Nunca fui persona singularmente celosa o posesiva,
pero sí susceptible al incumplimiento de los códigos de cortesía. De modo que en
las ocasiones en que acudía con Coralie a discotecas o bares de copas podían
llegar a irritarme, con inusitada intensidad, las miradas fijamente ávidas de algunos
varones, posadas impertinentemente sobre sus ojos u otras zonas de su anatomía
– en las que creía advertir, por cierto, una motivación más gastronómica que científica.
Y no es que pensara que el cuerpo de Coralie fuera una
suerte de colorida petunia que me perteneciera en exclusividad, y del que los
otros pretendían libar a distancia una diminuta fracción de polen, atentando
así contra los derechos del floricultor, por seguir con la metáfora. Eso sería
tan estúpido por mi parte como tratar de impedir las espontáneas sinergias que
surgen entre fauna y flora en las promiscuas tardes de primavera o, dicho con
el peculiar rigor del lenguaje coloquial, “poner puertas al campo”. La afrenta
radicaba en el ninguneo que dejaba entrever la tenacidad ocular del mirón o la
elevación del tono en que se formulaba la grosería, cuando estas expresiones llegaban a ser perfectamente visibles
o audibles para un espectador imparcial.
Por el contrario, la mirada de soslayo a los ceñidos
vaqueros de Coralie o el disimulado gorgojeo de lasciva exaltación que
suscitaba la imaginación de las posibilidades de placer que ellos contenían, la
honraban a ella y me honraban a mí de forma indivisible, dado que ambos éramos tenidos
en cuenta: ella con deseo, yo con odio.
En cualquier caso, ya pueda interpretarse que mi
capacidad para ser ofendido se hallaba en el límite difuso entre la dignidad y
el orgullo, entre lo honorable y lo paranoico, lo que nunca dejó de asombrarme era
el modo en que reaccionaba mi organismo cuando en alguna rara ocasión visitamos
los llamados clubes liberales o clubes
de intercambio de parejas; singulares espacios que trataban de resolver, con
herramientas poco matemáticas, la cuadratura del círculo sentimental, al cultivar
sin pudor el sedentarismo afectivo y el nomadismo sexual.
Recuerdo cierto día, cuando nada más atravesar
el hall de entrada, que con colores fosforescentes y una pobre iluminación trataba en vano de crear una sugerente penumbra, un
chico apuesto y con modales ceremoniosamente taurinos –lo que espero se
entienda más como una metáfora audaz que como un lapsus linguae– se nos acercó y, levantando suavemente la mano de
Coralie, mientras iniciaba un lento y reverente paseo visual por todos y cada uno de
los accidentes de su geografía, desde la base de los tacones hasta el chakra Sahasrara, que según los hindúes se asienta en una zona invisible, una
cuarta por encima de la coronilla, me dijo: sí señor, puede sentirse
orgulloso, una auténtica preciosidad, nada me gustaría más que poder compartir con
ella y con usted, si ambos lo desean, un poco de intimidad a lo largo de la noche.
Y, por extraño que parezca, en vez de un rabioso deseo
de golpear a aquel truhán por su osadía, brotaba de la zona de mi amígdala,
donde según los neurólogos se asienta,
vivo y palpitante, el arcaico cerebro de
los mamíferos, una expresión de orgullo
y abierta gratitud hacia el desconocido, que solicitaba, con tan exquisitos
modales, acostarse con Coralie. No es la naturaleza la que sanciona la
posesión, me decía a mí mismo, sino el insidioso poder de los contextos.
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