
En lo que el
hombre santo hace, vive y ama, no se muestra Dios en sombras, ni cubierto por
un velo, sino en su propia vida inmediata y enérgica
Fichte
Si hubiera un Dios, el principio que nos exige respetar a los seres libres y cuidar a los vulnerables sería su mandato.
Lo que significa, en primer lugar, que
no podemos representarnos un Dios cuyos mandamientos prescribieran, por ejemplo, el asesinato, la violación o la
pederastia. Un ser así, aun cuando
tuviera el poder de crear y destruir mundos, o manejar a su antojo las leyes naturales,
sería temido, más no podría ser estimado ni, en consecuencia amado, pues no se
puede amar lo que se desprecia.
Siendo por tanto la racionalidad moral la que nos permite identificar a un determinado ente como Dios, ha de
concluirse, en segundo lugar, que el
respeto y el cuidado universal que ella ordena de manera incondicional ha de formar parte de la esencia divina, pues
ninguna ley podría limitar externamente, desde fuera, a un ser absolutamente
perfecto en el supuesto de que existiera.
Es preciso señalar en este punto que
no ocurre lo mismo con las leyes que
gobiernan la materia, ya que cabe pensar en multitud de universos con leyes
y constantes físicas diversas al actual,
lo que implica que la conexión entre el creador y la naturaleza es contingente,
no necesaria. Dios podría haber creado sin contradicción universos donde, por
ejemplo, hubieran cinco fuerzas y no cuatro, o donde la atracción entre las
masas no fuera inversamente proporcional al cuadrado, sino al cubo, de la
distancia que las separa. Pero no podría, sin embargo, haber creado un mundo
donde fuera moralmente correcto que los hijos ultrajaran a sus padres o los débiles fueran explotados sin piedad
hasta morir.
En tercer lugar, la hipotética inexistencia
de un ente supremo no resta validez al imperativo moral, ya que no es su
existencia la que justifica el imperativo, sino el imperativo quien hace justificable
–que no necesaria–, su existencia. La moralidad es condición de la religión y
no a la inversa como tradicionalmente se ha pensado.
Por el contrario, la posibilidad, e incluso
certeza, de su inexistencia para el ateo, otorga una absoluta pureza a las acciones del justo,
al excluir de su motivación cualquier referencia interesada a premios o
castigos eternos. El hombre honrado cumple la ley sin esperar nada a cambio. Más
la convicción íntima de que si existiera una divinidad, una voluntad moralmente perfecta –santa–,
esta
se reconocería necesariamente en sus acciones, ha de despertar en él un
sentimiento de íntima conformidad, amorosa
gratitud y dulce bienaventuranza. Solo a través de este sentimiento participa
el hombre en la esfera sagrada.
En cuarto lugar, y puesto que el
principio que exige respetarnos y cuidarnos mutuamente es conforme al concepto
de un Dios, y descansa exclusivamente en
el poder de los seres racionales llevarlo a la práctica, cada acción que incrementa la libertad en el mundo o libera a los seres del sufrimiento, realiza lo divino, hace brillar su luz ideal, aun solo un
instante, en la indiferencia cósmica.
Pues un Dios infinitamente bueno pero impotente, por carecer de realidad, no tendría
otras manos que las nuestras para sanar a los hombres.