospital de Alcázar de San Juan, me introduje por error en la habitación 262, cuando mi destino era la 162. Para mi asombro estaba vacía. Miento, tan solo un rostro enjuto y demacrado yacía en la cama izquierda al fondo del cuarto, con la mirada extraviada y un tenderete de goteros desplegados al pie de su cabecera. Evidentemente me había equivocado de habitación porque aquel paciente, casi comatoso, en nada se parecía mi primo. Pedí perdón por el error y por haber entrado sin llamar, pero el enfermo estaba tan sedado que ni siquiera me oyó ni me miró.

Al salir de las 262 maldiciendo mi despiste y a los arquitectos que lo habían propiciado,  me di de bruces con una muchacha que se disponía a entrar en ese preciso instante. Era del pueblo, la reconocí enseguida. Venía de comprar un bocadillo de la cafetería del Centro, según me explicó más tarde, y para mi infortunio –porque el odio se suele extender también a los familiares– era la hija de mi peor enemigo, aquel hombre intrigante al que odiaba desde hacía décadas. Por mera cortesía la saludé, parecía mal no hacerlo en ese contexto, preguntándole con curiosidad para qué entraba en esa habitación desolada. Tuve el presentimiento, tal vez el deseo, de que ella también estuviera perdida y hubiera llegado allí por error. Su respuesta lacónica fue: estoy cuidando a mi padre. ¿Tu padre? –La interrogué con extrañeza–. Sí, ¿no lo has visto?, es el que está acostado junto a la ventana –me dijo señalando con el dedo hacia el hombre de la camilla al que mi confusión me había dirigido hacía apenas un minuto.

Es difícil describir lo que sentí al oír sus palabras, en esa milésima de segundo donde multitud de datos inconexos se combinan de pronto para componer una imagen que hubiéramos preferido no tener que percibir. El referente de mi aversión, al que odiaba con todas mis fuerzas, estaba postrado en una anónima cama de hospital esperando la muerte. Tan desfigurado por la enfermedad que ni siquiera lo había reconocido al pasar. Su cara lucía pálida, sin expresión, y su cuerpo era un despojo de carne humana agotada por el sufrimiento.

Moriría probablemente en pocos días en el mejor de los casos o, tal vez, la infame naturaleza tendría reservada para él una lenta agonía. Imposible saberlo. Lo que era indudable es que, en los escasos momentos de lucidez que le permitieran las administraciones de morfina, se daría cuenta de lo solo que estaba en ese trance, a pesar de estar rodeado de los suyos. Aún más  solo que la primera vez, cuando fue recibido con ilusión en el universo de los vivos. Pensaría posiblemente en la vida pasada como en un sueño irreal y anticiparía su inminente abandono de este mundo, lo que para los sanos es un espantoso silencio que nunca termina, con alivio.

Una enorme compasión, que surgía del realismo antes que de la bondad, me sacudió por dentro. Mayor quizás porque se oían a lo lejos cantos  de villancicos y explosiones de petardos con los que un grupo de niños festejaba la noche buena, resaltando por contraste el desamparo de la habitación 262. Viendo la suerte de aquel pobre moribundo veía la suerte de todos reflejada, mi propia suerte. He de decir que mi enojo  y animadversión se desvanecieron, como cristales de sal al contacto con el agua, cuando comprendí, de una forma que no se puede expresar con palabras, que es tan duro el dolor de vivir que salda con creces nuestras pequeñas iniquidades, que no es justo odiar a quienes están destinados a ser pasto de la desgracia y la desdicha, que es ya de por sí demasiado brutal la tortura que la existencia inflige a nuestros prójimos para añadir a su crueldad la amarga saña de nuestro rencor.

Así que esperé a que no hubiera nadie en la habitación para rozar, por primera y última vez, aquella mano huesuda, casi cadavérica, y con un suave apretón le dije en voz baja: la paz contigo paisano.

