viernes, 22 de noviembre de 2013

DONDE HABITE EL OLVIDO


Donde habite el olvido,

Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti. 
                                                                       John Donne,

Nada perturba más mi ánimo que visitar un cementerio, encontrarme de frente, sin subterfugios, con el espantoso silencio que acabará devorando cuanto amo. Pero hoy, soleado día de noviembre,  he decidido vencer esta cobarde aversión y ponerme al alcance de su tacto gélido, ser testigo de la despiadada masacre del tiempo.
Uno a uno he recorrido los nichos de la parte nueva, los humildes sepulcros que sellan a la mirada los restos  de mis convecinos, reconociendo con añoranza sus rostros cercanos, a veces ingenuos, posando ante la cámara con ignorancia de que precisamente esa fotografía, tomada en una boda o un cumpleaños, evocaría su recuerdo cuando ya no estuvieran.  
Sentía que sus vidas pasadas me asaltaban en tropel, alargando sus dedos hacia mí como tristes fantasmas sedientos de memoria: todos querían recordarme lo vivido, por pequeño que fuera: un saludo amable, una preocupación compartida, un concierto, un sueño hermoso, una cerveza, un paseo por la feria.
Solitario, ante la indiferencia del cielo y de los pájaros, estallé en un sollozo eternamente largo y sentido,  hasta tal punto me desbordaba la piedad por esos pobres seres, por sus momentos finales, por el fatal desamparo al que se habrían tenido que enfrentar hasta ser  demolidos.
También lloraba por mí, porque ahora nadie más que yo podría acreditar que un día me los crucé por la calle,  que un día compartí con ellos  mirada, broma, vino o abrazo. Comprendía de pronto lo que esos tristes difuntos, en aquel soleado día de noviembre, me querían trasmitir con impaciencia: que más allá del pequeño yo, orgulloso y distante, formábamos un solo tapiz de innumerables almas, que nuestras vidas estaban extrañamente entretejidas, que era yo mismo quien descansaba parcialmente en esas sepulturas.
Cuando regresé al lugar de los vivos me sentía desorientado y confuso. El contacto con la muerte nunca nos deja intactos. Al cruzarme con algún anciano, con alguna señora, joven o niño, de nuevo me saltaban las lágrimas, anticipando sus rostros junto a un nicho vacío. Suerte que una fuerza mayor, la de la vida, creció en mí hasta hacerme estallar en un mar de ternura. Cada uno de esos hombres y mujeres, rebosantes todavía de luz y de esperanza, brillaban para mí como un milagro único. Era la vida, no podía ser otra, la que me decía: no dejes, jamás, para mañana lo que puedas amar hoy.

No hay comentarios:

Publicar un comentario