miércoles, 14 de diciembre de 2011

POLÍTICA DE PAREJA: FEDERALISMO VERSUS CENTRALISMO


A la sombra del primer beso, en el instante inmediatamente posterior al primer te quiero, tras despertar por vez primera en la misma cama, salta como un resorte, casi como un cepo, un mecanismo de apropiación mutua de los amantes.
Sin haber tenido tiempo siquiera para un proceso constituyente, sin el más mínimo diálogo, sobre la trama ligera de unos cuantos abrazos íntimos, se conforma un reducido Estado soberano. Es el milagro de la transubstanciación amorosa: donde antes existían dos individuos libres y separados, un yo y un tú que recelaban del mundo, aparece un nosotros, festín de los poetas, que asemeja en su homogeneidad al cúmulo de carne embutida que exhiben los charcuteros detrás de sus vitrinas.
Tras este momento inaugural cada uno de los con–yuges  –término que designa en latín el palo o yugo que unce a los bueyes– habrá cedido de forma total su libertad afectiva y sexual, como fase previa de un autodespojo que culminará con la cesión del espacio vital y los ingresos, a un ente colectivo: la pareja.
Como en todo Estado central, esta democracia imposible de tan solo dos miembros, gozará de plena soberanía, mientras que sus integrantes tendrán que pedir permiso a partir de ahora hasta para ir al baño. Un código  no escrito prescribirá el uso que habrán de realizar de sus afectos y deseos personales, los límites difusos entre lealtad y  traición,  el contenido exacto de lo que puede o no puede ser compartido con otros sin previa autorización. Quedar con las amigas, hacer un viaje, cambiar de trabajo, ver un partido con los colegas, ponerse minifalda,  charlar con un ex o hasta visitar a la familia tendrán que recibir el beneplácito de la autoridad gubernativa. No contar con el correspondiente visado dará lugar a reproches, broncas y un sin fin  de actos de manipulación.  
Aunque en los últimos tiempos se haya suavizado el régimen carcelario, más en la forma que en fondo, surgiendo todo tipo de eufemismos como el  matrimonio civil o la pareja de hecho, los defensores de un imaginario cultural que priva a la vida íntima de una libertad que ha costado un siglo conquistar en otros ámbitos, se  obstinan en no abordar públicamente el dilema entre un modelo centralista y otro federal de entender la pareja, y a cuyo lado los conflictos nacionalistas entre vascos, catalanes y españoles resultan irrisorios.
El problema del paradigma centralista, que representa la manera en que  Occidente institucionaliza el amor, es que, al dar por supuesto lo común, incita a cada uno de los miembros a recuperar su libertad alienada, a dejarse seducir por el espacio prohibido que brilla tras las rejas, a colarse por los entresijos de las aduanas para confirmar, aunque sea de forma traidora y clandestina, el propio yo. Mentiras, secretos e infidelidades  se multiplicarán en una red de sumideros subterráneos, contaminando de desdicha aquella romántica frescura anterior a la caída. No resulta extraño bajo esta perspectiva que un tercio de las pruebas de ADN nieguen la paternidad, es decir,  ratifiquen que el padre biológico no coincide con el padre legal.
Mas no seré yo quien ponga en riesgo tan venerable institución. Ya hubo un intento exitoso por parte del movimiento feminista de reformar su pliego de condiciones, su letra pequeña, a fin de que la distribución de  cargas y beneficios dejara de responder a criterios sexistas y patriarcales. Las nuevas cláusulas disponen que lavar las prendas íntimas, hacer la cena, calentar el biberón o practicar el sexo han dejado de constituir una obligación de la mujer para convertirse en una exigencia mutua.
El problema es que tal vez lo que debiera ser impugnado, en beneficio de los amantes, sea el propio modelo centralista de cesión de derechos en vez del contenido del reparto. Abandonar, en suma, el mito castrador de la media naranja en favor de una federación cítrica de naranjas enteras. Me declaro pues, como un Pi y Margall del amor, partidario de un modelo federal. Un modelo donde los individuos que conforman la pareja no se vean jamás forzados a cancelar su libertad, que es el bien más preciado que poseen. Lo que no supone reivindicar la promiscuidad sexual o la anarquía afectiva, sino entender la relación amorosa como una resultante, un espacio común al que ambos contribuyen, pero donde nada se da por supuesto ni es obligatorio salvo que los pretendientes lo hayan acordado expresamente.
En el federalismo marital ingresos, afectos, deseos, lealtades y aspiraciones se supondrán siempre bajo el control individual de los consortes, y solo entrarán a formar parte del acerbo común cuando estimen que con ello se incrementa el grado de felicidad mutua y de cada uno considerado aisladamente. La unanimidad será la recompensa y no el consenso impostor que encubre normalmente el voto de calidad de una de las partes.
Es posible que, en práctica, el modelo centralista y el federal se parezcan tanto en el contenido que resulten indistinguibles, del mismo modo que en los móviles que disponen de conexión a Internet llega a olvidarse si dicha conexión ha sido activada expresamente por el usuario o por la compañía sin el consentimiento de aquél. Lo que no merma ni un ápice que la inclusión no solicitada de un servicio de pago sea lo más parecido a una estafa.
Contienden por tanto dos políticas radicalmente divergentes. Si he decidido inclinarme a estas alturas de mi vida  por el sistema federal es, en primer lugar, porque intuyo que el impulso espontáneo de los amantes ya no será recuperar la libertad perdida –el individuo no está en peligro–, sino incrementar el patrimonio común, que es, para este modelo, la parte vulnerable. En segundo lugar, porque así los inevitables sacrificios, que en toda relación se hacen para calmar la ansiedad afectiva de los enamorados, no constituirán un deber, objeto de exigencia, sino una ofrenda, digna de gratitud.
Sospecho además que, en el modelo federal, el varón tendrá más dificultades para considerar a la mujer parte de un territorio común indivisible, una provincia sometida a su férreo control, cuya voluntad de separarse tiene derecho a interpretar como un acto de secesión contra el Estado amoroso central –del que él actúa como garante– que debe ser castigado, llegado el caso,  con la muerte. Al no darla por seguro se verá urgido a conquistarla cada día, a riesgo de ver disminuidas sus cesiones. 

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