domingo, 18 de diciembre de 2011

NEGO–COACCIÓN COLECTIVA

Tras el último ajuste de personal la plantilla había quedado en siete trabajadores, cuya labor consistía básicamente en cargar y descargar palets de materiales de construcción para distribuirlos por todo el Levante. Su antigüedad laboral oscilaba entre los seis meses y doce años, habiéndoseles reducido el sueldo, como compensación por el privilegio de haber mantenido su contrato, a la cantidad de novecientos euros al mes, ya prorrateadas las pagas extras.
Las tareas que realizaban eran relativamente sencillas y rutinarias, por lo que la labor del encargado se limitaba a una mínima supervisión del rendimiento general. Era éste un tipo bajito, de frente despejada y poco dado al esfuerzo, que había logrado su puesto gracias al autodescarte sucesivo de sus antiguos compañeros, reacios a asumir  responsabilidades por un mísero complemento de cien euros al mes. Aquí radicaba sin duda el origen del mal ambiente que se respira en SNJ.SA, ya que aquellos siete hombres aceptaban de mala gana que el menos cualificado de todos ellos, el más perezoso y servil,  se hubiera convertido de la noche a la mañana en su superior.
Se trataba no obstante de un puesto devaluado, la función del encargado no era otra que hacer el trabajo sucio al gerente, hombre de unos cincuenta años, sólidas creencias religiosas y carácter temperamental, convicto defensor de la familia tradicional, a la que se enorgullecía de haber contribuido con nada menos que ocho hijos, y que, a pesar de su cuerpo raquítico y enclenque, dirigía la empresa con mano firme.
Ese día uno de los toros cargado de palets había pisado un bache, de los muchos que estaban esparcidos por aquellas naves descomunales a las que apenas se mantenía, con tan mala suerte que una partida entera de baldosas cerámicas había crujido en el accidente, desportillándose la mayor parte de sus piezas. Aproximadamente mil euros se habían ido al garete.
El gerente, inmediatamente informado por el encargado -que disfrutaba con los traspiés de sus antiguos compañeros, sabedor del desprecio que le profesaban-, los había mandado llamar urgentemente a su despacho.
Sentado con su traje gris perla al pie del escritorio, donde se entretenía archivando catálogos obsoletos de retroexcavadoras, tardó unos cinco minutos en levantar la vista hacia el grupo. Su  rostro reflejaba la ira contenida.
–Me queréis explicar qué cojones ha pasado con el toro –dijo con voz áspera y gesto displicente, dirigiéndose a todos sin fijar la vista en ninguno en particular.
El responsable del accidente agachó los ojos y musitó con tono culpable:
–Lo siento mucho, no me di cuenta del bache y...
–¡A mí me toca los cojones si lo sientes o lo dejas de sentir! , ¿en qué hostias estabas pensando? –lo cortó secamente el gerente.
–Pero señor…
–Ni señor ni señora, coge tus cosas, ve a la oficina y recoge tu finiquito. Estas despedido.
–Pero…
 ¿Es que además de ciego estás sordo…?, ¿no has oído lo que te he dicho?  No están las cosas para que una empresa seria se permita el lujo de tener a un inepto como tú a cargo de su maquinaria
Aquel obrero de cuarenta y cinco años salió del despacho cabizbajo, con un fuerte nudo en la garganta, imaginando cómo le explicaría a su familia lo sucedido. Su mujer llevaba en el paro más de dos años. Los otros seis compañeros se sentía indignados, molestos por la desproporción del castigo, y por el hecho de que a ellos, que no habían cometido ningún error, se les hubiera obligado a presenciar aquella escena tan ingrata. Sacando fuerzas de flaqueza, el más antiguo de todos creyó que era su deber interceder, atreviéndose a iniciar una tímida protesta.
–Señor gerente, ¿no cree que es demasiado despedirlo?, ha sido un error involuntario, tiene familia…
– ¡Maldita sea Antonio! –le interrumpió rojo de cólera el gerente, irritado de que un inferior se atreviera a cuestionar su autoridad.
–Me importa un comino si tiene o no tiene familia. Ese es su problema. A mí me pagan porque no se rompa ni un puto azulejo. Y os diré más, ya que veo que os estáis poniendo chulitos. Si no os interesan las condiciones que tan generosamente se os ofrecen estáis tardando en ir a la oficina a decirle a la secretaria de mi parte que os prepare también a vosotros el finiquito. Tengo a seis millones de muertos de hambre esperando en la puerta, dándose patadas para ocupar vuestros puestos. Con los cuatro duros que me cuesta mandaros a tomar por culo puedo permitirme cambiar de plantilla tantas veces como me salga a mí de los cojones –los testículos del gerente siempre estaban en su boca cuando se enfadaba.
Y por si no fuera poco con aquel rapapolvo, adivinando la rabia y el temor que debían sentir aquellos hombres al escuchar su arenga, decidió interpelarlos con ánimo intimidatorio desde su sillón de cuero deslustrado, fijando sus ojos altivos en cada uno de ellos:
–Tú ¿te interesa el puesto o prefieres irte a la calle a buscar algo mejor?
–Prefiero quedarme señor gerente.
–Tú ¿te interesa el puesto...?  
–Estoy contento con el puesto señor gerente.
–Tú ¿te interesa...?       
–Me quedo señor gerente….
Y así fue escuchando, satisfecho de comprobar su poder, el consentimiento verbal de aquel montón prescindible de mano de obra barata. Mientras, los obreros permanecían en silencio, sin atreverse a mirarse unos a otros a la cara, para no sentir la propia vergüenza reflejada en los ojos ajenos, con ese sabor acre que nos perfora por dentro cuando hemos sido maltratados ante testigos; cuando se ponen las cartas sobre la mesa y compruebas que no tienes nada, que no eres nada, que no vales nada frente al envite de tu rival; cuando te hacen ver con crudeza que la imagen que tienes de ti mismo es tan solo un farsa urdida por ti y no eres más que un pobre rehén de las circunstancias que ha de mendigar para sobrevivir.
 No había remedio ni alternativa ¿Qué sería del futuro de sus hijos, de su casa hipotecada, de sus compañeras en paro, si decidían comportarse con dignidad?
En medio de esa sensación de desamparo social, forzados por la necesidad que los emparentaba con los antiguos esclavos, vasallos, proletarios de todas las épocas, comprendían por el fin el secreto de su condición obrera. También el significado de esos manidos eufemismos, oscuros tecnicismos, palabras políticamente correctas como flexibilización del mercado laboral  (despido barato), competitividad (sueldos más bajos que las empresas rivales) o modificar la negociación colectiva (enfrentar a unos cuantos trabajadores indefensos ante el poder directo de su empleador), que los grandes gurús de la economía de mercado proponían como remedio para salir de la crisis.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

POLÍTICA DE PAREJA: FEDERALISMO VERSUS CENTRALISMO


A la sombra del primer beso, en el instante inmediatamente posterior al primer te quiero, tras despertar por vez primera en la misma cama, salta como un resorte, casi como un cepo, un mecanismo de apropiación mutua de los amantes.
Sin haber tenido tiempo siquiera para un proceso constituyente, sin el más mínimo diálogo, sobre la trama ligera de unos cuantos abrazos íntimos, se conforma un reducido Estado soberano. Es el milagro de la transubstanciación amorosa: donde antes existían dos individuos libres y separados, un yo y un tú que recelaban del mundo, aparece un nosotros, festín de los poetas, que asemeja en su homogeneidad al cúmulo de carne embutida que exhiben los charcuteros detrás de sus vitrinas.
Tras este momento inaugural cada uno de los con–yuges  –término que designa en latín el palo o yugo que unce a los bueyes– habrá cedido de forma total su libertad afectiva y sexual, como fase previa de un autodespojo que culminará con la cesión del espacio vital y los ingresos, a un ente colectivo: la pareja.
Como en todo Estado central, esta democracia imposible de tan solo dos miembros, gozará de plena soberanía, mientras que sus integrantes tendrán que pedir permiso a partir de ahora hasta para ir al baño. Un código  no escrito prescribirá el uso que habrán de realizar de sus afectos y deseos personales, los límites difusos entre lealtad y  traición,  el contenido exacto de lo que puede o no puede ser compartido con otros sin previa autorización. Quedar con las amigas, hacer un viaje, cambiar de trabajo, ver un partido con los colegas, ponerse minifalda,  charlar con un ex o hasta visitar a la familia tendrán que recibir el beneplácito de la autoridad gubernativa. No contar con el correspondiente visado dará lugar a reproches, broncas y un sin fin  de actos de manipulación.  
Aunque en los últimos tiempos se haya suavizado el régimen carcelario, más en la forma que en fondo, surgiendo todo tipo de eufemismos como el  matrimonio civil o la pareja de hecho, los defensores de un imaginario cultural que priva a la vida íntima de una libertad que ha costado un siglo conquistar en otros ámbitos, se  obstinan en no abordar públicamente el dilema entre un modelo centralista y otro federal de entender la pareja, y a cuyo lado los conflictos nacionalistas entre vascos, catalanes y españoles resultan irrisorios.
El problema del paradigma centralista, que representa la manera en que  Occidente institucionaliza el amor, es que, al dar por supuesto lo común, incita a cada uno de los miembros a recuperar su libertad alienada, a dejarse seducir por el espacio prohibido que brilla tras las rejas, a colarse por los entresijos de las aduanas para confirmar, aunque sea de forma traidora y clandestina, el propio yo. Mentiras, secretos e infidelidades  se multiplicarán en una red de sumideros subterráneos, contaminando de desdicha aquella romántica frescura anterior a la caída. No resulta extraño bajo esta perspectiva que un tercio de las pruebas de ADN nieguen la paternidad, es decir,  ratifiquen que el padre biológico no coincide con el padre legal.
Mas no seré yo quien ponga en riesgo tan venerable institución. Ya hubo un intento exitoso por parte del movimiento feminista de reformar su pliego de condiciones, su letra pequeña, a fin de que la distribución de  cargas y beneficios dejara de responder a criterios sexistas y patriarcales. Las nuevas cláusulas disponen que lavar las prendas íntimas, hacer la cena, calentar el biberón o practicar el sexo han dejado de constituir una obligación de la mujer para convertirse en una exigencia mutua.
El problema es que tal vez lo que debiera ser impugnado, en beneficio de los amantes, sea el propio modelo centralista de cesión de derechos en vez del contenido del reparto. Abandonar, en suma, el mito castrador de la media naranja en favor de una federación cítrica de naranjas enteras. Me declaro pues, como un Pi y Margall del amor, partidario de un modelo federal. Un modelo donde los individuos que conforman la pareja no se vean jamás forzados a cancelar su libertad, que es el bien más preciado que poseen. Lo que no supone reivindicar la promiscuidad sexual o la anarquía afectiva, sino entender la relación amorosa como una resultante, un espacio común al que ambos contribuyen, pero donde nada se da por supuesto ni es obligatorio salvo que los pretendientes lo hayan acordado expresamente.
En el federalismo marital ingresos, afectos, deseos, lealtades y aspiraciones se supondrán siempre bajo el control individual de los consortes, y solo entrarán a formar parte del acerbo común cuando estimen que con ello se incrementa el grado de felicidad mutua y de cada uno considerado aisladamente. La unanimidad será la recompensa y no el consenso impostor que encubre normalmente el voto de calidad de una de las partes.
Es posible que, en práctica, el modelo centralista y el federal se parezcan tanto en el contenido que resulten indistinguibles, del mismo modo que en los móviles que disponen de conexión a Internet llega a olvidarse si dicha conexión ha sido activada expresamente por el usuario o por la compañía sin el consentimiento de aquél. Lo que no merma ni un ápice que la inclusión no solicitada de un servicio de pago sea lo más parecido a una estafa.
Contienden por tanto dos políticas radicalmente divergentes. Si he decidido inclinarme a estas alturas de mi vida  por el sistema federal es, en primer lugar, porque intuyo que el impulso espontáneo de los amantes ya no será recuperar la libertad perdida –el individuo no está en peligro–, sino incrementar el patrimonio común, que es, para este modelo, la parte vulnerable. En segundo lugar, porque así los inevitables sacrificios, que en toda relación se hacen para calmar la ansiedad afectiva de los enamorados, no constituirán un deber, objeto de exigencia, sino una ofrenda, digna de gratitud.
Sospecho además que, en el modelo federal, el varón tendrá más dificultades para considerar a la mujer parte de un territorio común indivisible, una provincia sometida a su férreo control, cuya voluntad de separarse tiene derecho a interpretar como un acto de secesión contra el Estado amoroso central –del que él actúa como garante– que debe ser castigado, llegado el caso,  con la muerte. Al no darla por seguro se verá urgido a conquistarla cada día, a riesgo de ver disminuidas sus cesiones. 

