sábado, 17 de marzo de 2012

The American Dream. El limpiabotas que soñaba con ser presidente


 

La reestructuración del capitalismo no solo ocurrirá en nuestros bolsillos sino también en nuestras mentes. La injusticia no solo mata por fuera sino que hiere por dentro. Ya escucho en los corrillos familiares, en los mercenarios susurros de los analistas mediáticos, en las voces de los viandantes un peligroso relato venido de América ante el que es urgente prevenirnos  como de un virus letal.
En las sociedades antiguas los hombres y las mujeres se distribuían en categorías asignadas mucho antes de nacer. Ellos, sus hijos y los hijos de sus hijos nacían y morían como nobles o como plebeyos. Tanto su valor social como sus tareas y desempeños, su poder adquisitivo, sus derechos y obligaciones estaban predeterminados por la cuna. Interesada fatalidad que si bien volvía insuperable la desigualdad social en términos absolutos –al ser expresión del orden divino– al menos hacía posible la conformidad con el propio destino, de la que derivaba una cierta tranquilidad vital.
El universo burgués trajo, sin embargo, incorporadas nuevas formas de estar en el mundo. Tal vez la más revolucionaria fue la ruptura de los moldes rígidos derivados del nacimiento, la creencia en el mito de la igualdad de oportunidades, según el cual la vida no es más que una carrera de obstáculos en la que cada sujeto está llamado a competir por el éxito en similares condiciones con el resto de concursantes, siendo la posición alcanzada en la escala social el resultado del propio mérito y capacidad. O dicho de otro modo, si la riqueza acumulada es la imagen visible del éxito, y este es  consecuencia del propio esfuerzo, la conclusión es obvia: los ricos  son merecedores de su riqueza y los pobres de su pobreza. Triunfar es señal de virtud, de trabajo duro, de talento; mientras que fracasar es indicio de vicio, desidia e inmoralidad.
En el cosmos capitalista los ricos, además de poseer los bienes materiales de manera desigual, tienen derecho a gozar de estos sin escrúpulos ni mala conciencia, sea cual sea la cantidad de miseria que les circunde. Los pobres, por su parte, no solo acaparan la penuria sino que han de sentirse con razón humillados por ella, pues solo ellos, y no la suerte o las circunstancias, son los  únicos responsables. Este es el mensaje central, si sabemos escuchar, que la derecha sin complejos, el tea party español, intenta incorporar al imaginario colectivo de nuestro país a través de canales como la Gaceta o Intereconomía.
En un mundo así todo se desquicia y pierde su límite natural. La producción y el consumo, las aspiraciones y los beneficios, la depredación y el coste de la deuda se tornan potencialmente infinitos: nunca hay bastante. Por lo que la brecha entre las expectativas y lo realmente alcanzado, entre los bienes que se poseen y  los bienes que se desean nunca se cierra del todo; al contrario, es avivada hasta el paroxismo por infinidad de cantos de sirena que nos instan a perseguir lo imposible, condenando al individuo a una insatisfacción crónica, a una angustia perpetua.
Hasta Dios, garante del viejo inmovilismo, se pone a trabajar en sus versiones protestantes y calvinistas, para la burguesía. El éxito social y la riqueza no solo no apestan a codicia sino que constituyen la prueba definitiva del reino, la bendición de Dios a los emprendedores por su tesón e iniciativa. No es casual que las metamorfosis del cristianismo estén asociadas a los niveles de prosperidad económica. La versión ortodoxa a Grecia; la católica a España, Italia y Portugal; la protestante a Alemania, Inglaterra y Estados Unidos.
El limpiabotas, tal vez marcado por una infancia difícil, falta de talento, deficiente escolarización y condiciones sociales adversas no podrá achacar a la mala fortuna su humilde posición, ni reclamar al Estado ningún tipo de ayuda para aliviar su condición de rata urbana. Los impuestos son  injustos si su objetivo es detraer al millonario una parte de sus ingresos legítimamente adquiridos para sufragar la pereza de los desheredados y desincentivar la ambición de éxito, que sirve, como poderosa anfetamina, de combustible al sistema.
La utilidad del Estado consiste más bien en vigilar y castigar a los miserables, a los parados defraudadores, a los funcionarios holgazanes, a los asalariados absentistas, apartándolos de la tentación de escapar a su merecido destino a costa de la libertad o propiedad del opulento. La reclamación de justicia será interpretada entonces como envidia. No minimicemos el peligro, toda una civilización está asentada sobre este absurdo y perverso relato.

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