Gallardón puede presumir de haber sido el único, o de los pocos líderes de la derecha, capaces de suscitar una simpatía sin complejos en la izquierda. A lo que contribuía sin duda, como confirmación, el odio de que era y es objeto por parte de sus compañeros de filas. He de reconocer, con cierto pudor -si tenemos en cuenta sus últimas actuaciones-, que cuando era testigo de su dicción profusa y elocuente, de su talante moderado y liberal, da igual sobre el tema que fuere, dejaba que se diluyera mi conciencia crítica, esa voz sabia e impertinente que me prevenía con terquedad de la verdadera naturaleza del personaje. La razón de mi obstinación en salvar esa figura resuelta y trajeada era la muy humana vanidad, es decir, lo bien que queda la propia imagen cuando se es capaz de reconocer públicamente alguna virtud del adversario político.
Ingrata decepción. Tan pronto logró pisar tierra firme en sus ambiciones políticas y hacerse querer, incluso mimar, por Rajoy, empezó a demostrar el intenso azul de su pelaje. Lo que en las zonas rurales, con mucha más perspicacia que poesía, significa que tiene “la grama honda”. Libre pues de autocensuras dejaré que mi voz interior refiera en su propia wikipedia, sin cortapisas, el término Gallardón: “ministro de Justicia ególatra y charlatán, con aires de empollón y delirios de grandeza; apariencia liberal en salsa de obispo meapilas, más papista que el papa, y para quien escucharse es una masturbación auditiva, tal vez la única forma de placer que ha conocido hasta la fecha.” Trataré de justificar ahora el porqué de mis calificaciones.
Y es que nuestro ínclito Ministro, como un madrileño San Antonio en perpetua querella con sus tentaciones, vive obsesionado con el tema del aborto, al igual que su padre, y del mismo modo que aquél es incapaz de comprender la complejidad ética y jurídica que envuelve este controvertido debate. En él se dirime no solo en qué momento del desarrollo biológico puede decirse de modo cabal y absoluto que estamos ante una persona y un sujeto de pleno derecho, sino quién tiene derecho a tomar esa decisión en el caso de que subsista una mínima incertidumbre. Cuestión ésta, si se me permite, que no puede resolverse de un modo completamente objetivo, ni siquiera por mediación de la ciencia, porque ni el concepto de persona ni el de ciudadano son conceptos científicos, sino éticos y jurídicos, siendo por tanto susceptibles al menos de un cierto grado de arbitrariedad e incertidumbre en su definición.
Es cierto que el embrión debe ser protegido, porque está llamado a ser una persona, lo que lo convierte en más valioso que una simple cosa e incluso que un animal, pero si está llamado a ser una persona es porque todavía no lo es plenamente, del mismo modo que el huevo fecundado de una cigüeña, a pesar de ser una cigüeña en potencia, todavía no es una cigüeña en acto, por utilizar una jerga aristotélica de uso común. Lo que a nivel ético implica, por ejemplo, que a nadie en su sano juicio le repugnará moralmente lo mismo dar muerte a ese entrañable animal en su edad adulta que hacerse una tortilla con sus huevos, aun siendo lo segundo un aborto gastronómico.
De esta innegable diferencia se desprende que no tiene por qué ser idéntico el nivel de protección jurídica de que goce el embrión de una semana que el de un feto de ocho meses, completamente formado y biológicamente autónomo. Lo que deja abierta la posibilidad de contrapesar el valor de concluir el embarazo con ciertas situaciones terribles que lo desaconsejan, como, por ejemplo, cuando es el fruto de la violación de una niña brasileña de 9 años a cargo de su ex -padrastro, situaciones excepcionales que pueden llegar a justificar la interrupción como un mal menor. Lo que puede ser fácilmente aceptado por una conciencia moralmente madura, ajena a las mentalidades fundamentalistas, como las que decidieron excomulgar a la niña y a los médicos que le practicaron el aborto.