viernes, 2 de diciembre de 2011

SE REACTIVA LA OFENSIVA CONTRA EL MATRIMONIO HOMOSEXUAL (El experto psicólogo nombrado en su día por el PP los considera enfermos mentales).

El abajo firmante solicita la realización de estudios psiquiátricos que permitan determinar la declaración de la homofobia, el odio a los homosexuales, como una de las más peligrosas psicopatías del siglo XXI, excluyendo del derecho a la adopción de niños a quienes la padecen.
Se trata de una grave enfermedad psicológica por la que algunos humanos, normalmente varones, experimentan un rechazo violento y compulsivo hacia quienes muestran una orientación sexual diferente a la suya.
Los antecedentes familiares de este tipo de enfermos suelen ser un padre violento y hostil, que se las da de muy macho, con tendencias  conservadoras, para quien la mujer es tan solo un objeto sexual. Se trata de varones cuya autoestima se funda en su capacidad para penetrar al mayor número de hembras y dar hostias como panes. La madre suele ser débil, sumisa y habitualmente maltratada en su condición de mujer.
Dada la peligrosidad de estos sujetos deberían ser expulsados, hasta  su completa rehabilitación, de toda actividad científica respetable, a la que utilizan para tratar de justificar sus prejuicios irracionales, ilegalizando asimismo cualquier asociación, partido o religión que no reniegue expresamente de dichos prejuicios tan nocivos para la salud propia y ajena.
Es precisamente el acoso y discriminación que los homófobos ejercen contra los homosexuales el que genera un entorno socialmente hostil, que acaba precipitando a algunos de éstos en graves trastornos emocionales al  introyectar contra sí mismos el venenoso odio destilado. Pero el cinismo de estos psicópatas puede llegar tan lejos que, como en el caso del experto que llevó el PP al Congreso, D. Aquilino Polaino, en vez de reconocer su culpabilidad y pedir perdón por los daños picológicos infligidos a gays y lesbianas,  –tales como depresión, ansiedad crónica o suicidio–,  pretenden después liberarlos  de la homosexualidad con sus nauseabundas machoterapias.  Es como si los miembros del ku kus klan fueran llamados como expertos dermatólogos al Congreso y, tras juzgar el color negro como una enfermedad de la piel, pretendieran remediarla con terapias blanqueadoras.
Es una obligación ética y jurídica prohibir, por motivos de salud pública, a tan peligrosos enfermos mentales el contacto continuado con menores,  tanto en la familia como en la escuela, para evitar que los traumaticen con su enfermiza y castradora forma de ver el mundo.
La causa última de su enfermedad radica, sin embargo, en el odio a la mujer, que les incapacita para aceptar su parte femenina. Prueba y ejemplo de esta motivación, oculta a su conciencia, es el curioso comportamiento que exhibe este tipo de enfermos en aquellas agrupaciones donde dan rienda suelta a su homofobia: las iglesias. Es sintomático que en todas ellas impidan a la mujer el ejercicio del sacerdocio en igualdad con el hombre (lo que delata su odio a la mujer), mientras los fieles asisten a sesiones litúrgicas donde unos cuantos varones se travisten con pomposas y coquetas vestiduras, liberando con este ritual su parte femenina reprimida.

viernes, 25 de noviembre de 2011

NEOMACHISMO. ELOGIO DE LA PUREZA SEXUAL CALCULADA (Un comentario al informe sobre los nuevos patrones de relación entre jóvenes de distinto sexo).


