Dado que el sábado Coralie me había comentado su intención de quedar a bailar con uno de sus pretendientes, decidí aprovechar la ocasión para conceder un lujo asiático a mi sexualidad. ¡No iba yo a ser menos! Hacía unos días que en mi facebook apareció por casualidad el anuncio de un taller de psicotantra en Almería, donde se comunicaba expresamente a los interesados que no era necesario desnudarse ni acudir acompañados de pareja. Precisiones que resultaban más prometedoras por lo que insinuaban que por los miedos que pretendían aliviar. Qué mejor programa para un fin de semana, me dije, que experimentar, dentro de los márgenes pactados, con una diversidad de mujeres los secretos entresijos del deseo, aunque fuera en clave oriental. El bailarín profesional de origen latino sería un insípido entremés al lado de una docena de hembras andaluzas ávidas de aprender los misterios del amor.
Tras tonificar mis músculos con repetidas flexiones, pesas y abdominales, perfumarme con sándalo y autobroncearme con una de esas cremas que guardaba Coralie en su surtido estuche de curtida esteticienne, le comenté mi intención. Sabía que el universo tántrico le fascinaba, hacía años que me proponía incorporar esa filosofía a nuestros contactos íntimos. Lo que no estaba seguro es si le fascinaría de igual modo mi decisión de irme solo a Almería, a iniciarme en compañía de una cohorte de desconocidas en la sexualidad sagrada.
Probablemente no opondría objeciones a mi insólito proyecto, pero su rostro dejaría entrever una sutil mueca de contrariedad. Me equivoqué. No sólo no le pareció mal la ocurrencia, sino que me insistió, casi con júbilo, en que pusiera la máxima atención y empeño en los ejercicios para practicarlos juntos a la vuelta. Solo si me convertía en un perfecto amante tántrico consentiría en seguir poniéndose el traje de enfermera sexi que tanto me gustaba. “Enfermera por fuera” a cambio de “hindú por dentro”, sensualidad relajada a cambio de voluptuoso fetichismo, parecían ser los términos del acuerdo. Así que lo que empezó como una astuta maniobra de compensación a sus devaneos adquirió pronto el carácter de un inesperado beneficio a su favor. No podía quedar más en evidencia que Coralie, como la banca, siempre gana.
Diré para los profanos que el tantra es una milenaria tradición procedente de la India , para la que el sexo no solo no es pecado sino la única forma verdadera de espiritualidad. Dicho en palabras vulgares: allí en vez de comulgar se folla. El encuentro meditativo entre la energía masculina y la femenina permiten trascender el yo y acceder a la plenitud cósmica. Cómo me acordaba, camino de Almería, de mi dilatado currículo como catequista católico, cuando el párroco, blindado en la negra casulla desde los pies hasta el alzacuellos, trataba de convencernos de que incluso la masturbación era una terrible afrenta contra Dios, que provocaba la ceguera. En el tantra, por el contrario, lo que se aprende en catequesis es a sincronizar las respiraciones, las miradas y los chacras sexuales de los neófitos a fin de generar la kundalini, la divina energía sexual. Imaginaba que los sacerdotes en esta tradición, algo menos púdicos que el párroco de Mota del Cuervo, impartirían su magisterio en pareja y, probablemente, en pelotas.
Pero nada es jauja en materia de espiritualidad, la economía de la salvación, como toda gran empresa, no funciona vendiendo duros a cuatro pesetas. El practicante masculino puede excitarse tanto como un corzo pero tiene que inhibir la eyaculación, no puede derrochar su energía sexual, que es la base de su autotrascendencia. Expulsar la energía sexual a tontas y a locas es aquí lo más parecido a una falta. El propósito es hacerla circular hasta que se eleve y salga por la coronilla, el supremo chacra sahasrara.
Pero que no cunda el desánimo. Este esfuerzo de contención, tras un primer dolor testicular, nos vuelve seres multiorgásmicos. Así, como suena. En el tantra no hace falta ser un macho cabrío ni un embustero para tener varios orgasmos sucesivos. La difusión de la energía sexual retenida con el músculo pubococcigeo –más fácil de retener por cierto que su nombre–, como quien aviva una estufa sin chimenea o una caldera sin válvula de escape, precipita a los amantes en oleadas interminables de pasión y compasión. Los orgasmos pueden durar horas, días enteros. Esa era al menos la teoría y la razón por la que a mi parecer, dicho sea de paso, el tantra es tan cotizado por las mujeres como temido por los hombres.
