No mires nunca de donde vienes, sino a donde vas.
Pierre Agustín de Beaumarchais. (Poeta francés)
Nació en Charleroi, la cuenca minera de Bélgica, donde sus padres, dos humildes aldeanos del depauperado campo burgalés, marcharon en los años sesenta acuciados por el negro presente, ahítos de pastorear ovejas de otros y servir en casas de señoritos. Allá quedaban los verdes prados castellanos, el puente romano sobre el río Arlanza, los parientes y amigos de Puentedura, las callejuelas rudas, iluminadas tan solo con el tenue resplandor de diminutos farolillos de gas. Allí habría nacido Coralie si las piernas largas de la miseria no hubieran conducido a sus ascendientes, con el beneplácito de los Pirineos, al centro mismo de la vieja Europa.
Fue en ese lugar lluvioso y lúgubre de Bruselas donde un 27 de Diciembre asomó su rostro por primera vez. Condenada ya por el carácter migratorio de su nacimiento a carecer de raíces, a vagar por el mundo en estado de cívica orfandad, viviendo como de prestado en los lugares donde ocasionalmente residía, privada de ese vínculo cuasi místico que nos liga de forma incondicional a un concreto lugar del universo. Lo que dará razón a fin y a la postre de tan singular libertad de movimientos, de su nómada inquietud que no encontraba solaz ni reposo en ninguna parte, indicando la falta de apego que caracteriza a quien viene al mundo sin el sostén protector de bienes, familiares o abolengo, sino tan solo en razón de la necesidad.
La familia Santamaría se alojaba en un pequeño sótano de la calle Princesse Elisabeth, en un barrio de inmigrantes de diversa nacionalidad e idéntica procedencia: el hambre y la falta de futuro, por el que circulaba un tranvía amarillo de un solo vagón. La helada bruma fue impregnando su carácter de una tonalidad sombría y melancólica, contra la que siempre se rebelaría como de una influencia perniciosa y extraña, que no representaba su verdadero temperamento. Melancolía ambiental a la que se sumaba la condición de pobre de solemnidad, de paria en un país extranjero, en cuyas carnicerías su madre se abastecía a bajo coste de todo tipo de vísceras animales, reservadas por los belgas a mascotas y perros de compañía.
Santo y seña de aquel pasado menesteroso fue el violento alboroto que se vio obligada a presenciar un viernes por la noche, mientras repasaba la tabla de multiplicar, y que se coló furtivo por el estrecho y delgado cristal situado a tan solo una cuarta del techo del salón, justo a la altura de los pies de los viandantes, por el que entraba el único hilo de luz desde el exterior. Sin que quepa interpretar mala intención o deseo de humillar, sino más bien distracción y embotamiento, Coralie hubo de soportar con insólita tristeza el húmedo e indiscreto chisporroteo de un borracho que meaba al pie mismo del ventanal. Ese día comprendió que su estatus era más bajo que la meada de un borracho.
El papel pintado de las paredes de aquel lóbrego cuartucho subterráneo se rizaba como una hueca melena por efecto de la humedad. Así adquirió la bronquitis asmática que le acompañaría hasta su regreso a España. También, sin que ello signifique un juicio culpabilizador, mucho tuvieron que ver en esta patológica herencia los habituales paseos en carrito a lo largo de las gélidas calles de Bruselas, mientras sus padres predicaban, casa por casa, con fanática responsabilidad la inminente llegada del reino de Jehová. Predicación que ella misma habría de continuar años más tarde.
De ese modo aprendió a desconfiar del mundo, donde el demonio ejercía su gobierno sin restricciones. Y por si no fuera suficiente con el mundo y el demonio, allí estaba la implícita obligatoriedad de participar en los juegos de los jóvenes testigos, el llamado en gage, versión francófona de las prendas, donde quienes perdían se veían forzados a realizar pruebas embarazosas y degradantes, como hablar con voz de pito, imitar los movimientos de una gallina clueca o cantar el cara el Sol. Si se negaba sería abucheada al dictado de “sosa, sosa, sosa”, cortando en seco el fluyente maná de la simpatía social; mientras que si se sometía a las tiránicas exigencias de sus pares se sentiría ridícula y humillada en su interior. El único remedio, se decía a sí misma, era huir, evitar la ocasión, recluyéndose con angustiosa precipitación tras las reuniones semanales de la congregación en la soledad del sótano.
Sus fantasías se poblaron desde entonces de un temor insuperable a los otros, de cuya hostilidad debería cuidarse con el apolíneo arte de la distancia justa. No ayudando demasiado a superar esta temprana fobia social el descubrimiento de que su mejor amiga había revelado al chico que le gustaba este sentimiento íntimo de atracción, traicionando así su expresa advertencia de confidencialidad, y obligándola a sobrellevar con intolerable bochorno cómo este insensible fanfarrón se envanecía a su costa. Por supuesto jamás volvió a hablarle ni a mirarle a la cara, a fin de demostrar a todos, y sobre todo al joven fatuo, que se trataba de un bulo y que no sentía por él el más mínimo interés. Ese día se juró a sí misma que no volvería a confiar.
A la defunción de la confianza en los otros hubo que añadir en la pubertad el deterioro de centros neurálgicos del amor propio. Y es que a pesar de sus buenas notas, de la inusual soltura para los idiomas y del favorable parecer de sus profesores, siempre consideró como una verdad evidente su incapacidad para acometer estudios superiores. Opinión heredada de sus padres, firmemente convencidos de su condición subalterna y de la congénita mediocridad intelectual de los pobres, así como de que el mejor destino que podía esperarse de Coralie era que empezara a trabajar cuanto antes, irrigando de ingresos la unidad familiar. Así que se matriculó en un módulo de formación profesional, dejando el bachillerato para los hijos de las clases pudientes, a los que se presumía mayor aptitud para los estudios.
Cuando finalmente, ya en España, a los veinticinco años realizó el examen de acceso para mayores a la Universidad Complutense , logrando terminar en tan solo cuatro años la carrera de psicología, no por ello cesó la íntima desconfianza en su capacidad intelectual, hasta el punto de que siempre se sintió de alguna forma impostora en el orden del conocimiento y una intrusa en los ámbitos profesionales cualificados.
Pero no todo habría de ser nefasto para nuestra heroína. También fue en Bruselas, en aquel centro comercial abarrotado de gente, al que acudió casualmente con sus padres y su hermana Ángela un sábado por la tarde, a sus apenas once años, cuando descubrió con no poco asombro que los hombres miraban su falda plisada y su blusa blanca de una forma anómala, con una fijeza ávida y pegajosa. Agradable sensación de colmada visibilidad que le advertía de una venturosa ascendencia sobre el deseo masculino que sería su mejor arma en años sucesivos. No es exagerado señalar que el afán de superación para escapar a su devaluada posición social, y la consciencia del poder que confiere a una mujer su belleza, fueron las limas con las que logró cercenar los grilletes de aquel destino anunciado y las mañas de las que este se valió, a Dios gracias, para llevarla hasta mí.
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