viernes, 17 de febrero de 2012

CREACIÓN DE UN BANCO INDIGNADO. JAQUE AL ACTUAL SISTEMA FINANCIERO


"Si todas esas personas que salen con pancartas a la calle retiraran su dinero de los bancos, se produciría un colapso. Eso sí sería una gran revolución"  Eric Cantona.


El psicólogo Martin Seligman, allá por los años 1960,  introdujo a dos perros en dos grandes jaulas y los expuso a descargas eléctricas ocasionales. Uno de los animales tenía la posibilidad de accionar una palanca con el hocico para detener la descarga, mientras el otro no tenía medios de hacerlo. El tiempo de la descarga y su intensidad eran iguales para ambos, se iniciaba en el mismo momento y finalizaba tan pronto el primer perro cortaba la electricidad.
Seligman comprobó con asombro que, a pesar de ser idéntico el daño, el efecto psicológico  que la experiencia produjo en ambos animales era muy distinto. Mientras el primero mantenía un ánimo normal, el otro permanecía quieto, lastimoso y asustado. Hasta el punto de que cuando se le cambiaba de situación y se le daba oportunidad de cortar las descargas, era incapaz de darse cuenta y permanecía echado en el suelo sin intentar nada. Había aprendido a anticipar el fracaso, a desconfiar de su capacidad para reaccionar con eficacia ante el sufrimiento que se le infligía; estaba deprimido. 
No creo que sea aventurado extrapolar los datos del experimento a la reacción de apatía, desánimo y pesimismo de la población ante la crisis, ante el asalto sin precedentes a sus más preciadas conquistas sociales y laborales.
 La desesperanza aprendida es una condición psicológica en la que un sujeto aprende a creer que está indefenso, que no tiene ningún control sobre la situación en que se encuentra y que cualquier cosa que haga será inútil. Como resultado, la persona permanece pasiva frente a una situación dolorosa, incluso cuando dispone de la posibilidad real de cambiar las circunstancias.
Los estímulos aversivos en la situación actual son de sobra conocidos. Las elevadas tasas de desempleo, el abaratamiento del despido, la prioridad de lo nego–coacción en la empresa sobre los convenios colectivos, el constante desprestigio y ninguneo de los sindicatos,  el peso de la hipotecas y la más que probable restricción del derecho de huelga tienen como objetivo quebrar el poder político de la clase trabajadora en beneficio de los propietarios del capital.
Bajo el peso de esas condiciones draconianas nadie, y digo nadie, se atreverá a partir de ahora a reclamar sus derechos, sino que aceptará sin rechistar, casi con gratitud, su explotación. El desequilibrio de poderes es de tal magnitud que no parece exagerado afirmar que estamos ante el final de un segundo ciclo de la lucha de clases, que se suma a aquel que tuvo lugar tras la segunda guerra mundial, cuando los trabajadores renunciaron a la revolución en beneficio de la negociación. En este caso se va un paso más al ser liquidados oficialmente como interlocutores sociales y devaluados a la condición de mercancías dóciles, flexibles y baratas; el retorno a un estadio arcaico de esclavitud política y explotación laboral. El poder organizado de la clase trabajadora se ha diluido, ya no inspira temor a su viejo contrincante sino burla y desprecio.
Pero no es la gravedad de la situación lo más preocupante, sino la falta de reacción de sus víctimas. Nadie parece encontrarse con capacidad para dar una respuesta contundente a lo que está sucediendo. Las elecciones en todos los ámbitos del Estado han dado una mayoría aplastante al Partido Popular, la última huelga general supo a fracaso, el 15 M ha desaparecido de los medios y su influencia en la política nacional ha sido más bien escasa, los sindicatos han perdido el apoyo y  Zapatero resultó finalmente un fiasco. Como el segundo perro, los ciudadanos estamos pasivos, deprimidos, soportando con los dientes apretados descarga tras descarga. Cuanto mayor es el calambre menor es la reacción. Nuestra cólera se ha vuelto velada resignación, confianza temerosa en que  nuestro sacrificio nos hará mañana propicios al dios Mercado, y en que éste, aplacado al comprobar la dura expiación por nuestro delito de vivir por encima de nuestras posibilidades, atenderá nuestra súplica. Actitud que anima al sádico electricista a aumentar el número de voltios.