Esta breve presentación puede hacer entender el erótico entusiasmo con que circulaba con mi Megane descapotado en dirección a Almería.
No comentaré los pormenores del taller. Casi todo fue mágico: música íntima, velas olorosas, barritas de incienso, luz tenue, danzas afrodisíacas, flores esparcidas por el suelo, estatuillas de dioses en pleno fornicio, caricias mutuas en órganos no erógenos realizadas con quietud y plena conciencia, y atrevidos ejercicios pélvicos fueron despertando en mí la energía ancestral del universo o, en términos occidentales, poniéndome como una moto.
Poco antes de las ocho de la tarde, cuando el ambiente estaba ya suficientemente caldeado, el gurú, un valenciano calvo, con perilla y ademanes ampulosos, que se investía a sí mismo de una sabiduría de la que a todas luces carecía, anunció el ejercicio estrella del taller: la sincronía esencial o ceremonia del maithuna. Nuestro ego se iría por fin al carajo y alcanzaríamos el absoluto. Coralie se daría cuenta nada más verme que no era aquel pobre mortal del que se había despedido la mañana del sábado sino un iluminado que irradiaba ternura y pasión por los poros de su cuerpo resplandeciente.
El ejercicio consistía en la repetición de la danza sagrada entre Shakti y Siva, la diosa y el dios, la esencia masculina y femenina del Espíritu Uno indiferenciado. Según cuenta la tradición, Siva, para quien los años no debían tener la importancia que para nosotros, se empeñó, en un alarde de mística bravuconería, en meditar sentado con los ojos cerrados durante diez mil años ininterrumpidos en la soledad de una apartada gruta, pidiendo expresamente a sus allegados que no le molestasen hasta ese momento. Pretendía probar así el tamaño de su dignidad y determinación. Pero Shakti, algo más mundana, hastiada de la terca espera de su amante y urgida por un ansia de contacto carnal de proporciones inimaginables, irrumpió en la cueva a los cinco mil años. Aunque respetó literalmente la prescripción de no distraerlo, inició frente a él, como quien no quiere la cosa, una danza insinuante, con escasas prendas y sugerentes movimientos de caderas, que acabaron secuestrando, como no podía ser de otro modo, algo más que la voluntad del dios. Lejos de irritarse es fácil saber cómo terminó la historia. De no haber sucumbido a la provocación habría estado los otros cinco mil años arrepintiéndose.
La trasposición al taller de la danza primordial implicaba que cada uno de los doce integrantes masculinos debíamos preparar una suerte de acogedor altar en la sala, un nido de amor, que atrajera el interés de nuestra predestinada Shakti y la invitara a quedarse junto a nosotros. Poniendo mis mejores dotes seductoras al servicio de tan romántica causa coloqué varios cojines en el suelo, uno frente a otro, dispuse unos collares sobre aquél en que ella debía sentarse y me enrosqué sobre mí mismo con las piernas flexionadas, como un loto manchego, cerrando los ojos mientras el coro de Shaktis acudían cantarinas y radiantes a la sala a fin de encandilar a su divino amante. Como en el tantra, y en eso no encontré significativas diferencias respecto a mi hogar, es la energía femenina la que decide, eran las diosas las que elegían caprichosamente a su propio dios. El ejercicio tenía una duración prevista de hora y media.
Cuando abrí los ojos para ver a quién había destinado la energía cósmica para catalizar mi deseo, no pude reprimir un impulso salvaje, un sobresalto místico, pero no hacia la diosa sino en dirección contraria: una mujer de más sesenta y cinco años, con los ojos desvaídos, nariz aguileña, pelo lacio, michelines prominentes, facciones hombrunas y culo flácido estaba sentada frente a mí mirándome fijamente con ojos de santa lascivia. El tao no derramaba sobre mí precisamente sus bendiciones, me hubiera bastado cualquiera de las otras once aspirantes para vencer mis superficial apego a las apariencias físicas. Se puede forzar la voluntad de un hombre, se puede embaucar su inteligencia, pero la vara de luz, como se denomina en términos tántricos al falo masculino, es terca y soberana. No acepta órdenes ni entiende de protocolos. Solo se le puede convencer por las buenas.
Así que allí me teníais, a menos de veinte centímetros de una mujer que me miraba con religioso ardor, al menos al principio, y por la que yo sentía algo parecido al espanto. Comenzaba así la que iba a ser la hora y media más larga de mi vida.
