El escándalo de los sobre–cogedores,
que confirma la inquietante existencia de una siniestra confabulación, que
vincula de forma organizada y sostenida –durante nada menos que 20 años–, al
poder económico y al poder político, pone de manifiesto, con obscena evidencia,
lo que los ciudadanos más atentos nunca han dejado de intuir bajo los
diferentes gobiernos: que bajo la pulcra epidermis de los rituales democráticos se
esconde una abyecta y nauseabunda plutocracia, un gobierno de los ricos, de los
pudientes, de los acaudalados, que manejan a su antojo las riendas del país en turbio contubernio con los grandes partidos.
Atrevámonos pues a enfrentar la realidad con valentía, realicemos la biopsia política a las células de la Gürtel , clones de la antigua Filesa, aunque solo sea para constatar con dolor el insalvable abismo entre representantes y representados -mejor morir lúcido que vivir gilipollas ¿Quién
puñetas manda aquí?¿Componen el sujeto soberano los 46 millones de ciudadanos corrientes,
esos que cada día se dejan el pellejo en la oficina, la zanja, la escuela, el
asfalto, la mina, la cadena de montaje o las filas del INEM, para que el mundo siga luciendo cada
día? ¡Nooooooooooooooooooooo! –perdón por esta prolongación descontrolada de la “o”, que debe
ser la deformación que produce el wsap en mis neuronas.
El auténtico soberano, el rostro pérfido bajo
el disfraz democrático es una mafia de alevosos canallas trajeados, que
controlan simultáneamente los grandes emporios productivos, el capital
financiero y las instituciones políticas –dentro de poco también los servicios
públicos. Un sórdido pijo–club formado por patéticos snoopys gangosos,
estrafalarios bigotes, incompetentes economistas, evasores
fiscales, taimados tesoreros, empresarios tramposos, abogados chupa pollas –caras–, ingenieros financieros, magnates
mediáticos, banqueros exprimidores, ostentosos señoritingos y jueces soplagaitas.
Una plaga de sociópatas capaces de imponer un
estado de excepción política y de emergencia económica, mientras ellos, ensimismados en su burbuja social exclusiva, más
admirada que denostada por aquellos que la padecen, se revuelcan en el
orgiástico lodo del caviar ruso, de las suntuosas mansiones baleáricas, de los apartamentos
en Manhattan, de los flamantes deportivos descapotables, de la flotilla de lujosos
yates a todo confort, con los que escapan al hedor de la chusma, amortizados con oscuras
cuentas en paraísos fiscales.
Nuestro sudor común, el esfuerzo de
nuestros padres y la desesperación laboral de nuestros hijos, puestos al
servicio de una vida plana, cínica, estéril y estúpida, de felicidad blanca en nariz, diamantes tallados en
ketchup y dulces folleteos con putas de alto standing, eso sí, todo servido y
brindado en honor de las grandes palabras, esas que pronuncian con ruidoso sarcasmo entre erupto y erupto de Vega Sicilia: Dios, trabajo, patria y familia, justo
esas por las que un pueblo dócil e incauto les concedió no hace mucho la mayoría
absoluta.
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