De esta innegable diferencia se desprende que no tiene por qué ser idéntico el nivel de protección jurídica de que goce el embrión de una semana que el de un feto de ocho meses, completamente formado y biológicamente autónomo. Lo que deja abierta la posibilidad de contrapesar el valor de concluir el embarazo con ciertas situaciones terribles que lo desaconsejan, como, por ejemplo, cuando es el fruto de la violación de una niña brasileña de 9 años a cargo de su ex -padrastro, situaciones excepcionales que pueden llegar a justificar la interrupción como un mal menor. Lo que puede ser fácilmente aceptado por una conciencia moralmente madura, ajena a las mentalidades fundamentalistas, como las que decidieron excomulgar a la niña y a los médicos que le practicaron el aborto.
Y en cualquier caso, quién es Gallardón para usurpar la responsabilidad de ese complejo dilema moral a los afectados y, sobre todo, a las afectadas, robando pesos y platillos a la diosa Dike como el electricista el códice Calixtino a la catedral de Santiago. Y por si no tuviéramos bastante con la infalible autocomplacencia de sus argumentos, que mirados con detenimiento no son más que falacias de perverso y amañado sofista, el muy cretino, en un alarde de inédito cinismo, se declara más feminista que las propias mujeres, y se erige, en un acto de desvergüenza sin precedentes, en el defensor y adalid de la maternidad frente a la, según él, "violencia estructural de género contra la mujer a propósito del embarazo".
Y algo de razón no le falta, pues no existe entorno más hostil a la familia y a la maternidad que el que promueve y tolera el partido popular: el riesgo de despido que se cierne sobre la mujer-madre tras la reforma laboral, la imposibilidad de conciliar la vida familiar, los escasos salarios que obligan a trabajar a ambos cónyuges a tiempo completo, los desahucios que dejan a los niños en una situación de precariedad, la eliminación de las becas al transporte para escolares, la supresión de ludotecas, guarderías y escuelas rurales, el paro juvenil que fuerza a los jóvenes a vivir con sus padres y hasta la subida de las tasas de la universidad, hacen inviable, casi heroico, ser madre o padre en la actual coyuntura. Pero a ellos, como al santo Padre y a los grupos autodenominados pro-vida, solo les importa que vengan al mundo los hijos de Dios, pero se desentienden tan pronto como estos pobres desgraciados han puesto un pie en él.
Y ahora nos sale el muy ministro, ver para creer, con la amenaza de excluir la malformación del feto como supuesto legítimo para la interrupción del embarazo, generando un debate hace décadas zanjado en la sociedad española –salvo en pequeños reductos de católicos integristas- y que afecta tan solo al 2,7 de los casos, mientras el muy hipócrita deja sin fondos la ley de dependencia, con la que se dotaba de una mínima cobertura económica a los padres que habían decidido asumir amorosamente la tremenda carga de una discapacidad congénita. Amén de dejar a la mujeres pobres, las más débiles de la sociedad, a merced de prácticas clandestinas de alto riesgo.
No puedo sentir mayor respeto y compasión por las personas aquejadas de espantosos males de origen genético, pero no seré yo quien se atreva a juzgar a aquellos padres que se planteen si merecería la pena traer al mundo a niños con graves anomalías fetales, que los condenarán a llevar una vida severamente limitada. Dejémonos de hipocresía. Nadie querría, si pudiera evitarlo, venir al mundo con graves malformaciones. Y si no lo quiere para él es legítimo que no lo quiera para los que ama. Lo que no implica condenar como indigna la vida de los ya nacidos, sean cualesquiera sus circunstancias, como tampoco la de aquellos que son hijos de un violador o han ocasionado, a su pesar, la muerte de su madre. Se trata tan solo de dar libertad -y en ello radica el auténtico liberalismo-, a los padres para que juzguen, en conciencia, según sus propios criterios, estas cuestiones polémicas. A fin de cuentas serán ellos y no el gran inquisidor Gallardón quienes soportarán durante el resto de su vida las consecuencias de su decisión.
Lo peor de todo es que, si mi olfato psicológico no me engaña, ningún argumento hará recapacitar al personaje, preocupado exclusivamente del relieve y fortuna que adquiere su descomunal ego en el inmenso plató de la vida pública. Más terrible que el error político es para él pasar inadvertido. No le importa la ideología sino la pose, el ávido deseo de ser protagonista de todos los eventos, titular de todas las portadas, en competitivo parangón con otras celebridades, cual José Bono, Coto Matamamoros o Andrés Pajares.
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