sábado, 7 de abril de 2012

RESURRECCIÓN LAICA O LA FÓRMULA DE LA INMORTALIDAD



 La costumbre es una somnolencia, o, al menos un debilitamiento de la conciencia del tiempo, y cuando los años de la niñez son vividos lentamente y luego la vida se desarrolla cada vez más deprisa y se precipita, es también debido a la costumbre. Sabemos perfectamente que la inserción de cambios de costumbres o de nuevas costumbres es el único medio de que disponemos para mantenernos en vida, para refrescar nuestra percepción del tiempo, para obtener un rejuvenecimiento, una fortificación, una lentitud de nuestra experiencia del tiempo y, por esta causa, una renovación de nuestro sentimiento de la vida en general.
      Thomas Mann. La montaña mágica

                                     Si mientras lavamos los platos solamente estamos pensando en la taza de té que nos aguarda o en cualquier cosa que pertenezca al futuro, entonces no estamos vivos durante el tiempo que tardamos en hacerlo. De hecho somos completamente incapaces de apreciar el milagro de la vida mientras permanezcamos ante la pila. Si no podemos fregar los platos, todas las oportunidades serán de que tampoco podemos disfrutar nuestra taza de té; mientras nos la bebemos estaremos pensando en otras cosas, apenas despiertos al hecho de la taza de té que tenemos entre las manos. De ese modo estaremos absortos en el futuro y lo que eso significa realmente es que seremos incapaces de vivir un solo momento de nuestras vidas.
                                             
                       Vivir despierto Thich Nhat Hanh (monje budista)