La economía ha entrado en recesión y la clase trabajadora en depresión. Y mientras esto ocurre verificamos el incremento del consumo de bienes de lujo, el impúdico aumento de la ostentación, la evasión de capitales y la orgía del despilfarro por parte de una minoría de flamantes nuevos ricos. Lo que añade a la derrota el amargo carácter de la humillación.
Se me olvidó decir que de los 160 canes que participaron en el experimento de Seligman, un tercio no logró aprender a fracasar y supo encontrar la manera de escapar a la situación tan pronto cambiaron las circunstancias. Estaban dotados de un innato optimismo. Me gustaría creer que yo soy uno de ellos. Por eso no es ni será jamás mi objetivo multiplicar el grito y la queja, sino sugerir medidas eficaces para poner coto a tanta insolencia. No podemos esperar cuatro años de legislatura, sería demasiado tarde. Hay que hallar cuanto antes el lugar exacto de la yugular del autor de las descargas.  
El hallazgo de Seligman contenía, a pesar de todo, un mensaje extraordinariamente positivo. Y es que, lo mismo que se puede aprender la indefensión, se puede aprender la esperanza, que está en la base de las expectativas de éxito. Para ello es imprescindible ir rescatando parcelas de poder, por insignificantes que sean al principio, a partir de acciones que nos demuestren que somos capaces de incidir en el medio. Y esto puede ocurrir de muchas formas, pero lo importante es que suceda alguna de ellas.
Son dos en mi opinión las principales armas de las que aún disponemos. Sin duda la fundamental es la huelga, con el único inconveniente de que para que sea eficaz ha de ser general e indefinida. No existe mayor demostración del poder y dignidad de la clase trabajadora que parar el aparato productivo cuando se nos maltrata. Lo que demuestra, por la vía de la omisión, que toda la riqueza procede directa o indirectamente de nosotros. En su contra está el hecho de que habrá que vencer el desánimo antes mencionado, el recelo hacia los sindicatos, la escasa solvencia económica de los trabajadores acuciados por las hipotecas y  el temor a la mirada disuasoria del empresario investido de superpoderes gracias a la reforma laboral.
Como no faltará quien estudie esa opción mi sugerencia va en otro sentido, como es contraatacar el eje mismo de flotación de nuestro oponente: el sistema financiero. Una restricción significativa de la liquidez bancaria sería una bomba atómica que pondría el sistema económico contra las cuerdas, sobre todo teniendo en cuenta que los bancos están conectados entre sí por deudas astronómicas, cual cadenas de orugas procesionarias. ¿Cómo se podría llevar a cabo? Se me ocurren diversas estrategias que no puedo desarrollar aquí de forma exhaustiva. La primera consistiría en negarse colectivamente a pagar las hipotecas más allá del precio real de la vivienda por la que la contraímos y que estaba artificialmente sobrevalorado. Sobrevalorado precisamente por la oferta irresponsable de crédito por parte de esos mismos bancos.  
¿Por qué tendríamos que pagar la amortización e intereses de un préstamo cuyo importe ha sido originado en gran parte por las prácticas comerciales abusivas del prestatario? Suponiendo lógicamente que esta hipoteca no tuviera como fin la especulación inmobiliaria sino la adquisición de la primera vivienda. Solo en ese caso estaríamos ante un supuesto legítimo de objeción hipotecaria.
