jueves, 9 de agosto de 2012

Robin Hood en Mercadona. ¿Robo o recaudación?



La leyenda del héroe montaraz que vive en los bosques al margen de la ley, pero con una moralidad más pura que la ley que lo incrimina, ha vuelto a entrar en escena por la mediación de un grupo de sindicalistas, que han decidido expropiar unos cuantos alimentos de Mercadona en beneficio de ciudadanos empobrecidos. La pregunta no es desde mi punto de vista si tenían razones para obrar de ese modo, sino por qué ese tipo de actos de protesta no se generaliza cuando hay sobradas razones para ello. ¿Tienen los ciudadanos el deber de respetar las leyes sobre la propiedad cuando la gran propiedad no respeta las leyes que garantizan su dignidad y sustento?
Cuando una multitud de seres consiente en sufrir antes que lanzarse a la calle a destruir violentamente todo cuanto encuentra a su paso es porque de algún modo reconoce una mínima legitimidad al orden vigente.
Esta difícil palabreja, legitimidad, tan manida por politólogos, filósofos y sociólogos, y que no es otra cosa que el crédito moral que quienes obedecen una norma conceden a quienes la promulgan, es la que sostiene la cohesión social y preserva a la sociedad de caer en la barbarie. Crédito, nunca ilimitado, que se funda en al menos tres poderosas creencias compartidas: que el orden social, aunque imperfecto, es razonablemente justo; que los gobernantes, aunque nos disgusten, representan el sentir de la mayoría; y que, aunque existan puntuales tropiezos, solo cabe esperar en el corto y medio plazo un progresivo mejoramiento en los niveles de justicia y bienestar social. 
Pues bien, estas tres creencias fundamentales se están derrumbando  por efecto de la crisis y del modo en que está siendo gestionada por los sucesivos gobiernos defensores del       establishment, los únicos que, no por casualidad, han condenado sin paliativos la acción sindical.
En su lugar se están imponiendo tres poderosas evidencias que laminan el eje de flotación del modelo social vigente: la crisis y los ajustes golpean sobre todo a los sectores más débiles de la sociedad mientras la clase alta queda intacta, lo que destruye la primera creencia; los gobernantes representan a los mercados antes que a los ciudadanos, lo que erosiona la segunda; el horizonte solo presagia un progresivo empeoramiento en los niveles de empleo, igualdad y protección social, lo que da al traste con la tercera.  
A medida que estas tres evidencias se extiendan por el cuerpo social los individuos tendrán menos razones para respetar las leyes y las instituciones, entre ellas la propiedad privada, a las que habrán retirado todo crédito. Situación de alto riesgo, en la que el fascismo acecha a la par que los legítimos deseos de construir un mundo mejor. Ambas opciones, autoritarismo y revolución, una vez perdida la confianza social que funda el orden público, empiezan a ser consideradas como alternativas. La prueba de que hemos entrado en una preocupante crisis de legitimidad es el incremento de la represión policial para contener el descontento. El siguiente paso puede ser declarar el estado de excepción. Y es que cuanto menos legítima es una autoridad más necesidad tiene de recurrir a la intimidación para sostenerse en el poder.
Si la acción simbólica de numerosos sindicalistas, extrayendo de las grandes superficies productos básicos para atender las necesidades de ciudadanos depauperados, ha tenido semejante repercusión mediática es, en primer lugar, porque ataca el núcleo mismo del que emana toda la violencia que padecemos: la desigual distribución de la riqueza. En segundo, porque testimonia que el crédito de una parte importante de la sociedad, que se siente abandonada a su suerte, humillada y desesperada, está prácticamente agotado. Lo que ha lanzado todas las alarmas de los defensores del desorden establecido, que han desplegado una ofensiva mediática sin precedentes para un hecho tan insignificante desde el punto de vista penal como un hurto famélico. Lo que contrasta con la tolerancia a la corrupción, el fraude fiscal, la evasión de capitales, las primas abusivas y la especulación financiera, infinitamente más dolosos.
El Estado está en bancarrota, pero no solo económica, sino sobre todo política y moral. Y las consecuencias pueden ser imprevisibles y devastadoras. La acción, atribuida a Sánchez Gordillo, por su carácter público, social, pacífico y simbólico es a pesar de todo ejemplar y va en la buena dirección -lo que no quiere decir que ello implique aceptar de forma general el derecho de cualquiera a disponer de los bienes de otro, lo que corresponde, para no incurrir en arbitrariedad, a una autoridad legítima de la que carecemos en la actualidad. Lo importante es sin embargo el mensaje: cuando el Estado tolera el saqueo de los poderosos e incumple su función de gravar a los ricos para socorrer a los menos desfavorecidos, tienen que ser éstos quienes los recauden directamente.
       Si nuestros gobernantes y las oligarquías a quienes sirven no saben interpretar el gesto corren el riesgo de enfrentarse a un poder más irresistible que la Troika: el del propio pueblo soberano o el de un improvisado salvapatrias.  Y es que mientras buena parte de los ciudadanos sean condenados a la exclusión no debe haber paz para los malvados.

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