El anhelo más antiguo y duradero de la humanidad es, sin lugar a dudas, como evidencia el sumerio Poema de Gilgamech –considerado el más ancestral de los relatos–, alcanzar la inmortalidad. La vida eterna individual es con todo derecho la promesa más codiciada de las religiones y el logro supremo que ansiaban obtener, mediante el descubrimiento de la piedra filosofal, los alquimistas. De igual modo puede afirmarse sin temor a errar que la resurrección de Cristo es el dogma central de la fe cristiana; y la regeneración celular, con vistas a neutralizar los procesos biológicos responsables del envejecimiento, la aspiración más ambiciosa de la ingeniería genética.
Aprovechando los tiempos de la liturgia católica me enfrentaré al enigma de la brevedad de la vida con menos avales sobrenaturales que las distintas iglesias, invitando al lector a que verifique de un modo imparcial, con su propia experiencia personal, las hipótesis que a continuación expondré. En cuanto a la forma de exposición se me habrá de perdonar la pasión, rayana en lo patológico, por encajar mis intuiciones espirituales en fórmulas y ecuaciones, intentando dotarlas de un rigor tan solo soportado en la certeza subjetiva.
La fórmula Tr = A² . Tc (que indica que el tiempo real de una existencia es igual al cuadrado del nivel de atención prestada a lo vivido multiplicado por el tiempo cronológico) apareció en mi mente cuando paseaba por un acantilado frente a la isla de Es Vedrá, en Ibiza, sin que mencionar este hecho suponga pretender atribuir a la ecuación un carácter de revelación o de indicio de la  providencia, bueno sería. Intento significar tan solo la obviedad de que el tiempo efectivo de vida, la duración real de un ser humano, no tiene tanto que ver con los años transcurridos, la cantidad de circunvalaciones solares entre el nacimiento y la muerte, como con la capacidad para mantener intencionalmente focalizada la atención en el aquí y el ahora
Lo que indica este guarismo, repito, es que el tiempo realmente vivido no es el de los relojes, el tiempo cósmico, sino el que marca la fidelidad de nuestra atención al presente; que alguien plenamente despierto puede vivir en un año más que otro con la conciencia atenuada en cincuenta. Constatación de la que emerge una originaria disyuntiva. Si Occidente, representado en la figura del novelista Thomas Mann, apuesta por la ruptura de la costumbre como el único modo de refrescar nuestra conciencia de lo real y alargar la experiencia del tiempo, es un descubrimiento de Oriente que poner plena conciencia en cada uno de nuestros actos cotidianos, hasta en los en apariencia más insignificantes y anodinos, dilata la experiencia vital y hace que el tiempo discurra más despacio. El elixir de una inmortalidad viable oscila, por tanto, entre renovar las circunstancias o nuestra manera de percibirlas, modificar los hábitos o desnudar la mirada. 
Por el contrario, ambas comprensiones dan por sentado que la inconsciencia, el automatismo con que realizamos la mayor parte de nuestras tareas diarias: cepillarnos los dientes, poner la lavadora, besar a nuestro hijo, andar por la calle, ir en metro, sentarnos en el sofá, charlar con los amigos, practicar sexo o tomar el desayuno, amortiguan el impacto de las cosas y las personas sobre nosotros, provocando una pérdida irreparable de densidad vital,  la sensación de un violento y creciente vacío, residuo de un tiempo que huye a toda prisa, vertiginosamente, a falta de sentido y sustancia.
El entrenamiento de la atención, que es el objetivo declarado de la meditación en cualquiera de sus modalidades, permite desactivar el mecanismo de adaptación hedónica y perceptiva que rige nuestra respuesta a los estímulos –mecanismo al que debemos que la segunda cucharada de un helado nos proporcione menos placer que la primera–, haciendo posible que un hecho repetido hasta la saciedad pueda ser percibido como si fuera la primera vez. Creación de novedad que aumentará el caudal de experiencia disponible.
Lo que explicaría por qué cuanto mayor es nuestra edad más rápido nos parece el fluir temporal. Imagen debida al envejecimiento y rigidez de nuestro sistema neuronal, gobernado de forma creciente por costumbres, estereotipos y automatismos, que menguan su capacidad para captar la viveza y frescura de lo real, por lo que el tiempo se acorta. La prueba empírica de esta afirmación es la vivencia de cómo sucesos que rompen la rutina, como un viaje, un enamoramiento o el nacimiento de un hijo, que nos fuerzan a estar más alerta, si bien nos sobrecogen mientras los vivimos por su pasmosa fugacidad, tras la debida distancia nos producen la sensación de que el tiempo ha transcurrido muy lentamente -o de que han pasado muchas cosas-, cuando lo que ha variado sobre todo es el nivel de atención empleado.
El sentido de la ecuación oculta un detallado plan de salvación laica, permitiendo predecir que una hipotética elevación de los niveles de conciencia, una absorción plena en el ahora, acreditada por los místicos de todas las épocas y credos, y actualmente por populares escritores como Eckart Tolle, incrementaría nuestro sentimiento de duración exponencialmente hasta el infinito, literalmente conferiría la eternidad. Es lo que los budistas llaman nirvana, despertar,  liquidación del yo o liberación de la rueda del tiempo.
 La fórmula abre también una esperanza, un programa realista de longevidad, que no se centra en la lucha contra los radicales libres sino en la práctica de un método libre y radical: la meditación. Si retardar la muerte no depende de nosotros (Tc), está bajo nuestro poder incrementar progresivamente los niveles de inmersión consciente en el ahora (A²), aprender a vislumbrar lo eterno en lo que fluye y, en consecuencia, prolongar indefinidamente el milagro de estar vivo.
                         
 Se cree que la novedad y el carácter interesante de su contenido (de la vida) “hacen pasar” el tiempo, es decir, lo abrevian, cuando en realidad, aunque la monotonía y el vacío alargan, sin duda, algunas veces, el instante y la hora y los hacen aburridos, abrevian y aceleran hasta reducirlos casi a la nada, las grandes y vastas cantidades de tiempo. Por el contrario, un contenido rico e interesante, sin duda, capaz de abreviar una hora e incluso un día, pero considerado en conjunto, presta al curso del tiempo amplitud, peso y solidez, de tal manera, que los años ricos en acontecimientos pasan mucho más lentamente que los años pobres, vacíos y ligeros, que el tiempo barre y que se van volando.                                                                     
 
                            Thomas Mann. La montaña mágica

                         



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