Me sentía atrapado en un dilema letal. Sabía que no me podía levantar e irme sin ofenderla, pero no podía soportar su insinuante cercanía. El gurú, que espiaba con celo los encuentros, pensando que era timidez lo que me mantenía rígido y relativamente distante, cada vez que se acercaba a nosotros nos apretaba las cabezas, en lo que parecía ser una suerte de complicidad masculina. Como un resorte o mejor aún, como uno de esos tentempiés que venden en las ferias, mi cabeza retornaba a su posición inicial con la velocidad del neutrino.
Más cristiano que tántrico hacía cuanto estaba en mi poder por salir del aquel entuerto causando el menor daño posible a su autoestima y a mi integridad. Intentaba sonreírle, cerraba los ojos para que creyera que quería apresarla con el corazón, disimulaba mi aversión física y la inevitable culpa que este involuntario rechazo me provocaba, mientras escuchaba con envidia los jadeos gozosos del resto de parejas participantes. Toda la excitación atesorada a lo largo del día se iba convirtiendo en ira y mi lingam, que así llaman el pene, más que una vara de luz parecía un oscuro garrote con deseos de descargarse contra las costillas del gurú. No creo que tenga que convencer a nadie de que no solo no entré en erección, sino que mi órgano más preciado después del cerebro se reabsorbió, se practicó algo similar a un harakiri, huyendo como perro apaleado hacia el interior del escroto, hasta el punto de que necesité varios días para convencerlo de que ya se había ido la asturiana.
Pero lo peor estaba aún por llegar. La música crecía por momentos en pasión e intensidad, atrayendo con fuerza a los amantes hacia el clímax. Podían oírse cascadas gigantes, ríos que se desbordan, caballos desbocados, volcanes en erupción. Las fuerzas de la naturaleza conspirando contra mí. Fue entonces cuando la asturiana, tal vez por ósmosis ambiental, se montó a horcajadas sobre mi pelvis, pegando su yoni (vulva sagrada) a mi lingam (polla asustada), respirando con intensidad a escasos centímetro de mi boca, mientras yo imploraba a los dioses orientales u occidentales que me dieran la muerte en el acto si no había otra forma de evitar el martirio. Y por si no tenía bastante con inhalar su aliento vegetariano, el gurú de Requena, escrupuloso del ritual, colocó mi mano sobre su cóccix, es decir, la parte alta de su trasero, para cerrar el círculo esencial y que no escapara la energía.
En ese momento sublime tuve una visión que me llevó al éxtasis, pero no de la plenitud sino del ridículo. En ella aparecía Coralie enfrascada en ritmos caribeños con aquel apuesto bailarín venezolano. La misma diosa Shakti interrumpía sus joviales cabriolas en medio de la pista y les invitaba a echar un vistazo a lo que sucedía a seiscientos kilómetros de distancia. Allí estaba yo, el irresistible vengador de infidelidades, agarrado al cóccix de un abominable loro medieval. Era tal el impacto que la escena producía sobre el ánimo de los bailarines que lograban de golpe lo que yo inútilmente había buscado en el taller: trascender el ego. Solo que el motivo no era la kundalini sino una fuerza aún más sagrada y primordial: el descojoni. Conociendo el sentido cómico de Coralie sabía que en medio de convulsos retortijones de hilaridad, doblada sobre sí misma, le diría al venezolano, si es que lograba articular palabra: ¡Te presento a mi chico, el intrépido corruptor de menores... ¡de setenta!, el gañán tántrico!
En ese momento sublime tuve una visión que me llevó al éxtasis, pero no de la plenitud sino del ridículo. En ella aparecía Coralie enfrascada en ritmos caribeños con aquel apuesto bailarín venezolano. La misma diosa Shakti interrumpía sus joviales cabriolas en medio de la pista y les invitaba a echar un vistazo a lo que sucedía a seiscientos kilómetros de distancia. Allí estaba yo, el irresistible vengador de infidelidades, agarrado al cóccix de un abominable loro medieval. Era tal el impacto que la escena producía sobre el ánimo de los bailarines que lograban de golpe lo que yo inútilmente había buscado en el taller: trascender el ego. Solo que el motivo no era la kundalini sino una fuerza aún más sagrada y primordial: el descojoni. Conociendo el sentido cómico de Coralie sabía que en medio de convulsos retortijones de hilaridad, doblada sobre sí misma, le diría al venezolano, si es que lograba articular palabra: ¡Te presento a mi chico, el intrépido corruptor de menores... ¡de setenta!, el gañán tántrico!
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