lunes, 18 de julio de 2011

CASTIDAD VISUAL



Siempre me sorprendió cómo podía mantener tan buen tipo con ese apetito de buena gourmet que la caracterizaba. Cuando la conocí llegué a pensar, ingenuo de mí, que en un hipotético plato común su ración sería sensiblemente menor a la mía; que un macho humano de gran envergadura necesitaría mayor ingesta de calorías que una hembra de bonitas formas. Pero me equivoqué y cuánto.
Recuerdo un día de julio, que disfrutábamos de una excelente mariscada en un chiringuito de cala Carbó, en Ibiza. Mis ojos, conectados como satélites espías a la testosterona, se perdieron en el ronroneo de un voluptuoso trasero que yacía tumbado bajo el sol. Los lúdicos conteneos de la joven al intentar autobroncearse me impedían la plena concentración en aquella cornucopia de marisco.
No me puedo culpar por ello. Cualquiera que no fuera maestro experimentado en el arte de la meditación habría sido abducido como yo. Mantuve, eso sí, disciplinadamente los convencionalismos que exigen no mirar fijamente ni con permanencia aquello que deseamos, sino siempre de soslayo y con aire aparentemente distraído.
Ese día comprobé con asombro que a Coralie aquellas contemplaciones libidinosas no solo le importaban un bledo, sino que las recibía incluso con delectación por darle oportunidad de incrementar su cantidad de ración sobre la fuente común. No fue el miedo a sus reproches ni a sus celos, de los que carecía, lo que me indujo a tomarme en serio la castidad visual, sino el temor a quedarme con una dieta diezmada por efecto de sus despiadadas incursiones.
Era tan traviesa y astuta que en algunas ocasiones ella misma me señalaba el cuerpo escultural de alguna bañista para disfrutar durante mi despiste de una buena porción de mi cigala.
Cuando yo, vuelto en mí, descubría su treta y los restos del festín, reíamos sin poder parar durante horas.

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