Cuando oigo a hombres curtidos de Mota, a los que escuchaba de niño decir la palabra maricón con desprecio, decir ahora la palabra gay con respeto, siento hasta qué punto este pequeño pueblo que me vio nacer se ha vuelto amable y tolerante. Dedicado a todos aquellos que pagan un precio por atreverse a ser ellos mismos.
Son multitud las representaciones
del martirio de San Sebastián, aunque ninguna tiene el poder de agotar el
espacio numinoso del mito. Pero si buscáramos un denominador común a todas
ellas siempre nos toparíamos con dos significados, uno más aceptable e
ilustrado, el otro más impertinente y posmoderno.
La imagen simboliza en primer lugar el
sacrificio del héroe que da la vida por sus
principios, la persona íntegra que decide asumir sin cálculo el coste de su
libertad. San Sebastián, general romano convertido al cristianismo, fue
ejecutado por negarse a obedecer la orden del emperador Diocleciano que le
exigía abjurar de su fe. Encarna pues al idealista, la fuerza invencible de la
conciencia frente a las exigencias del mundo.
Pero al mismo tiempo y por una suerte
de broma sagrada, el martirio de San Sebastián, desviándose de la intención
original de sus promotores eclesiásticos, que pretendían utilizar los suplicios
como prueba pública de la verdad cristiana, pasó a convertirse en la sombra
misma del cristianismo triunfante, represivo y homófobo: en un icono de la
comunidad gay.
A lo que ayudó no solo la coherencia
extrema del santo, sino la belleza y sensualidad de su figura masculina, su
provocativa desnudez, así como la actitud pasiva, marcadamente femenina, de su
expresión, que antes que a casta devoción invitaba al solaz desenfreno, a la
dulce concupiscencia, permitiendo a los fieles –clérigos incluidos– orar sin culpa, en
medio de un pecaminoso cosquilleo.
Al igual que el éxtasis de Santa
Teresa de Bernini, los elementos
espirituales de la imagen dejan entrever un erotismo soterrado que bulle y
palpita en su interior. Piedra de escándalo para una fe mojigata y puritana,
que sataniza el cuerpo y penaliza el disfrute. Sin saber que lo prohibido acaba
siempre por desbordar los tristes cauces que lo censuran, en este caso para fundirse
con el dolor extremo.
En San Sebastián el martirio se
transforma en éxtasis, el ascesis en preámbulo de la entrega carnal. Tal vez
por ello la expresión del santo, herido y humillado por íntimo amor a Cristo,
es de gozo, como si las saetas que penetran su carne, la exhibición de su
cuerpo desnudo ante los verdugos, el rito voluptuoso de la sangre pudieran hacer visible el paso orgásmico al
paraíso.
Pero el idealista y el icono gay que
el mito relata, lejos de contradecirse, son la luz y la sombra del proyecto
cristiano, que es en cierto modo la historia misma de occidente. El hombre
íntegro es el cristiano perseguido, la comunidad de las víctimas, la iglesia de
las catacumbas, la religión del amor. El homosexual herido y saeteado señala, al
contrario, al cristianismo perseguidor, la ferocidad del poder, la
administración del miedo, la iglesia de Roma. San Sebastián sintetiza como ningún
otro símbolo al cristiano reprimido por su fe y el gay reprimido por los
cristianos.
Extraña y sugerente paradoja que
esta fotografía tiene el valor de ilustrar, tal vez con el ambicioso propósito
de hacerla desaparecer de un universo social sobre el que sigue planeando el prejuicio y la intolerancia. La presencia a
la vez incómoda y cautivadora de la imagen, entregada sin ironía ni ánimo
irreverente al dulce tormento, nos recuerda que no hay salida al dilema: o
somos San Sebastián o somos sus verdugos.
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