Cientos
de miles de ciudadanos bienintencionados se han manifestado estos días reclamando
que el conflicto catalán se resuelva por la vía del diálogo y no de la coerción.
Pero, sin ánimo de ser aguafiestas ¿es posible un diálogo entre los partidarios
de respetar el orden constitucional y los partidarios del soberanismo?
Desde
mi punto de vista y por desgracia no lo es, y debemos prepararnos para lo
peor. La razón es muy sencilla. Lo que está en juego no es negociable porque no
es un contenido donde quepa establecer un más o un menos, una cesión mutua de
las partes. Lo que está en juego es mucho más profundo, último y radical: la
discrepancia afecta a la determinación de quién es el titular de la soberanía, ¿el
pretendido pueblo de Cataluña, como reclaman los soberanistas, o el pueblo
español en su conjunto, como establece la Constitución?
Basta con entender lo que significa soberanía, es decir, poder supremo sobre
un territorio, para darse cuenta de que no pueden coexistir dos poderes
supremos en un mismo territorio, promulgando ambos leyes de obligado
cumplimiento.
En la guerra de la propaganda cada parte se arroga la
voluntad exclusiva de diálogo, diciendo que es el momento de la política o
invocando interesadamente el derecho a decidir. De ese modo se omite que lo que está en cuestión no
es la democracia ni el derecho a decidir sino quién es el titular de
ese derecho, quién es el verdadero pueblo soberano ¿exclusivamente los
catalanes o la totalidad de los españoles? Decisión que es previa al diálogo y
que no admite mediación posible salvo la renuncia a su soberanía de una de las
partes.
Los
defensores del soberanismo no admiten más diálogo que el de negociar las
condiciones de un referéndum pactado con el estado en el que una de las
opciones sea la independencia. Por mucho que Puigdemont suspendiera ayer la
declaración de independencia por táctica más que por voluntad de diálogo, jamás
volverá a aceptar el actual estatus quo
de Cataluña como comunidad autónoma. Se invoca a Escocia y a Quebec, pero no se
dice que en estos casos había consenso para celebrar el referéndum con sus
respectivos estados. Siempre se descartó la vía unilateral.
El estado español por su parte no admitirá otro diálogo que aquel
que se desarrolle en el marco de la constitución, pues no puede actuar en
contra de sus propias leyes, sería abdicar de su soberanía. Y porque no sería
viable un estado que fuera sometido a la amenaza constante de que cada
comunidad autónoma pudiera declarar periódica y unilateralmente su independencia si se abriera la vía constitucional del referéndum.
Hoy
los partidos constitucionalistas han abierto la puerta a una reforma de la
constitución donde se podría plantear, entre otras propuestas como la federalización del
estado o la financiación autonómica, la cuestión del referéndum pactado, propuesta
legítima sin duda pero siempre que no se cuestione que es el conjunto del
pueblo español y no solo Cataluña los que tendrían que aprobarla.
Pero no nos engañemos por las apariencias, las diferencias son a día de hoy irreconciliables. Unos piden diálogo para negociar la integración de Cataluña en España, los otros para negociar su desconexión. Los
diputados de ERC, y doy por descontada la CUP, ya han afirmado que no
participarán en esa comisión de estudio. La pretensión del soberanismo
nacionalista, seamos claros, es ponerse en frente del estado español como un interlocutor del
mismo nivel, de igual a igual, de sujeto soberano a sujeto soberano.
Llegados
a este punto me temo, y creo que hay que dejarse de eufemismos, solo cabe esperar el enfrentamiento progresivo de los litigantes. Pues si bien es cierto que la fuerza no hace el derecho también lo es que no hay derecho sin fuerza. Por mucho que Puigdemon haya parado máquinas, más por táctica
que por voluntad de diálogo, no percibo signos de que renunciará a la soberanía
de Cataluña, al derecho a poder constituir una república independiente.
Cada cual utiliza y utilizará sus armas en la batalla. El independentismo, al carecer de ejército, la desobediencia civil, la huelga indefinida y la presión en la calle. El bloque constitucionalista, la maquinaria del estado -leyes, tribunales y fuerzas de seguridad- el aval de la comunidad internacional y la complicidad de los mercados al amparo de la Unión europea.
Me temo que las expectativas creadas entre la
población por parte del independentismo ya no pueden detenerse. Ninguna
mediación nacional o internacional es posible pues ni siquiera en eso puede
haber acuerdo. La Generalitat la reclama para situarse en pie de igualdad con
el estado español. El estado español la rechaza porque sería renegar de su
superior autoridad sobre el oponente.
Hoy no invocaré razones de principios sino pragmáticas para abordar el conflicto. El soberanismo perderá su batalla contra el Estado español, jamás constituirá un Estado viable contra él, y lo más sensato sería que renunciara a declarar unilateralmente la independencia para ahorrarnos a todos, y principalmente a Cataluña, un sufrimiento innecesario. Al Estado le pido magnanimidad para integrar al soberanismo en un nuevo marco constitucional sin que se sienta humillado.
En esta versión posmoderna de la guerra civil cada ciudadano se ve obligado a decantarse por uno de los bandos. El
que pierda tendrá que rendirse. El que gane impondrá el marco de diálogo. Habrá
vencedores y vencidos y todo será tan absurdo y esperpéntico como puede serlo que una sociedad del siglo XXI se convierta en el enésimo capitulo
de Juego de Tronos.
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