Dejémonos por un momento de romanticismo y consideremos el mundo de las relaciones heterosexuales como un inmenso mercado, en el que se distribuyen bienes importantes como la seguridad afectiva, la satisfacción sexual o la plenitud amorosa. Hombres y mujeres actúan como oferentes y demandantes tratando de optimizar sus intereses sentimentales en competencia con los miembros de su propio género. Cosmética, vestuario, dietas, aerobic, ademanes eróticos, cirugía estética y las innumerables técnicas de seducción no son sino formas de marketing para hacer visible, enfatizar y promocionar el producto, que es  uno mismo, en ese concurrido intercambio.
Hasta hace una década el mercado amoroso era rígido y poco flexible, casi socialista, interferido por una imagen machista y patriarcal de la mujer, que prescribía su castidad y excluía a las promiscuas y liberales, destinándolas a la economía sumergida. El éxito del macho consumidor no era otro que adquirir una mujer respetable, inmaculada como la virgen María, a estreno, como novia y esposa, y luego practicar con voracidad el sexo con ligeras y casquivanas en el mercado de derivados. En momentos de escasez y desabastecimiento, por fealdad o cutrez del comprador,  podía recurrirse a un producto siempre disponible, la prostituta, que configuraba un tercer mercado.
Las mujeres, asumiendo la estricta regulación machista, para no devaluarse tenían que mostrarse mojigatas y puritanas, salvo con un único comprador, renunciando, si no a su sexualidad, sí al menos a la posibilidad de disfrutar, en igualdad de oportunidades con el hombre, de un alto grado de circulación erótica. En vez de capital circulante se convertían en el pasivo financiero de un solo banco, casi un inmueble, que impedía el sobrecalentamiento de la economía y la inflación amorosa.
El hombre por su parte gozaba a manos llenas del rol de consumidor,  que le daba derecho a probar el género en toda su diversidad y sin cortapisas. El resultado: a cada mujer, trocada en producto sexo–afectivo, no le quedaba más remedio que atrapar cuanto antes a un buen adquiriente sin excesivas probaturas, asumiendo un riesgo sub prime, casi una hipoteca basura, para  evitar devaluarse, es decir, ser despreciada por el resto de consumidores como novia y esposa, y expulsada al mercado de segunda mano o vendida en una tienda de outlet como oferta exclusiva.
Pero las cosas, como indiqué, cambiaron de forma drástica en las últimas décadas. El mercado sexual se ha liberalizado. Las mujeres exigieron, en justicia, la igualdad en el bazar de los afectos, los lazos amorosos se volvieron líquidos, casi de usar y tirar, las feministas reivindicaron el derecho de toda fémina a la libertad sexual, el capitalismo amoroso logró que el sexo dejara de ser un tabú para convertirse en un deber conyugal, donde la viagra y las drogas de diseño compensaban, con un crédito a corto plazo, la falta de liquidez en testosterona.
Incluso los tres mercados se unificaron: las chicas se burlan con razón de la virginidad y se han vuelto promiscuas como los chicos, cuyos patrones amatorios tratan de imitar hasta en la histeria de los campos de fútbol.  Y ni siquiera faltan universitarias decentes que presumen de sacarse un dinerillo los fines de semana vendiendo su cuerpo al por menor para pagarse unas ropitas en Zara o Versace. Son ahora las estrechas, las  sexualmente poco generosas, las excluidas del mercado. También en el amor, como en las finanzas, se penaliza el ahorro. Lo que se han de comer los gusanos que lo gocen los cristianos, es el lema de este neoliberalismo sentimental.
¿A dónde quiero ir a parar con esta improvisada introducción a la economía sexual? Mi intención como comentarista amoroso es desenmascarar los riesgos que para las jóvenes mujeres genera esta aparente desregulación del actual mercado, al que acuso de ser tan machista como el anterior pero mucho más sutil, y tal vez por ello más peligroso.
Puesto que las adolescentes siguen siendo tenazmente románticas como en el viejo mercado tradicional, esperando del amor en pareja el sentido de su vida –así lo confirman los últimos estudios–, pero no pueden utilizar su reserva sexual por miedo a ser expulsadas del mercado liberalizado –al igual que a España no le es permitido utilizar la depreciación de su moneda como táctica para mejorar sus cuentas– no les queda otro remedio que competir ferozmente entre ellas para complacer al varón. Con la diferencia de que si antes las más codiciadas eran las que más se resistían, ahora las más codiciadas, en principio, son las más complacientes, las que más satisfacción producen al macho, que controla, por su menor lastre de romanticismo, el mercado.
Erigido en rey consumidor, y como siempre, promiscuo y vanidoso, el macho sigue devaluando con desdén los bienes y servicios femeninos una vez probados, con la esperanza de nuevos y más complacientes productos. Con la ventaja añadida de que ahora esos productos, envueltos en ropa sexi, ademanes provocativos y ebrios de alcohol, se exhiben para él los viernes y sábados por la noche como en el mejor anuncio de coca cola, sin que tenga siquiera que levantarse del sofá para llevarse uno a la boca. El nuevo metrosexual ya no necesita vírgenes, se ha vuelto perezoso para enseñarles, ahora las prefiere experimentadas.
Madres y esposas, mujeres adultas y libres, si queréis escuchar a este modesto analista que intenta ser fiel a lo mejor del viejo ideal de caballerosidad, oculto como un caballo de Troya en el universo masculino, os conmino a celebrar una gran asamblea de mujeres para regular con otros parámetros un mercado que degenera por momentos. Cuanto más fáciles y complacientes se vuelven ellas más chulitos y engreídos se vuelven ellos, por lo que para no ser agredidas como mercancía barata demandarán la protección de algún macho alfa con cachitas y mirada estúpida, a cambio de someterse a su control. Y ya sabéis lo que eso significa, la degradación de las relaciones amorosas al nivel sórdido de la prostitución.
 Por lo que no estaría de más diseñar una nueva estrategia de pureza colectiva calculada, no basada en rancios ideales ascéticos, sino como la que se plantea en la obra de Aristófanes Asamblea de mujeres, cuando las esposas atenienses decidieron negarse a practicar el sexo para obligar a sus maridos a no ir a la guerra. El mayor poder de la mujer para concurrir en el mercado del afecto sigue siendo su capacidad para controlar su sexualidad, su menor vehemencia que no va en detrimento de su mayor potencia para el goce. Si renuncia a este poder, siguiendo las consignas neomachistas de  banalización del sexo, se devalúa en beneficio de un varón        –mercado tradicional– o de sucesivos varones –mercado liberal– El machismo ha vuelto, pero vestido  de lagarterana.  

sábado, 19 de noviembre de 2011

PARAÍSO PERDIDO (Historias de Coralie)

«Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos»                   
             Mateo 18, 1–5    
                                                                      
