miércoles, 3 de agosto de 2011

Carpe Diem. De religión: hedonista


Son las nueve de la mañana. Hoy ha amanecido un día de perros en Ibiza. El cielo está nublado y la fuerza del viento provocará tal oleaje que exigirá a las autoridades izar la  bandera roja en todas las playas.

Coralie es de esas personas, no sé cómo explicarlo, que siente el deber de disfrutar.  Así, como suena. Pueden llamarme fantasioso e incongruente, pero eso no negará la verdad de esta singularidad psicológica. Toda la gente que he conocido hasta ahora tiene deberes que limitan su apetito natural de placer, o placeres que salen a su encuentro de un modo espontáneo, sin proponérselo; pero jamás había encontrado a alguien que si hace un día espléndido sienta la obligación de pasear, si hay una buena cartelera tenga el compromiso de ir al cine; y si es verano se imponga  a sí misma la norma de solazarse en el mar. Le apetezca o no le apetezca, eso no es lo relevante para tomar la decisión. La difundida frase “carpe diem”, “vive el momento”, no es para Coralie una invitación sino un imperativo.

¿Cómo no vas a contemplar la puesta de sol desde un acantilado?, ¿cómo no vas a descubrir un rincón solitario aunque esté en el punto más lejano de la isla?, ¿cómo no vas navegar en kayak sintiendo tan de cerca la tibieza del agua?, ¿cómo no te vas a maravillar con la estela dorada que deja el mar en las noches de luna llena?, ¿cómo vas a renunciar al éxtasis tántrico, conteniendo la eyaculación para tener orgasmos implosivos?, ¿cómo no vas, cómo no vas…? De este modo, uno a uno ponía frente a mí los diez mandamientos del mes, las tablas de la ley, como Moises tras bajar del Sinaí.

En vano yo trababa de convencerla de que los placeres son potencialmente infinitos y de que querer disfrutarlos todos era una tarea poco menos que imposible para una sola vida. Además de resultar estresante para alguien como yo, cuya máxima aspiración en vacaciones es extenderme en una hamaca con un buen libro, sin salir a ser posible de mi pueblo, socorrido por una cerveza fresquita y haraganeando de sol a sol como indolente cigarra. 

Por fortuna Coralie se mostraba tolerante con mis explicaciones, aceptando, aun sin convencimiento, mi derecho al no placer. Ya apenas me reprochaba, con el rigor marcial de un moralista, que no sé disfrutar de la vida cuando me quedo dentro del estudio leyendo toda la mañana, mientras ella va a una de sus calas, y no me acuerdo ni siquiera de correr las cortinas para ver el paisaje.

Así que hoy, un día de perros en la isla, es para ella algo así como una mañana de bula, de trasgresión legítima, un permiso divino a su diario ritual de placeres-deberes. Hasta creo que percibo un ligero alivio en su semblante al saber que hoy no tendrá que disfrutar. Y que la culpa de no hacerlo no será suya sino de Poseidón.

Y en cuanto a mí, al ver llover y no tener que justificar mi falta de deseo para ir a  playas solitarias de imposible acceso, a tumbarme durante horas en la roca viva, rodeado de despelotados, y sintiéndome como un ridículo San Lorenzo a la parrilla, mucho más estúpido por hacerlo voluntariamente, me embarga el dulce recuerdo de aquellos días de mi adolescencia en que una felicidad indescriptible me conmovía al despertar, nada más salir el sol, al escuchar la terrible tormenta que se descargaba furiosa contra mi ventana, y que me libraría, a Dios gracias, de ir a coger sarmientos con mi padre.

3 comentarios:

  1. "Desprecia al corazón que no ama la belleza.
    Repugnante es el ser carente de pasiones.
    Indigno es él del sol que alumbra, y de ese beso
    con que suele aplacar nuestras penas la luna."
    Omar Jayyan

    Comentario de Víctor Fernández en apoyo de Coralie

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  2. Me encanta la manera como escribes con alta dosis de humor y simpatía nos llevas a un relato de fácil lectura, ingenioso y ameno. Felicidades!!

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  3. Gracias Fabiola.Eres muy generosa en tu juicio. Me alegro que te guste.

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