sábado, 21 de julio de 2012

LAS MANDÍBULAS DEL PITBULL Y LA OKUPACIÓN DEL CONGRESO

                                                               


                                                              
No se hace digno de la libertad y de la vida sino aquel que tiene que conquistarlas cada día.

                                             Johann W. Goethe


         
Odio la violencia, pero ello no me impidió hace tres años  golpear con una gruesa piedra la cabeza de un pitbull que  apresaba, asesina y rabiosa, el cuello de mi perro. Ninguna medida resultaba ya eficaz para detener el ataque, y la ferocidad del pitbull me hizo temer seriamente por la vida de Xandro. Guardo desde entonces, junto a la satisfacción del  deber cumplido,  el orgullo de que el nerviosismo de la escena no me hicieran perder el sentido de la proporción, garante de la justicia del acto. Lo que en términos prácticos significó que los golpes sucesivos que le infligí al can agresor llevaban un orden in crecendo, de menor a mayor contundencia, hasta que en uno de ellos logré por fin desasir su mandíbula de mi mascota, sin que el resultado fuera fatal para ninguno de los dos animales.
Visto con mirada retrospectiva, lo sucedido fue tan solo un impertinente presagio, una caprichosa alegoría del estado en que al día de hoy se encontrarían nuestros derechos y protecciones colectivas, más apreciadas aún que mi perro,  con respecto a la jauría de peligrosos pitbull -llámense mercados, Troika, Merkel o gobierno popular-  que los mantienen aherrojados por el cuello, al borde de la asfixia, con despechada ferocidad. El carácter insaciable del estrangulamiento y su inutilidad -cuanto más recortes más se eleva la prima de riesgo y más se agrava la recesión, que exigen a su vez nuevos recortes y así, sucesivamente, en un círculo sin fin- nos hace temer lo peor: la expiración de la víctima, es decir,  de la democracia como gobierno del pueblo y del estado de bienestar, que con tanto esfuerzo hemos logrado entre todos.
El principal problema político del presente radica en encontrar una piedra lo suficientemente fuerte, compacta y afilada para golpear con eficacia la cabeza del pitbull. Denuncias, concentraciones, manifestaciones, libelos, por muy secundados que fueren se muestran insuficientes para ello. Con razas menos agresivas bastaba hasta la fecha el riesgo de un derrumbamiento electoral en los siguientes comicios para suscitar una reacción favorable. Pero ya no -el gobierno de Zapatero, con manso perfil de perro labrador, es prueba de ello-, lo que complica extraordinariamente las cosas: durante tres años más Rajoy y sus ministros gozarán no solo de impunidad democrática, sino de mayoría absoluta para culminar mortalmente su dentellada. Y, lo que es peor, parece más que probable que nuestra desesperación nos lleve a votar al Psoe en las próximas elecciones, implorando un alivio siquiera momentáneo a la brutal agresión que padecemos, lo que nos precipitará de nuevo en las fauces de un depredador tal vez menos fiero en el corto plazo, pero igualmente letal.
 En esta tesitura, mi punto de vista es que hay que asestar el golpe definitivo en la cabeza misma de la fiera, o al menos a la única de sus múltiples cabezas que nos es accesible, y que no es otra que el congreso de los diputados. Es ahí, en la sede de la soberanía nacional, en un tiempo prefijado que algunos anuncian para el 24 de septiembre de 2012, donde deben confluir todas las fuerzas del cambio, todas las corrientes de la indignación colectiva, todos los agentes de la nueva sociedad. Es ahí, porque es ahí, en ese punto estratégico de la geografía, donde se reúnen nuestros presuntos representantes para quebrantar y violar nuestros derechos en nuestro nombre.
Uno de los pocos actos que tienen todavía sentido lo constituiría el masivo e indefinido acordonamiento del parlamento por el pueblo, exigiendo la convocatoria inmediata de un referéndum para refrendar o rechazar las medidas del gobierno, junto al compromiso de que su resultado sea vinculante, genere la disolución de las cortes y el inicio de un proceso constituyente que dé a luz una nueva constitución. Constitución cuyas normas garanticen con la máxima eficacia jurídica la protección de los derechos y libertades fundamentales de la población, actualmente convertidos en moneda de cambio de la usura.
Donde se establezcan, por ejemplo, los porcentajes mínimos del PIB que deberán destinarse a sanidad y educación, la obligatoriedad de instituir una banca pública, las bases de una ley electoral justa y proporcional, los criterios para una regulación de la clase política que remedie sus actuales privilegios y, sobre todo, nos dote de mecanismos de control que impidan que cualquier gobierno en el futuro haya de ser soportado durante cuatro años cuando incumpla sus compromisos electorales o realice políticas lesivas para sus representados. Erigir en suma los cimientos de una sociedad justa y ordenada donde el crecimiento de su riqueza sea igualitario y sostenible en el tiempo.
Simultáneo a este proceso constituyente se exigiría un juicio al más alto nivel de todos los responsables de la crisis, ya sea por acción u omisión, a la par que una auditoría de la deuda del Estado  que señale cuál es realmente su dimensión legítima -no odiosa-, sus beneficiarios, el modo más justo de saldarla y los plazos razonables en que puede ser satisfecha.
Sitiar de forma masiva, pacífica e indefinida el congreso, en coincidencia con una huelga general también indefinida, mostraría de forma inequívoca que no nos conformamos con un cambio de gobierno, sino que exigimos una modificación de las normas fundamentales que rigen nuestra convivencia, un cambio en el modelo de Estado.   
La imagen pública y heroica de un pueblo soberano, único depositario del poder legítimo, reclamando de forma multitudinaria la disolución del parlamento, al que acusa de haberse convertido en comando de la traición y la impostura, ofrecería al mundo un retrato simbólico incontestable de lo que está en juego en este conflicto. Si dicho referéndum no se celebrara se impondría, es decir, se celebraría al margen de la legalidad vigente.
No cabe respuesta menos audaz a lo que sucede y nada de lo propuesto es imposible como revela el caso de Islandia, actualmente en fase de crecimiento.   Sólo una piedra de semejante grosor  puede hacer todavía mella en la mandíbula del pitbull y acabar dignamente con la pesadilla que nos asola.

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