-Coralie, no puedo concentrarme –le dijo el pequeño Alex con voz apurada y tristona–  como si a sus solo once años hubiera sido perseguido en la noche por una criatura siniestra y feroz.
Ella lo recibió en su despacho, como al resto de los niños, con sonrisa cálida, hospitalaria y un vivo interés. A esa edad son reticentes a abrir el corazón a los adultos, por lo que un orientador sabe mejor que nadie que en las escasas ocasiones en que se atreven a dar el paso, han de sentir que son objeto de la mayor atención.
-¿Qué te pasa Alex? ¿Qué me quieren decir esos ojos tristes? Cuéntame…
Fue esta mañana después de levantarme. Ha sido horrible –y al decir “horrible” el brillo de una lágrima le asomó en el rostro por efecto de la luz  que penetraba pletórica por el ventanal.
-Es que cuando mi madre estaba barriendo el patio salió un ratoncillo en medio de las hojas. Yo le dije que quería cuidarlo, era tan chiquitín y tan bonito.., pero mi madre no me escuchaba. Estaba como loca. Llamó a mi padre y se liaron a golpes y escobazos. Yo les chillaba que lo dejaran, pero no me hicieron caso –el niño era incapaz de continuar con la historia por el fuerte nudo en la garganta que le generaba el recuerdo de lo ocurrido.
-Cuéntame todo Alex –le susurró Coralie con una mirada en la que podía leerse una comprensión cargada de dulzura, que iba más allá del mero rol de psicóloga orientadora.
-Tenía las tripas fuera y movía una patita –dijo con un sentimiento  de espanto que su alma era incapaz de digerir– Y no hice lo suficiente por salvarlo… Coralie comprendió de pronto la gravedad y alcance de aquella angustia infantil, el modo en que una sensibilidad tan delicada había sido herida por un acto de violencia innecesaria, sintiéndose luego culpable tal vez para proteger, mediante la atribución a sí mismo de un daño que no podía haber evitado, a quienes amaba.
 Como demonios, terribles preguntas sobrevolaban sin respuesta el corazón de Alex. ¿Cómo era posible que su madre y su padre, los seres con diferencia más importantes para él, actuaran de aquel modo tan brutal, se complacieran en la cruenta ejecución de un ratoncillo indefenso? Algo profundo e íntimo se había roto dentro de él, y además lo había hecho para siempre. Ese algo era la infancia, que no es otra cosa que la confianza ciega en la bondad del mundo, el único paraíso que nos es dado disfrutar a los humanos.
Alex acababa de comer, a su pesar, de manos de su madre, el fruto prohibido, y sus ojos se habían asomado, de par en par, al horror de la existencia. Ese árbol inmemorial del que habla el Génesis, en el que se derrotó –si escuchamos con atención el sentido oculto del relato–, de una vez para siempre nuestra inocencia en beneficio del conocimiento del bien y del mal.
Coralie, al contemplar el candor que rebosaba el rostro de Alex, el amargo dolor de aquel corazón en carne viva, y tal vez desbordada por el recuerdo de su propia inocencia acuchillada en alguna parte del camino, no pudo contener su deseo de abrazarle con desmedida ternura –lo que jamás hacía por respeto a esa norma no escrita que sanciona el tabú del contacto.   
-¡Cuánto te entiendo Alex! ¡Y cuánto admiro tu sensibilidad! Sé que a veces es difícil entender a los mayores. Me consta que tu madre te quiere con locura, si hubiera sabido el dolor que te causaba habría salvado al ratón.
-Pero ella me dice que no debo ser tan blando –expresó inquisitivo Alex, deseoso de saber si Coralie aprobaba ese veredicto de su madre, por el cual el problema no radicaba en la dureza de la acción sino en su excesiva piedad– Era difícil no tomar partido.
-Tu madre te dice eso porque quiere protegerte de todas las cosas malas que ocurren, pero sé que estará orgullosa cuando vea que su hijo se esfuerza cada día en educar su sensibilidad para poder defender mejor a los animales. A veces los adultos parecemos sordos al sufrimiento y nos hace falta que gente como tú, de buen corazón, nos devuelva el oído. Tienes suerte de ser como eres –el rostro del niño reflejaba por primera vez alivio, una sensación de satisfacción y orgullo al escuchar aquellas palabras de la orientadora.
Al día siguiente sucedió algo insólito en el colegio. Cuando Coralie fue al despacho del director,  se encontró un gatito pequeño de franjas grises y pardas encima del radiador, que al parecer había sido abandonado por la madre. El hermano Santiago, un fraile Lasalliano, a pesar de su apariencia sobria y contenida, acababa de darle leche con una jeringa y se afanaba por colocarlo dentro de una pequeña lata vacía, a modo de nido, envuelto en una toalla de mano.
A Coralie se le ocurrió que quizás el destino estaba de aquel modo queriendo compensar el sufrimiento de Alex. Lo hacía mostrando la vulnerabilidad del depredador natural de los ratones. Si el niño llegaba a conocer el cuidado con que una figura tan respetable, como la del director del colegio, se esforzaba en salvar la vida de un cachorro abandonado, aprendería una forma alternativa de tratar con los animales, daría cauce a su exquisita compasión y, en cierto modo, recuperaría la fe perdida en la humanidad.
Sin tiempo que perder dejó un recado al tutor del muchacho, para que comunicara a Alex el requerimiento del director de que se personara en su despacho a la hora del recreo. Como era previsible, los ojos del niño al contemplar la escena estallaron de júbilo y emoción. Todo parecía salir a pedir de boca.
Pero la realidad no siempre es dócil a nuestros deseos. Tan solo unas horas más tarde el mismo director –incapaz de disimular, bajo el porte distante que le confería su cargo, un sentimiento de cálida humanidad hacia sus alumnos, que le hacía cómplice involuntario de la historia–, llamó  a su despacho a Coralie para comunicarle que el gato había muerto, y que a Alex, cuando acudió a interesarse por la salud del cachorro, no pudo evitar decirle que lo había devuelto con la madre. Estaba preocupado porque Coralie, por desconocimiento, contradijera su versión.
 El niño llegó corriendo unos minutos después a contarle a la orientadora la buena nueva: ¡Qué contento estoy Coralie! ¡Menos mal que la madre lo ha vuelto a querer, tenía un disgusto..!
Siempre podrá discutirse si había sido correcto mentirle a Alex, tratar a toda costa de mantener cerrados sus ojos a la idea de que el sufrimiento no solo procede de las acciones humanas, sino que late también en lo más recóndito del mundo animal. Conocimiento amargo que nos exilia para siempre de la niñez. Sin embargo, el empeño de aquellos dos educadores en proteger y demorar la inocencia de uno de sus alumnos, de ofrecer una salida viable a su bondad, demostraba que no todo está perdido cuando la infancia acaba, y que el cinismo no es la única respuesta posible ante la maldad del mundo. Que los corazones sensibles nunca sucumben del todo, sino que se apresuran a reencontrar su propia infancia perdida por las estrechas veredas del amor.
     


