Dedicado a mis compañeros de retiro, quienes compartieron conmigo la plenitud del silencio.
Todas las tradiciones espirituales tienen algo que enseñarnos, principalmente a los que no podemos creer en la existencia de un ser superior. Cristianos, budistas, musulmanes, judíos o paganos, por diferentes caminos, y a pesar de todo el fanatismo y adulteración que legítimamente podamos reprocharles, conservan en algunos casos el poder de ponernos en contacto con algo misterioso y profundo que late en nuestro interior. Y que tal vez no sea otra cosa que nuestra propia conciencia desnuda.
Con celo de ateo tolerante decidí pasar los últimos días de agosto en un centro de budismo tibetano a fin de profundizar en el significado de mi propia muerte, a 1600 metros sobre el nivel del mar, en la ladera sur de Sierra Nevada. He de decir que desde aquella privilegiada atalaya podía percibirse, a medio camino entre el pasmo y la fascinación, la majestuosa silueta de las masas rocosas, en cuyo regazo blanqueaban los pueblecitos de la Alpujarra granadina cual pequeños rebaños urdidos en la roca.
Pero no es aquella inhóspita y desolada belleza del paisaje, ni la sensación de estar exiliado del mundo, ajeno a los avatares que componen la trágicómica urdimbre de la vida, lo que destacaré, sino el modo en que aquel clima de silencio y compasión ha trastocado, siquiera momentáneamente, mi percepción de la vida y de las cosas.
Es preciso para ello entender previamente que la razón de tan extraordinario aislamiento no es otra que aprender a captar en silencio, con la mente atenta pero relajada, todo aquello con lo que los participantes llegáramos a entrar en contacto durante nuestra estancia, desde fregar los platos hasta subir las escaleras o beber un vaso de agua. Es lo que los anglosajones llaman Mindfulness, la practica de la atención plena, que implica ser capaces de estar inmersos, con todo nuestro ser en cada actividad por insignificante que sea, en cada persona por poco estimulante que nos resulte, en cada momento, sin permitir que la preocupación o los remordimientos nos resten un gramo de entrega a lo único real: el aquí y el ahora.
Bruno Ricci, el ex–monje budista que impartía el taller, nos mostró durante los seis días del retiro las principales creencias de esta ancestral sabiduría en torno al vacío y la impermanencia, así como el secreto de su práctica más potente: la meditación. No negaré que algunas de estas creencias pueden resultar discutibles, pese a lo cual he sido conmovido, hasta un punto difícil de expresar, por la calidad humana de este sabio budista. Su rostro era más bello aún que el paisaje y en él se reflejaba una síntesis inusual de serenidad, modestia y ternura. Pocas veces he presenciado una sonrisa tan limpia y profunda, que expresara tan incondicional aceptación. Al recibirla no podía dejar de sentirme colmado.
Distanciándome de mi entorno habitual, recogido en una cumbre consagrada al silencio, he llegado a comprender con horror cuánto ruido –físico y emocional– nos asola, cuán poco nos escuchamos los unos a los otros, qué hambrientos estamos en medio de la abundancia, cuán hostil es la pesadilla que construimos cada día con nuestros codiciosos afanes.
Tras mi regreso a Mota del Cuervo hace tan solo 24 horas mi espíritu sigue tan poroso y despierto que apenas reconozco mi casa, mi familia, mis amigos, mis compañeros o a Coralie. Es como si pudiera mirarlos de otro modo, sin el estúpido velo de mi humano egocentrismo. Me hace feliz estar plenamente presente en el ahora y siento que mi corazón es considerablemente mas ancho que cuando me fui. Incluso las personas que hace siete días me resultaban antipáticas y desagradables, hacia las que guardaba mezquinos rencores, las experimento ahora con una misteriosa suerte de indulgencia, sabiendo que es el sufrimiento lo que les hace obrar así y que si fueran plenamente dichosas jamás habrían tenido la tentación de hacerme daño.
No por ello ignoro que el mundo está lleno de injusticia e incluso me hiere aún más contemplar el insensato dolor que nos infligimos mutuamente. Pero ese dolor no me destruye, ni me hace recelar de la bondad del mundo ni me vuelve cínico. Al contrario, tan solo me despierta una profunda compasión en la que subyace un poso de inexplicable alegría.
Sé que en unos días el ruido del mundo, su infatigable tormento me volverá a reclamar. Y que aún no estoy preparado para habitar en esta felicidad tranquila. Pero me siento tan sereno que ni siquiera eso me preocupa. Porque también sé que este paraíso que hoy siento es auténtico, no se basa en drogas, personas o bienes externos a mi ser, sino en la conexión con un centro oculto en mi interior que de mí depende volver a reencontrar. Mi mente se ha vuelto clara y mi corazón compasivo. No perdurará. Pero ya sé que es posible.
Puedes decirme como contactar con ese lugar?
ResponderEliminarGracias Taber, sí fue una experiencia maravillosa, merece la pena el lugar. Este es el enlace. http://www.oseling.org/ Un abrazo
EliminarExperiencia preciosa!!!
ResponderEliminarGracias por compartirlo
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