Nada me resulta más
ingrato que oficiar de aguafiestas en un momento de euforia colectiva, cuando
la escuadra invencible y vanguardia del ejército civilizado, es decir la selección española de
fútbol, que representa a la nación, se enfrenta con éxito a sus socios europeos
en una competición aún más agónica que la de la prima riesgo.
Y no me considero de
esos individuos graves y solemnes que desprecian por principio cualquier
diversión que interese a la población en general, intentando demostrar con sus
reproches ilustrados su presunta superioridad sobre el vulgo. No soy de los que
van de refinados ni de cultos, despreciando el fútbol en beneficio de la
ópera, el cine experimental o los documentales de la 2.
Confieso sin culpa que
el fútbol, al menos en competiciones internacionales, me entretiene tanto o más
que algunas óperas y bodrios cinematográficos –aunque si he de ser sincero, no
tanto como los reportajes de esos curiosos primates, los bonobos, más propensos a la
promiscuidad que a la competición–, lo que obedece sin duda a su poder de
activar en mí alguna suerte de fervor patriótico que incorporé, por ósmosis
ambiental, en mi más tierna infancia. El himno nacional, y no me avergüenza
reconocerlo, me pone desde entonces la piel de gallina. Lo que lejos de
volverme miope al valor de otros pueblos, como caracteriza al patrioterismo cutre,
me hace respetar con más intensidad si cabe sus himnos, símbolos y
sentimientos nacionales.
Una vez confesada mi
frívola condición, tengo que añadir que no solo no me ciega la pasión, sino que
incrementa aún más mi indignación el comprobar la hipocresía de nuestros 22
soldados que, amparados en la vergonzosa ley que lo permite, prefirieron tributar en Sudáfrica antes que en España a fin de
disminuir su aportación a las arcas públicas -desde el 43% al 21%-,
dejando de pagar al Estado y a los ciudadanos que representaban nada
menos que 5.676.000 millones de euros. Con ellos se habría costeado la pensión
mensual a 7000 jubilados y reducido los recortes en sanidad y educación de los
depauperados aficionados que los vitoreaban hasta desgañitarse –dicen que hasta
el pulpo Paul, que vaticinó su victoria, murió debido a los recortes
veterinarios. A fin de cuentas, debieron pensar para sí que los hospitales,
escuelas, carreteras y prestaciones públicas son cosas de pobres.
Bastante tenían ellos con asumir los gastos del deportivo, el chalet, la
pensión privada y los regalos a la cohorte de jóvenes busconas.
Otro tanto puede
decirse del resto de joyas patrias, como Arancha Sánchez Vicario, Nadal,
Fernando Alonso, Gasol, etc., que han demostrado tanta habilidad para
eludir impuestos como para desarrollar sus respectivas actividades, manejando con
pericia las diversas estratagemas tributarias: doble nacionalidad, fijación de
residencia en paraíso fiscal o convenio de doble imposición, a fin de elegir la
opción que les permita disminuir su contribución al estado de bienestar.
Es cierto que eso no los
hace peores que la mayor parte de ciudadanos, agarrados a un ascua ardiendo con
tal de eludir y minimizar sus deberes fiscales, pero tampoco mejores, y ahí
está el eje de mi crítica. Cuando entre gritos y sollozos de cumplido patriotismo,
y envueltos en la bandera española a la que acaban de vender por 22 puntos de
porcentaje fiscal, fueron recibidos en Madrid con idéntico honor a los
generales de las legiones romanas, no pude reprimir un sentimiento de rechazo
áspero y profundo por semejantes farsantes, al tiempo que una mezcla de
compasión y desprecio por las masas devotas. Lo que desgraciadamente confirmaba
mi sospecha también en lo deportivo: que estamos bajo el imperio de
elites corruptas, sean políticas, judiciales, periodísticas, deportivas o económicas, siendo estas penúltimas las que gozan de mayor favor popular. Como en el juego del huevo que se canta a los niños para enseñarles los cinco dedos: éste lo embaucó, éste lo condenó, éste le mintió, éste lo entretuvo y el pícaro gordo todo se lo comió.
Pero mi preocupación
aumentó hasta la angustia al comprobar por un comentario difundido en el facebook hace unos días, que personas sensatas
y de izquierdas defendían a sus ídolos deportivos hasta lo injustificable,
abdicando de un mínimo de conciencia crítica, tanto en lo que respecta al
tamaño de sus sueldos como a sus picardías fiscales. Fue entonces cuando
comprendí algo terrible, que la pasión por el fútbol, convenientemente
administrada en la sociedad del espectáculo, no solo es un poderoso narcótico
para hacernos olvidar y aceptar nuestra condición de súbditos, sino que se ha convertido
en un canto a la inmunidad tributaria de los vencedores, una escuela de valores -la riqueza y el éxito- para las nuevas generaciones y una fuente de
legitimidad de las desigualdades sociales.