miércoles, 16 de noviembre de 2011

HISTORIA DE UNA PUTA Y UN PAÍS

Propondré a la reflexión ciudadana una  fábula sobre la degradación de ese antiguo país llamado España, que solo una rebelión pacífica y masiva  tiene todavía el poder de revocar.
Yamira era una joven brasileña procedente de las fabelas, carente de recursos para encarar el futuro. Por si fuera poco era madre de un niño de siete años al que sabía incapaz de mantener. Presionada por las circunstancias aceptó el consejo de un familiar cercano para venir a trabajar a Madrid como camarera. Una organización anónima se ofreció a pagar su vuelo.
España era un país europeo con un mermado estado de bienestar y  niveles de prosperidad muy alejados del resto de países del entorno. Tal vez por ello fue seducida fácilmente por una política masiva de inversión en el ladrillo, aprovechando los vientos favorables de bajísimos tipos de interés, generosamente financiados por una organización de anónimos especuladores bancarios.
Tan pronto llegó a Barajas, Yamira comprendió que no era para ser camarera exactamente para lo que había efectuado el viaje. La elevada deuda no la había contraído con una ONG sino con una peligrosa mafia del tráfico humano. Estaría obligada a costearla mediante el penoso ejercicio de la prostitución en un club de alterne en las afueras de Móstoles.
El exceso de viviendas construidas en España hizo colapsar al sector  inmobiliario, y los bancos, sin liquidez, dejaron de dar crédito. La actividad económica frenó en seco, el paro aumentó hasta límites insostenibles y, como consecuencia, los ingresos del Estado cayeron en picado mientras se disparaban los gastos debidos al desempleo y al rescate de cajas y bancos. Particulares,  empresas y  Estado quedaron, de la noche a la mañana, hipotecados bajo  el peso de una deuda exorbitante.
Yamira se prostituía sin descanso en aquel infame club de carretera bajo la mirada atenta de los proxenetas. Efectuaba de quince a veinte servicios al día. Aquella chica joven era abusada una y otra vez por multitud de clientes, que saciaban su lascivia por el módico precio de cincuenta euros. Para ella eran solo veinte. El resto los tenía que entregar  en concepto de deuda e intereses. A lo que debía añadir gastos de manutención y hospedaje, toallas, servicio de habitación, costes de seguridad de los porteros que la retenían  e incluso de los preservativos que utilizaban los clientes cuando le practicaban el sexo. La deuda crecía sin su control de manera exponencial hasta volverse imposible de saldar. La culpa, le recordaban sus captores, era de ella por no esforzarse lo suficiente en complacer a los clientes.
España, empobrecida por la irresponsabilidad de gobiernos y banqueros, necesitaba obtener crédito diario en los mercados de capital. Solo así podía  hacerse cargo de los millones de parados, sostener a las entidades causantes de la crisis e intentar inútilmente reactivar su raquítica economía. El interés de este préstamo se decidía en subasta pública, a la que concurrían taimados inversores que elevaban interesadamente la prima de riesgo alegando desconfianza en la solvencia del país. Sabían que si lograban hundir la economía, España sería rescatada, lo que les reportaría enormes beneficios. Siendo obligada a pagar tan abusivos intereses no podía destinar dinero a crecer y crear empleo, con lo que su solvencia disminuía, los mercados desconfiaban aún más, aumentando sus intereses y así sucesivamente, sin límite ni pausa. La culpa, decían los expertos, era de los ciudadanos por vivir por encima de sus posibilidades.
Yamira, a pesar de entregar su cuerpo de un modo cada vez más intensivo era cada vez más pobre. Se prostituía ya solo para pagar los intereses de la deuda contraída con aquellos proxenetas insaciables. Era tal la falta de escrúpulos de los rufianes que saldaban parte de sus derechos cobrándoselos en carne, violándola cuando deseban y ofreciéndola a amigos y allegados para realizar toda clase de servicios. Se había convertido en un despojo humano rehén de sus matones, sin posibilidad de negarse a pagar por la amenaza de muerte que pesaba sobre su hijo de tan solo siete años. Sin libertad, tan solo era una esclava sexual al servicio de una red que comerciaba con personas.
España realizaba todo tipo de ajustes para tranquilizar a sus acreedores, que dictaban ahora sus políticas, reducían los derechos laborales de sus trabajadores, aumentaban la edad de jubilación de sus ancianos, disminuían los sueldos de sus funcionarios, congelaban las pensiones, desprotegían a la población más vulnerable en materia de sanidad y educación, y expoliaban su riqueza bajo la mirada atenta de dos celosos guardianes: PP y PSOE. El pueblo, antes soberano, se había convertido en rehén de avarientos inversores. A cuyo chantaje no podía sustraerse por el riesgo de quedarse sin crédito, ver tomadas a la fuerza, como Italia y Grecia, sus instituciones políticas y ser, en suma, intervenido. Sin democracia, aquel país tan solo era una colonia tercermundista bajo el férreo yugo de los mercados.
Yamira era un país sin dignidad en manos de usureros y especuladores. España era una prostituta barata que hacía la calle para  sórdidos proxenetas. 

sábado, 5 de noviembre de 2011

LOS COQUETEOS LÍQUIDOS DE CORALIE




















                                   Chateamos y tenemos “compinches” con quienes chatear. Los compinches, como bien sabe cualquier adicto, van y vienen, aparecen y desaparecen, pero siempre hay alguno en línea para ahogar el silencio con “mensajes”.

