lunes, 24 de septiembre de 2012

YO TAMBIÉN EXIJO LA DISOLUCIÓN DE LAS CORTES





                    Probablemente el mayor argumento contra el llamamiento a la ocupación o acordonamiento del congreso el día 25 sea la falta de una mayoría social que lo respalde. Sin esa mayoría su legitimidad es ética pero no democrática, es decir, son justos los principios que invoca, sólidos los argumentos que plantea, insoslayables las causas que lo motivan, pero se carece aún de un sujeto político articulado capaz de operar esa mutación radical del sistema.
A lo que habría que añadir el riesgo de confrontación civil que supondría el éxito de la iniciativa sin un consenso previo entre las diferentes fuerzas y sensibilidades que conforman la realidad social española. Por desgracia, aunque somos el 99% frente al 1%, tan solo el 15 o 20% se han dado cuenta de ello. El PP, a día de hoy, según las últimas encuestas, y a pesar de una importante caída en la intención de voto, seguiría siendo la opción política más votada. Lo que significa que en el vacío constituyente las reglas del juego podrían incluso modificarse aún más a la derecha. Dicho esto:
¿Por qué no tiene derecho a entender una multitud de ciudadanos que las reglas del juego de las que un día nos dotamos, es decir, la constitución, se ha quedado vacía de contenido y ya no responde a las expectativas legítimas a que debió su origen?
¿Por qué no vamos a tener derecho a pensar que el sistema político español se convierte gradualmente en una inmensa farsa, donde, bajo la apariencia de democracia, se oculta –cada vez menos– una perversa dictadura de los mercados?
¿Hasta qué punto puede exigirse a un elevado número de ciudadanos, progresivamente excluidos del amparo público, del empleo, de los servicios sociales, de las oportunidades,  lealtad a las instituciones responsables de dicho desamparo?
¿Por qué no tienen los ciudadanos, agentes de la soberanía, derecho a pensar que las instituciones políticas han dejado de representarles en beneficio de minorías pudientes y de estructuras parásitas y, en consecuencia, a reclamar la disolución del  poder constituido?
¿Por qué no se va a poder demandar la apertura de un proceso constituyente capaz de instaurar un ordenamiento jurídico más acorde con los principios de una democracia real?
Y si tenemos derecho a entenderlo ¿por qué no vamos a tener derecho a expresarlo de una forma pacífica del modo que creamos conveniente, sea rodeando el congreso,  ocupando las plazas o batiendo cacerolas?
 El mayor argumento de los promotores del 25 S es paradójicamente la feroz represión de la que están siendo objeto. La falta de legitimidad social es suplida por la vergonzosa criminalización de la protesta; la incapacidad de satisfacer las expectativas de los cerebros, por el bochornoso amordazamiento de las bocas; la ausencia de argumentos válidos por la vejatoria administración del miedo. Nos causan dolor y nos prohíben gritar.
El sistema se hunde, y un ansia irreprimible de revolución, no de alternancia sino de alternativa, comienza a generalizarse ante la incapacidad del orden constitucional, y de los dos grandes partidos que lo gestionan, para dar una respuesta que alivie el intolerable sufrimiento que nos aflige. El 25 S ocurrirá, ya se ven racimos dorados tras las primeras pámpanas.

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