«Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos»
Mateo 18, 1–5
-Coralie, no puedo concentrarme –le dijo el pequeño Alex con voz apurada y tristona– como si a sus solo once años hubiera sido perseguido en la noche por una criatura siniestra y feroz.
Ella lo recibió en su despacho, como al resto de los niños, con sonrisa cálida, hospitalaria y un vivo interés. A esa edad son reticentes a abrir el corazón a los adultos, por lo que un orientador sabe mejor que nadie que en las escasas ocasiones en que se atreven a dar el paso, han de sentir que son objeto de la mayor atención.
-¿Qué te pasa Alex? ¿Qué me quieren decir esos ojos tristes? Cuéntame…
Fue esta mañana después de levantarme. Ha sido horrible –y al decir “horrible” el brillo de una lágrima le asomó en el rostro por efecto de la luz que penetraba pletórica por el ventanal.
-Es que cuando mi madre estaba barriendo el patio salió un ratoncillo en medio de las hojas. Yo le dije que quería cuidarlo, era tan chiquitín y tan bonito.., pero mi madre no me escuchaba. Estaba como loca. Llamó a mi padre y se liaron a golpes y escobazos. Yo les chillaba que lo dejaran, pero no me hicieron caso –el niño era incapaz de continuar con la historia por el fuerte nudo en la garganta que le generaba el recuerdo de lo ocurrido.
-Cuéntame todo Alex –le susurró Coralie con una mirada en la que podía leerse una comprensión cargada de dulzura, que iba más allá del mero rol de psicóloga orientadora.
-Tenía las tripas fuera y movía una patita –dijo con un sentimiento de espanto que su alma era incapaz de digerir– Y no hice lo suficiente por salvarlo… Coralie comprendió de pronto la gravedad y alcance de aquella angustia infantil, el modo en que una sensibilidad tan delicada había sido herida por un acto de violencia innecesaria, sintiéndose luego culpable tal vez para proteger, mediante la atribución a sí mismo de un daño que no podía haber evitado, a quienes amaba.
Como demonios, terribles preguntas sobrevolaban sin respuesta el corazón de Alex. ¿Cómo era posible que su madre y su padre, los seres con diferencia más importantes para él, actuaran de aquel modo tan brutal, se complacieran en la cruenta ejecución de un ratoncillo indefenso? Algo profundo e íntimo se había roto dentro de él, y además lo había hecho para siempre. Ese algo era la infancia, que no es otra cosa que la confianza ciega en la bondad del mundo, el único paraíso que nos es dado disfrutar a los humanos.
Alex acababa de comer, a su pesar, de manos de su madre, el fruto prohibido, y sus ojos se habían asomado, de par en par, al horror de la existencia. Ese árbol inmemorial del que habla el Génesis, en el que se derrotó –si escuchamos con atención el sentido oculto del relato–, de una vez para siempre nuestra inocencia en beneficio del conocimiento del bien y del mal.
Coralie, al contemplar el candor que rebosaba el rostro de Alex, el amargo dolor de aquel corazón en carne viva, y tal vez desbordada por el recuerdo de su propia inocencia acuchillada en alguna parte del camino, no pudo contener su deseo de abrazarle con desmedida ternura –lo que jamás hacía por respeto a esa norma no escrita que sanciona el tabú del contacto.
-¡Cuánto te entiendo Alex! ¡Y cuánto admiro tu sensibilidad! Sé que a veces es difícil entender a los mayores. Me consta que tu madre te quiere con locura, si hubiera sabido el dolor que te causaba habría salvado al ratón.
-Pero ella me dice que no debo ser tan blando –expresó inquisitivo Alex, deseoso de saber si Coralie aprobaba ese veredicto de su madre, por el cual el problema no radicaba en la dureza de la acción sino en su excesiva piedad– Era difícil no tomar partido.
-Tu madre te dice eso porque quiere protegerte de todas las cosas malas que ocurren, pero sé que estará orgullosa cuando vea que su hijo se esfuerza cada día en educar su sensibilidad para poder defender mejor a los animales. A veces los adultos parecemos sordos al sufrimiento y nos hace falta que gente como tú, de buen corazón, nos devuelva el oído. Tienes suerte de ser como eres –el rostro del niño reflejaba por primera vez alivio, una sensación de satisfacción y orgullo al escuchar aquellas palabras de la orientadora.
Al día siguiente sucedió algo insólito en el colegio. Cuando Coralie fue al despacho del director, se encontró un gatito pequeño de franjas grises y pardas encima del radiador, que al parecer había sido abandonado por la madre. El hermano Santiago, un fraile Lasalliano, a pesar de su apariencia sobria y contenida, acababa de darle leche con una jeringa y se afanaba por colocarlo dentro de una pequeña lata vacía, a modo de nido, envuelto en una toalla de mano.
A Coralie se le ocurrió que quizás el destino estaba de aquel modo queriendo compensar el sufrimiento de Alex. Lo hacía mostrando la vulnerabilidad del depredador natural de los ratones. Si el niño llegaba a conocer el cuidado con que una figura tan respetable, como la del director del colegio, se esforzaba en salvar la vida de un cachorro abandonado, aprendería una forma alternativa de tratar con los animales, daría cauce a su exquisita compasión y, en cierto modo, recuperaría la fe perdida en la humanidad.
Sin tiempo que perder dejó un recado al tutor del muchacho, para que comunicara a Alex el requerimiento del director de que se personara en su despacho a la hora del recreo. Como era previsible, los ojos del niño al contemplar la escena estallaron de júbilo y emoción. Todo parecía salir a pedir de boca.
Pero la realidad no siempre es dócil a nuestros deseos. Tan solo unas horas más tarde el mismo director –incapaz de disimular, bajo el porte distante que le confería su cargo, un sentimiento de cálida humanidad hacia sus alumnos, que le hacía cómplice involuntario de la historia–, llamó a su despacho a Coralie para comunicarle que el gato había muerto, y que a Alex, cuando acudió a interesarse por la salud del cachorro, no pudo evitar decirle que lo había devuelto con la madre. Estaba preocupado porque Coralie, por desconocimiento, contradijera su versión.
El niño llegó corriendo unos minutos después a contarle a la orientadora la buena nueva: ¡Qué contento estoy Coralie! ¡Menos mal que la madre lo ha vuelto a querer, tenía un disgusto..!
Siempre podrá discutirse si había sido correcto mentirle a Alex, tratar a toda costa de mantener cerrados sus ojos a la idea de que el sufrimiento no solo procede de las acciones humanas, sino que late también en lo más recóndito del mundo animal. Conocimiento amargo que nos exilia para siempre de la niñez. Sin embargo, el empeño de aquellos dos educadores en proteger y demorar la inocencia de uno de sus alumnos, de ofrecer una salida viable a su bondad, demostraba que no todo está perdido cuando la infancia acaba, y que el cinismo no es la única respuesta posible ante la maldad del mundo. Que los corazones sensibles nunca sucumben del todo, sino que se apresuran a reencontrar su propia infancia perdida por las estrechas veredas del amor.
Precioso, no digo más.
ResponderEliminarLo mismo digo
ResponderEliminar