                                                   Zugmunt Bauman. Amor líquido

Nunca se acaba de conocer a una persona. Y cuanto más estrecha es la relación que mantenemos con ella mayor es la perplejidad que sus cambios nos ocasionan. Será porque las personas, como las relaciones, son seres vivos y no pueden dejar de devenir. Después de catorce años de convivencia, a sus más de treinta y nueve años –no diré el número exacto porque es su secreto mejor guardado–, el comportamiento de Coralie se había transformado en pocos meses hasta lo irreconocible.
Aquella mujer con un sentido grave, por no decir temeroso de la existencia,  con una disposición casi enfermiza a la responsabilidad y la autodisciplina, que se pasaba la vida anticipando el futuro inmediato para hacerlo susceptible a su control; aquella mujer a la que ciertos encuentros ingratos le hicieron perder la confiada inocencia en los otros, ocupaba ahora, con relativa frecuencia, su tiempo libre, chateando en una página de contactos.
   Sí, han oído bien. Sentada de forma indolente en el sillón del salón, con el ordenador en el regazo y desternillada por la hilaridad que le producían sus propias y disparatadas ocurrencias, se sumergía en el universo líquido de las redes sociales,  concretamente en uno de los numerosos supermercados de la seducción en el que cotizaban más de ciento veinte millones de usuarios, a los que el sistema va asignando valores amatorios, en tiempo real, en función de sus índices de popularidad. Allí era cortejada por anónimos pretendientes cuyos activos sexuales apuntaban al alza y que, al decir de ella, eran de todo menos tóxicos
Probablemente el presagio de un lento declinar de su atractivo la había hecho entrar, Dios sabe cómo, en una suerte de otoñal adolescencia. Preocupación por la imagen, coquetería, gusto por flirtear, tolerancia a la música estridente, pereza intelectual y una propensión a la risa por los motivos más nimios, constituían los síntomas inequívocos. Había sido acostumbrado como padre a la idea de lidiar con la pubertad de una hija. Pero ¡qué podía hacer yo, pobre varón posmoderno, con una adolescente de cuarenta años!
Pues lo que hacía, aunque os cueste creerlo, era compartir  sus coqueteos en la red, reírme de sus osados golpes de humor, amonestarla cortésmente por tratar con demasiada severidad a algún galán cibernético, ayudarle a pulir ciertas chinchadas, animarle a tomar café con alguno de esos chicos si era eso lo que le apetecía y estar luego, cómo no, cerca por si resultara peligroso. Acompañarla, en suma, en aquel insólito viaje interior cuyo sentido era incapaz de comprender. 
 ¿Sería la urgencia sobrevenida de una mujer bella que anticipa su inminente agostamiento, una última corrida –no malinterpretemos los términos– antes de cortarse la coleta y salir por la puerta grande?, ¿se trataría de compensar su timidez social con una multitud de vínculos, que resultaban , debido a la naturaleza líquida del medio, afectivamente inocuos?, ¿o bien una manera de saciar su vehemente curiosidad, adentrándose en aquel hábitat donde los de mi género se desnudaban sin pudor, no solo en lo psicológico, con tal de impresionar a una mujer atractiva, que unía a su elegante feminidad un aire travieso y ligeramente casquivano?,¿o, finalmente, la oportunidad de darse un último chute de vanidad  – y tal vez de algo más– al comprobar el ardiente deseo que seguía despertando incluso en jóvenes de apenas veinte años, a los que doblaba en edad?
 Fueran cuales fuera las razones de aquel frívolo pasatiempo, si la divertía, activaba su espontaneidad, distraía sus migrañas e  incrementaba su alegría; y lo que es mejor, se prestaba a ser utilizado como argumento picante en nuestros juegos íntimos, ¿como podía yo oponerme? Aunque a simple vista la nueva afición resultara ilógica, alocada, y tal vez anacrónica a los ojos del sentido común.
 Bajo ningún aspecto llegué a considerarme cobarde o ridículo por aquella condescendencia, por el contrario sentía en mí un poderoso sentimiento de amoroso heroísmo. Mi amor por ella me exigía en este momento ser lo suficientemente flexible para dejarle el espacio que necesitaba. ¿Quién era yo para abortar antes de tiempo aquella inesperada primavera contra todo pronóstico, solo por defender ancestrales prejuicios sobre la masculinidad? Mentiría si dijera que el continuo devaneo con abogados, periodistas, barrenderos, soldados o astrofísicos de todos los estados, razas y condiciones,  quienes  compartían tan solo el hecho de ser jóvenes, físicamente atractivos y tratar a toda costa de seducirla y llevársela al huerto, no me producía ninguna inseguridad.
Pero algo muy fuerte me decía que mi corazón estaba a salvo. Lo que no me impidió, para poder mejor resistir la presión de mis temores, invocar en mi apoyo tres fuertes creencias en torno del amor. La primera, que yo era parte de todo aquello que le estaba sucediendo a Coralie, no un simple espectador externo. Mi rol de padre consentidor, que aceptaba con comprensión aquel actuar de niña traviesa y juguetona, era una de las causas de su felicidad, el estímulo necesario para que pudiera comprobar la fuerza de mi cariño y de ese modo alcanzar la cima del suyo.
La segunda, aún más carente de fundamento que la anterior, me aseguraba que si era capaz de enfrentarme, solo por amor, al espantoso riesgo de perderla, estaría en una situación de inigualable superioridad frente al resto de pretendientes.
 La tercera, de orden metafísico, afirmaba que cuando la potencia de un amor cualquiera supera cierto umbral, se vuelve inmune al mal y todo el universo conspira en su defensa. 

lunes, 31 de octubre de 2011

CIUDADANO ANÓNIMO EN HUELGA DE HAMBRE


                                                                                                      

Cuando paseaba por la puerta del sol en Madrid al caer la tarde del sábado, se me acercó un hombre alto y enjuto, con aspecto cansado pero con brillo noble en la mirada. Portaba un puñado de octavillas que repartía de mano en mano a los distraídos viandantes.
Cuando leí las razones por las que justificaba el inicio de una huelga de hambre, sentí que me sobrecogía por dentro su epopeya, la brutal asimetría de los poderes enfrentados. La fragilidad del bien se ponía una vez más en evidencia allí donde naciera el 15 M. En un bando estaban las multinacionales, las empresas financieras, los grupos de inversión, el Fondo Monetario Internacional, el Banco central europeo, las entidades crediticias francesas y alemanas, lo que se llama eufemísticamente “los mercados”. Al que se unían asimismo los gobiernos, los cárteles mediáticos, los intelectuales acomodados. En el otro ejército luchaba un ciudadano solo, anónimo, parado y hambriento.
 La causa del primer ejército era incrementar el beneficio de una minoría  de especuladores a costa del bienestar de la población. La causa del segundo, defender los derechos comunes, la soberanía del pueblo, el estado de bienestar.
Las armas con que contaba el primero eran numerosas: el control de la opinión pública, la financiación de la economía, la capacidad de incrementar el desempleo, la deuda de los Estados, el aparato militar. Las armas del segundo, un puñado de octavillas y la expresión pública de su propio  sufrimiento. 
Decidí con emoción sumarme a aquella heroica guerrilla urbana formada por un solo hombre, cuyo nombre ignoro, cuyo paradero desconozco, cuyas siglas pertenecen a un mundo que no tiene representación institucional, dando voz a su resistencia pacífica. Porque comprendí que su causa era la mía, la nuestra, la de TODOS. En su honor, el de un ciudadano auténtico, lanzo al ciberespacio sus palabras. Palabras dignificadas por el autosacrificio y no dirigidas, en el fondo, contra los poderes mediáticos, políticos y financieros, sino contra lo único que puede darles la victoria: nuestra indiferencia.

“Informo que a partir de las 0 horas del día 16 de Octubre y hasta la hora de cierre de los colegios electorales del 20–N, inicio una huelga de hambre, haciendo ésta manifiesta desde las 7h hasta las 0h, en la puerta del sol de Madrid, con el firme propósito de expresar mi más profunda indignación contra los tres poderes fácticos que tienen secuestrada nuestra democracia y que a todas luces han empezado a corromper nuestro más sagrado símbolo democrático que es nuestra constitución.
Estos tres poderes son el financiero, el político y el mediático.
Los dos primeros has mostrado una total falta de respeto hacia el pueblo soberano, modificando a través de un consenso que solo se  ha producido en escasas ocasiones por parte de los dos partidos que se alternan en el gobierno, respecto del blindaje de un artículo que arremete a nuestra constitución y atenta contra la soberanía del Pueblo Español, en un asunto de calado económico que solo ha buscado proteger el interés financiero.
Desde aquí animo e interpelo al Pueblo Español para que inicie un debate serio y en profundidad sobre nuestra Democracia, la Constitución y el corrupto proceso electoral, el cual se ha modificado en beneficio de los dos partidos que se alternan en el poder, y que se va a repetir el 20–N.
No esperemos a que nos indiquen cuando es el día de reflexión, pues ese día tiene que comenzar ya, haciendo partícipe al pueblo soberano en la construcción de nuestro sistema democrático y constitucional.
Todo ello cobra una vital importancia y urgencia, dada la actual situación económica de quiebra absoluta del gobierno central y autonómico, estándose produciendo el mayor ataque jamás visto contra el sistema de bienestar del Pueblo Soberano, y que tantos años de luchas y sangre ha costado a anteriores generaciones.
Creo que toda persona de bien está llamada a defender pacífica pero rotundamente esta situación con carácter de urgencia”. 

jueves, 27 de octubre de 2011

¿SOCIEDAD SIN CLASES?























