Chateamos y tenemos “compinches” con quienes chatear. Los compinches, como bien sabe cualquier adicto, van y vienen, aparecen y desaparecen, pero siempre hay alguno en línea para ahogar el silencio con “mensajes”.
Zugmunt Bauman. Amor líquido
Nunca se acaba de conocer a una persona. Y cuanto más estrecha es la relación que mantenemos con ella mayor es la perplejidad que sus cambios nos ocasionan. Será porque las personas, como las relaciones, son seres vivos y no pueden dejar de devenir. Después de catorce años de convivencia, a sus más de treinta y nueve años –no diré el número exacto porque es su secreto mejor guardado–, el comportamiento de Coralie se había transformado en pocos meses hasta lo irreconocible.
Aquella mujer con un sentido grave, por no decir temeroso de la existencia, con una disposición casi enfermiza a la responsabilidad y la autodisciplina, que se pasaba la vida anticipando el futuro inmediato para hacerlo susceptible a su control; aquella mujer a la que ciertos encuentros ingratos le hicieron perder la confiada inocencia en los otros, ocupaba ahora, con relativa frecuencia, su tiempo libre, chateando en una página de contactos.
Sí, han oído bien. Sentada de forma indolente en el sillón del salón, con el ordenador en el regazo y desternillada por la hilaridad que le producían sus propias y disparatadas ocurrencias, se sumergía en el universo líquido de las redes sociales, concretamente en uno de los numerosos supermercados de la seducción en el que cotizaban más de ciento veinte millones de usuarios, a los que el sistema va asignando valores amatorios, en tiempo real, en función de sus índices de popularidad. Allí era cortejada por anónimos pretendientes cuyos activos sexuales apuntaban al alza y que, al decir de ella, eran de todo menos tóxicos
Sí, han oído bien. Sentada de forma indolente en el sillón del salón, con el ordenador en el regazo y desternillada por la hilaridad que le producían sus propias y disparatadas ocurrencias, se sumergía en el universo líquido de las redes sociales, concretamente en uno de los numerosos supermercados de la seducción en el que cotizaban más de ciento veinte millones de usuarios, a los que el sistema va asignando valores amatorios, en tiempo real, en función de sus índices de popularidad. Allí era cortejada por anónimos pretendientes cuyos activos sexuales apuntaban al alza y que, al decir de ella, eran de todo menos tóxicos
Probablemente el presagio de un lento declinar de su atractivo la había hecho entrar, Dios sabe cómo, en una suerte de otoñal adolescencia. Preocupación por la imagen, coquetería, gusto por flirtear, tolerancia a la música estridente, pereza intelectual y una propensión a la risa por los motivos más nimios, constituían los síntomas inequívocos. Había sido acostumbrado como padre a la idea de lidiar con la pubertad de una hija. Pero ¡qué podía hacer yo, pobre varón posmoderno, con una adolescente de cuarenta años!
Pues lo que hacía, aunque os cueste creerlo, era compartir sus coqueteos en la red, reírme de sus osados golpes de humor, amonestarla cortésmente por tratar con demasiada severidad a algún galán cibernético, ayudarle a pulir ciertas chinchadas, animarle a tomar café con alguno de esos chicos si era eso lo que le apetecía y estar luego, cómo no, cerca por si resultara peligroso. Acompañarla, en suma, en aquel insólito viaje interior cuyo sentido era incapaz de comprender.
¿Sería la urgencia sobrevenida de una mujer bella que anticipa su inminente agostamiento, una última corrida –no malinterpretemos los términos– antes de cortarse la coleta y salir por la puerta grande?, ¿se trataría de compensar su timidez social con una multitud de vínculos, que resultaban , debido a la naturaleza líquida del medio, afectivamente inocuos?, ¿o bien una manera de saciar su vehemente curiosidad, adentrándose en aquel hábitat donde los de mi género se desnudaban sin pudor, no solo en lo psicológico, con tal de impresionar a una mujer atractiva, que unía a su elegante feminidad un aire travieso y ligeramente casquivano?,¿o, finalmente, la oportunidad de darse un último chute de vanidad – y tal vez de algo más– al comprobar el ardiente deseo que seguía despertando incluso en jóvenes de apenas veinte años, a los que doblaba en edad?
Fueran cuales fuera las razones de aquel frívolo pasatiempo, si la divertía, activaba su espontaneidad, distraía sus migrañas e incrementaba su alegría; y lo que es mejor, se prestaba a ser utilizado como argumento picante en nuestros juegos íntimos, ¿como podía yo oponerme? Aunque a simple vista la nueva afición resultara ilógica, alocada, y tal vez anacrónica a los ojos del sentido común.
Bajo ningún aspecto llegué a considerarme cobarde o ridículo por aquella condescendencia, por el contrario sentía en mí un poderoso sentimiento de amoroso heroísmo. Mi amor por ella me exigía en este momento ser lo suficientemente flexible para dejarle el espacio que necesitaba. ¿Quién era yo para abortar antes de tiempo aquella inesperada primavera contra todo pronóstico, solo por defender ancestrales prejuicios sobre la masculinidad? Mentiría si dijera que el continuo devaneo con abogados, periodistas, barrenderos, soldados o astrofísicos de todos los estados, razas y condiciones, quienes compartían tan solo el hecho de ser jóvenes, físicamente atractivos y tratar a toda costa de seducirla y llevársela al huerto, no me producía ninguna inseguridad.
Pero algo muy fuerte me decía que mi corazón estaba a salvo. Lo que no me impidió, para poder mejor resistir la presión de mis temores, invocar en mi apoyo tres fuertes creencias en torno del amor. La primera, que yo era parte de todo aquello que le estaba sucediendo a Coralie, no un simple espectador externo. Mi rol de padre consentidor, que aceptaba con comprensión aquel actuar de niña traviesa y juguetona, era una de las causas de su felicidad, el estímulo necesario para que pudiera comprobar la fuerza de mi cariño y de ese modo alcanzar la cima del suyo.
La segunda, aún más carente de fundamento que la anterior, me aseguraba que si era capaz de enfrentarme, solo por amor, al espantoso riesgo de perderla, estaría en una situación de inigualable superioridad frente al resto de pretendientes.
La tercera, de orden metafísico, afirmaba que cuando la potencia de un amor cualquiera supera cierto umbral, se vuelve inmune al mal y todo el universo conspira en su defensa.
Ser confiado en exceso puede acarrear verdaderas desgracias, pero tal vez ser comprensivo, apoyándote en el fuerte lazo del amor, sea mejor que el miedo y el rechazo (fácilmente suscitables por tu propio miedo y rechazo) que acabarías consiguiendo en caso contrario.
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