Es tan solo una cuestión de cálculo, que sobrepasa mi escaso conocimiento matemático, determinar el número mínimo de trabajadores–clientes de hipotecas que sería necesario congregar para desorbitar la tasa de morosidad y hacer colapsar al sistema financiero. Con un número significativamente menor de personas se podría realizar una acción de mayor alcance que con una huelga escasamente secundada. No le sería fácil al gobierno permitir que se desaloje de sus casas a cientos de miles de trabajadores, quizás millones, por no pagar la parte de su hipoteca que juzga como usura. Naturalmente habría que planificarlo concienzudamente, atar jurídicamente los flecos legales, jugar con los tiempos lentos de la justicia, organizar grupos de intervención para presionar en las subastas y los desahucios, si es que llegaran a producirse, contar con el compromiso expreso de un número suficiente de objetores antes de iniciar la medida, etc.
 Otra táctica de presión con no menos impacto consistiría en retirar nuestros depósitos de bancos y cajas privados para ingresarlos en un solo banco que administre el ahorro de  todos los trabajadores (sean empleados, desempleados o pasivos), manejado por nosotros y sometido a nuestras reglas. Un banco creado al efecto o reconvertido entre los ya existen en la llamada banca ética, donde cobraríamos nuestras nóminas, subsidios y jubilaciones, y al que trasladaríamos nuestras hipotecas solventes.
Todos seríamos accionistas con iguales derechos y en los estatutos de constitución se reconocería un régimen de gobierno asambleario –una persona un voto–, se prohibirían expresamente las prácticas especulativas ajenas a la economía real, se determinaría el tipo de actividades financiables en función de sus consecuencias sociales y medioambientales, se limitarían los sueldos de los gestores, se garantizaría la total transparencia de las operaciones y se excluiría a los políticos, a diferencia de las cajas de ahorro. Los beneficios irían destinados a facilitar el autoempleo de los socios, la promoción de vivienda protegida, la creación de medios de comunicación alternativos, sostenimiento de huelgas, etc. 
   La retirada masiva de fondos dejaría al resto de los bancos axfisados por la falta de liquidez y al borde la quiebra. Es absurdo que no ejercemos el control sobre nuestros propios ahorros, siendo precisamente esa el arma con la que se nos está aplastando. Si ellos pretenden privatizar lo público nuestro objetivo ha de ser  socializar lo privado. Una cooperativa de crédito sin banqueros ni políticos demostraría que otro mundo es posible.
Y lo mejor de todo es que la unión de ambas medidas aumentaría geométricamente su potencial destructivo con la siguiente secuencia ideal: 1) Retirada masiva de depósitos y nóminas de los actuales bancos y transferencia de los mismos al BT (banco de los trabajadores), dejando en los primeros exclusivamente nuestras hipotecas; 2) Una vez engordado y consolidado el BT se anuncia el impago generalizado de  hipotecas según el esquema planteado; 3) Ante el riesgo de que se cumpla la amenaza cunde el pánico entre los ahorradores de los bancos y cajas privados y se apresuran a retirar sus depósitos por miedo a perderlos; 4) el BT, libre de cargas tóxicas los acoge gustoso incrementando exponencialmente sus activos; 5) Los principales bancos nacionales se desploman arrastrando a sus acreedores en el exterior; 6) El BT adquiere algunos de ellos a precios de saldo para reconvertirlos y hacerse con sus sucursales.
Tal vez esto pueda parecer un sueño a los quemados y políticamente deprimidos, pero hay gente muy preparada entre nosotros, economistas críticos, asociaciones y colectivos intachables (como Attat, baladre, Amnistía  Internacional, banca ética, etc.) con suficiente autoridad técnica y moral como para diseñar el borrador del proyecto y  estudiar su viabilidad, antes de que fuera discutido y consensuado en las asambleas de toda España, creadas a raíz del 15 M.  Sin riesgos de despido, utilizando nuestra libertad bancaria y con menos del número de votantes de IU se podría dinamitar el sistema financiero. Una acción conjunta y bien planificada para demostrar al gobierno y los mercados nuestro poder y devolvernos la confianza en nosotros mismos. Un banco donde la indignación se convierta en control del crédito, democracia financiera. Un banco indignado. 

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