Para nada exagero. Hasta
los progresistas consideran ahora, bajo la presión de su entusiasmo
futbolístico, que el mercado es quien detenta legítimamente la autoridad para
justificar las recompensas sociales, por lo que es justa la proporción entre el
sueldo gris de un investigador que lucha contra la malaria y los ingresos
astronómicos de quienes basan su excelencia en el manejo de un balón. Con igual
tolerancia se despacha su tiqui-taca fiscal, argumentando que eso lo
hacemos todos en la medida de nuestras posibilidades –como si la cuantía de lo
no tributado y la ejemplaridad del autor no afectara a la gravedad de la
acción. Una edificante lección para nuestros jóvenes por parte de sus ídolos
deportivos en un país donde el fraude fiscal asciende a 70.000 millones de
euros al año, cerca del 23% del PIB. Si tan irreprochable es su acción de
sortear al fisco propongo enviarlos de gira por la ESO dando charlas de justicia social en la asignatura de Educación en valores -la antigua Educación para la ciudadanía- lógicamente a cambio de importantes desgravaciones.
Y no es que el fútbol se
haya politizado sino lo que es peor, la sociedad se ha futbolizado. Lo que
significa que el viejo balompié antes que un deporte se ha convertido en una
apología del capitalismo salvaje, que permite, por ejemplo, a las grandes
superficies, como el Real Madrid o el F. Club Barcelona, adquirir para su
plantilla a los mejores talentos del pequeño comercio, como el Albacete o el
Villareal, violando el principio de igualdad de oportunidades. Por no hablar
del retorno al feudalismo que propicia, facilitando a unos cuantos ricachones,
como Gil, Florentino. Laporta, amén de jeques árabes y nuevos ricos rusos,
investirse presidentes con cargo a su cartera, santo y seña de su prestigio
empresarial, y combatir entre ellos por el reconocimiento cual
modernos señores de la guerra. Mientras los siervos de la gleba, las mesnadas
de súbditos serviles, la chusma de mitómanos, los ciudadanos de a pie, se
entregan exaltados a esta farsa ritual a cambio de recibir de sus señores
una forma de pertenencia social que les libere de su desesperado desarraigo,
practicando una devoción que antes solo los dioses merecían.
Nada tengo contra el
fútbol como deporte, como nada tengo contra el ajedrez, el salto de pértiga o
las tres en raya. Lo que me preocupa es el auge de la cultura del
espectáculo que nos embelesa y seduce para que permanezcamos pasivos ante la
sodomía del entorno. Y como primicia de ese novedoso protocolo de conformismo
social: el fútbol. No es casualidad que los recortes y malas noticias
económicas se solapen a menudo con acontecimientos deportivos que les sirven de
anestésico, como el algodón a la enfermera antes de clavarnos la aguja; o que
los clubes gocen de escandalosos privilegios urbanísticos y
mantengan deudas desorbitadas con el Estado por la que se
cerrarían pequeñas empresas o serían desahuciados los ciudadanos corrientes. En
pleno declive de la política y la religión hasta los futuros difuntos piden
ahora ser enterrados en el Santiago Bernabéu o en el Calderón, esperando tal
vez lograr que la
FIFA les consiga una prorroga eterna o el derecho a jugarse la salida del purgatorio en tandas de penaltis .
Tampoco en Polonia
tributarán los bribones, ingresando intactos cada uno de ellos una prima de
300.000 euros libres de impuestos si logran la victoria. Eso sí, a buen seguro
invertirán una pequeña parte de sus caudales en lavar su imagen,
invirtiendo en cualquier causa noble que sus asesores les aconsejen, la que
produzca el máximo prestigio al mínimo coste. Por un módico precio de 50.000
euros en la lucha contra el cáncer, y convenientemente difundido su celo
humanitario, contrarrestarán sin problemas la insignificante mella en su imagen
que ocasionan artículos de nula tirada como el presente.
Ojalá y un gol de
Iniesta nos permita ganar la
Eurocopa a Alemania. Yo seré el primero en celebrarlo en medio de cervezas y atiborrado de palomitas, aunque la represalia de los germanos nos cueste al día siguiente subir algunos puntos del IVA. El teatro también nos hace gozar y es mentira; con actores falsos se pueden experimentar emociones auténticas. Basta con la precaución de evitar al día siguiente que una panda de onerosos mercenarios nos haga perder la lucidez y el autorrespeto. Propongo como conclusión a la Real Academia de la lengua modificar la actual definición de español en el diccionario, poniendo en su lugar la siguiente entrada: español: dícese única y exclusivamente del que tributa en España.
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