En muchas conversaciones nos referimos de forma confusa pero cierta a una lógica poderosa y oculta que subyace a todos los fenómenos de la vida social, y a la que llamamos EL SISTEMA. Intentaré, aun a riesgo de simplificar, dar contenido a esta borrosa expresión.
 Se trata de una constelación formada por cuatro círculos concéntricos. En el círculo interior vive la clase marginal (20% de la población): inmigrantes, indigentes, parados de larga duración,  prostitutas, ancianos, enfermos crónicos, reclusos, gitanos, etc. Al carecer de recursos sobreviven del mercado clandestino (sexo, robo, drogas, animales exóticos...), de la caridad pública y de puntuales ayudas del gobierno.  Situados al margen del Estado de derecho, en un entorno social selvático, que parasita del resto de círculos –al que algunos acceden en tiempos de bonanza– y sobre el que generan una dosis constante de inseguridad.
El siguiente círculo, que envuelve al anterior, lo integra el colectivo más numeroso, la clase baja (55% de la población): trabajadores precarios, mileuristas, obreros de escasa cualificación, mujeres desempleadas, parados de corta o media duración y trabajadores públicos del más bajo nivel. Realizan los trabajos peor valorados socialmente, disponen de escaso salario y alto nivel de precariedad.
El tercer círculo, la clase media (20 % de la población), está formado por funcionarios de medio y alto nivel, autónomos,  pequeños empresarios, ejecutivos y políticos. Ejercen tareas de control, creación y organización. Gestionan el sistema. Gozan de trabajo estable y de un nivel de vida próspero.
Finalmente, el círculo superior, la clase alta (5% de la población) lo conforman altos ejecutivos, accionistas mayoriarios, deportistas de elite, gerentes de empresa, gestores de fondos de inversión, banqueros y  socios de multinacionales. Disfrutan de un consumo exclusivo, controlan los recursos estratégicos y están fuera de la jurisdicción del Estado, al que apenas contribuyen. Su existencia es parasitaria, como los del primer círculo, cuyas redes mafiosas, en algunos casos, dirigen en la sombra.

El SISTEMA  funciona en base a las siguientes normas no escritas:

1. El círculo superior, la clase alta, acepta limitar parte de su beneficio a cambio de un entorno económico seguro y estable para sus inversiones, es decir, de que se cumpla la condición por parte del resto de clases de no poner en cuestión su desigual poder y prosperidad, sustentados en el control de los principales medios productivos, financieros y mediáticos.
2. El segundo y tercer círculo renuncian a la revolución, es decir, a la igualdad, a cambio de unos mínimos de seguridad en el empleo, educación y sanidad gratuita, y una pensión de jubilación. Es decir, a la existencia del Estado de bienestar. Intercambian desigualdad por seguridad.
3. Tras renunciar a la democracia económica, que exigiría la abolición de los círculos, el ideal de justicia social se canjea por el de felicidad individual cifrado en el tener, es decir, por la aspiración de cada uno de los miembros de la sociedad a mejorar de forma ilimitada su nivel de consumo personal y el de su familia. Con completa indiferencia hacia el resto de Estados y hacia el entorno medioambiental.
4. Se interioriza la consigna de que cada cual está en el círculo que merece, siendo las motivaciones básicas de los miembros de cada círculo ascender al círculo superior y evitar descender al inferior. Los porcentajes de población asignados a cada clase social varían en función del ciclo económico, produciéndose importantes trasvases en tiempos de crisis. La administración de un sentimiento de insatisfacción generalizada, que induce a consumir de forma compulsiva bienes y servicios, es el medio de control social más utilizado y explica la dependencia psicológica de todos los círculos hacia el SISTEMA.
5. Los miembros del mismo círculo mantienen entre sí relaciones de competencia y rivalidad. La relación con los círculos superior e inferior es de envidia–admiración y desprecio–temor respectivamente. A la jerarquía de círculos corresponde una jerarquía de estatus y de poderes adquisitivos. El verdadero enemigo es el igual y el inferior, nunca el superior. Se invierte así la lucha de clases.
6. Se combate con métodos represivos antes que con políticas sociales la inseguridad producida por el primer círculo sobre el segundo y tercero. El miedo en todas sus formas -a la violencia, al paro, a la indigencia, a la prisión, a la exclusión, al descenso en la escala social- es necesario para dar cohesión al SISTEMA. El cuarto círculo se mantendrá en espacios altamente protegidos, fuera de las ciudades y vigilado por seguridad privada.  
7. La democracia se entenderá como un pacto que no pretende suprimir la desigualdad entre clases sino gestionarla para que no genere conflicto. La alternancia bipartidista preserva el SISTEMA, neutralizando el poder del pueblo que supondría su disolución. El sufragio –que da poder al mayor número– limita a la  derecha, que defiende los intereses de la clase media y alta; y el crecimiento del desempleo por falta de capital –que encarna el poder de la minoría–, limita a la izquierda, que representa a la clase media y baja. Se evitará a toda costa que los ciudadanos participen o deliberen directamente en las cuestiones que afectan al funcionamiento del SISTEMA.
8. Los políticos no son los representantes del pueblo sino los guardianes del SISTEMA. Tienen que hacer transacciones entre el primer, segundo y tercer círculo respecto al cuarto, que no está sometido a su control y a cuyos miembros secretamente admiran. Los ricos están fuera del alcance de la democracia.
9. Lo peculiar del momento actual es que el cuarto círculo, la clase alta, se ha desligado del territorio y de ese modo de las restricciones a sus beneficios que le imponían los otros tres círculos; convirtiéndose en una  pura máquina de especulación virtual, un solo círculo global que constituye un Poder sin sociedad, un SISTEMA MUNDO. La movilidad del capital, hecha posible por las nuevas tecnologías y la conversión del mundo en un mercado único, es la base de este nuevo poder.
10. El resto de círculos permanecen ligados al territorio.  La oligarquía económica goza por ello de tal preeminencia que ya no tiene motivos para limitar su avidez de beneficios. El equilibrio de poderes que dio origen al Estado de bienestar se rompe en favor del círculo superior. Los Estados-sistema comienzan a descomponerse en una multitud de Estados débiles, explotados y dominados por sutiles mecanismos financieros, principalmente la deuda soberana. Se diluye la clase media y se integra a toda la población en una sola clase baja. La tiranía global ha comenzado.