domingo, 18 de diciembre de 2011

NEGO–COACCIÓN COLECTIVA

Tras el último ajuste de personal la plantilla había quedado en siete trabajadores, cuya labor consistía básicamente en cargar y descargar palets de materiales de construcción para distribuirlos por todo el Levante. Su antigüedad laboral oscilaba entre los seis meses y doce años, habiéndoseles reducido el sueldo, como compensación por el privilegio de haber mantenido su contrato, a la cantidad de novecientos euros al mes, ya prorrateadas las pagas extras.
Las tareas que realizaban eran relativamente sencillas y rutinarias, por lo que la labor del encargado se limitaba a una mínima supervisión del rendimiento general. Era éste un tipo bajito, de frente despejada y poco dado al esfuerzo, que había logrado su puesto gracias al autodescarte sucesivo de sus antiguos compañeros, reacios a asumir  responsabilidades por un mísero complemento de cien euros al mes. Aquí radicaba sin duda el origen del mal ambiente que se respira en SNJ.SA, ya que aquellos siete hombres aceptaban de mala gana que el menos cualificado de todos ellos, el más perezoso y servil,  se hubiera convertido de la noche a la mañana en su superior.
Se trataba no obstante de un puesto devaluado, la función del encargado no era otra que hacer el trabajo sucio al gerente, hombre de unos cincuenta años, sólidas creencias religiosas y carácter temperamental, convicto defensor de la familia tradicional, a la que se enorgullecía de haber contribuido con nada menos que ocho hijos, y que, a pesar de su cuerpo raquítico y enclenque, dirigía la empresa con mano firme.
Ese día uno de los toros cargado de palets había pisado un bache, de los muchos que estaban esparcidos por aquellas naves descomunales a las que apenas se mantenía, con tan mala suerte que una partida entera de baldosas cerámicas había crujido en el accidente, desportillándose la mayor parte de sus piezas. Aproximadamente mil euros se habían ido al garete.
El gerente, inmediatamente informado por el encargado -que disfrutaba con los traspiés de sus antiguos compañeros, sabedor del desprecio que le profesaban-, los había mandado llamar urgentemente a su despacho.
Sentado con su traje gris perla al pie del escritorio, donde se entretenía archivando catálogos obsoletos de retroexcavadoras, tardó unos cinco minutos en levantar la vista hacia el grupo. Su  rostro reflejaba la ira contenida.
–Me queréis explicar qué cojones ha pasado con el toro –dijo con voz áspera y gesto displicente, dirigiéndose a todos sin fijar la vista en ninguno en particular.
El responsable del accidente agachó los ojos y musitó con tono culpable:
–Lo siento mucho, no me di cuenta del bache y...
–¡A mí me toca los cojones si lo sientes o lo dejas de sentir! , ¿en qué hostias estabas pensando? –lo cortó secamente el gerente.
–Pero señor…
–Ni señor ni señora, coge tus cosas, ve a la oficina y recoge tu finiquito. Estas despedido.
–Pero…
 ¿Es que además de ciego estás sordo…?, ¿no has oído lo que te he dicho?  No están las cosas para que una empresa seria se permita el lujo de tener a un inepto como tú a cargo de su maquinaria
Aquel obrero de cuarenta y cinco años salió del despacho cabizbajo, con un fuerte nudo en la garganta, imaginando cómo le explicaría a su familia lo sucedido. Su mujer llevaba en el paro más de dos años. Los otros seis compañeros se sentía indignados, molestos por la desproporción del castigo, y por el hecho de que a ellos, que no habían cometido ningún error, se les hubiera obligado a presenciar aquella escena tan ingrata. Sacando fuerzas de flaqueza, el más antiguo de todos creyó que era su deber interceder, atreviéndose a iniciar una tímida protesta.
–Señor gerente, ¿no cree que es demasiado despedirlo?, ha sido un error involuntario, tiene familia…
– ¡Maldita sea Antonio! –le interrumpió rojo de cólera el gerente, irritado de que un inferior se atreviera a cuestionar su autoridad.
–Me importa un comino si tiene o no tiene familia. Ese es su problema. A mí me pagan porque no se rompa ni un puto azulejo. Y os diré más, ya que veo que os estáis poniendo chulitos. Si no os interesan las condiciones que tan generosamente se os ofrecen estáis tardando en ir a la oficina a decirle a la secretaria de mi parte que os prepare también a vosotros el finiquito. Tengo a seis millones de muertos de hambre esperando en la puerta, dándose patadas para ocupar vuestros puestos. Con los cuatro duros que me cuesta mandaros a tomar por culo puedo permitirme cambiar de plantilla tantas veces como me salga a mí de los cojones –los testículos del gerente siempre estaban en su boca cuando se enfadaba.
Y por si no fuera poco con aquel rapapolvo, adivinando la rabia y el temor que debían sentir aquellos hombres al escuchar su arenga, decidió interpelarlos con ánimo intimidatorio desde su sillón de cuero deslustrado, fijando sus ojos altivos en cada uno de ellos:
–Tú ¿te interesa el puesto o prefieres irte a la calle a buscar algo mejor?
–Prefiero quedarme señor gerente.
–Tú ¿te interesa el puesto...?  
–Estoy contento con el puesto señor gerente.
–Tú ¿te interesa...?       
–Me quedo señor gerente….
Y así fue escuchando, satisfecho de comprobar su poder, el consentimiento verbal de aquel montón prescindible de mano de obra barata. Mientras, los obreros permanecían en silencio, sin atreverse a mirarse unos a otros a la cara, para no sentir la propia vergüenza reflejada en los ojos ajenos, con ese sabor acre que nos perfora por dentro cuando hemos sido maltratados ante testigos; cuando se ponen las cartas sobre la mesa y compruebas que no tienes nada, que no eres nada, que no vales nada frente al envite de tu rival; cuando te hacen ver con crudeza que la imagen que tienes de ti mismo es tan solo un farsa urdida por ti y no eres más que un pobre rehén de las circunstancias que ha de mendigar para sobrevivir.
 No había remedio ni alternativa ¿Qué sería del futuro de sus hijos, de su casa hipotecada, de sus compañeras en paro, si decidían comportarse con dignidad?
En medio de esa sensación de desamparo social, forzados por la necesidad que los emparentaba con los antiguos esclavos, vasallos, proletarios de todas las épocas, comprendían por el fin el secreto de su condición obrera. También el significado de esos manidos eufemismos, oscuros tecnicismos, palabras políticamente correctas como flexibilización del mercado laboral  (despido barato), competitividad (sueldos más bajos que las empresas rivales) o modificar la negociación colectiva (enfrentar a unos cuantos trabajadores indefensos ante el poder directo de su empleador), que los grandes gurús de la economía de mercado proponían como remedio para salir de la crisis.

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