martes, 20 de septiembre de 2011

CANTO A LA ESCUELA PÚBLICA


Me recibiste con los brazos abiertos cuando apenas balbuceaba “mamá”, “ajo” o “pis”, cuando no sabía ni contar mis propios dedos y pensaba que el mundo tenía la diminuta extensión de mi familia.

Hasta recuerdo, no te ofendas, que te maldije al principio por creerme abandonado, alejado del tierno amparo de los míos. Pero no pasó ni una semana cuando en tu regazo ya empezaba a leer con alegría la gran novela del mundo, escrita en el misterioso orden de las letras.

Aprendí las figuras geométricas, el teorema de aquel griego malsonante y  unas cuantas operaciones matemáticas. Supe, gracias a ellas, que si me prometen cuatro y me ofrecen dos, pretenden robarme la mitad.

Yo no podía ir de vacaciones donde Luis, el hijo del rico que vivía en la calle Mayor, junto a la Iglesia, ni montar en el flamante deportivo de su padre. Su ropa era bonita y siempre nueva, y nunca le faltaban los caprichos caros. Además, el futuro apenas le inquietaba, sería gerente en la empresa familiar y mi jefe vitalicio, como su padre lo era de mi padre.

He de reconocer que sentía mucha envidia de aquel chico, que estudiaba en otra parte y sacaba unas notas excelentes (más tarde supe que su padre las pagaba cada mes con generosos emolumentos). Hasta que un fin de curso, me emociona recordarlo, te acercaste a mí escuela pública y, con el cariño de una madre dulce y exigente, me susurraste al oído: “si te esfuerzas y me dejas ayudarte él nunca sabrá cantar como tú a la primavera, ni dominará el hermoso arte de los versos, ni comprenderá la importancia de la Revolución francesa, ni podrá discutir con conocimiento de causa con pensadores como Nietzsche, Marx, Freud o San Agustín.”

Tal vez el otoño me pone nostálgico. Pero es que me llevaste en tu vientre veinte cursos desde junio a septiembre. Aprendí contigo a nombrar el universo, a descifrar las ecuaciones que componen el maravilloso orden de la vida, a sacar música de un trozo de madera agujereado y a reproducir con carboncillo la esbelta asa de un jarrón al fondo de la sala. Mostraste a mis pobres ojos de animal remotos quasares y lejanas galaxias, y me iniciaste, expandiendo mi inteligencia y mis órganos más allá de sus innatos límites, en la órbita mágica del pequeño electrón.

Por ti tuve un trabajo no esclavo, admiré los frutos de la civilización y recuperé la memoria –donde otros me ofrecían la suplantación y el olvido–. Impediste que el arrogante Luis fuera mi jefe hasta la tumba, y hasta el humor me lo refinaste de tal modo con las obras de Quevedo y Voltaire que pude derrotar al guaperas de Vicente, que competía conmigo, tan solo con torpes ocurrencias, por el corazón de la mujer que amo.

Y  te doy gracias, sobre todo hoy, escuela pública –cuando los lacayos de aquel rico de la calle Mayor quieren impedir a toda costa que hagas con otros lo que hiciste conmigo–, porque cuando estaba en la fila con el resto de los niños nunca me preguntaste quiénes eran mis padres ni cuánto tenían, sino qué necesitaba y hasta dónde estaba dispuesto a luchar por conseguirlo.

1 comentario:

  1. pues yo casi que te doy las gracias a ti por existir aunque no tuvieras intención de hacerme ningún favor...pero para mi no hay nada como cruzarse con personas "tan vivas" por dentro...

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