lunes, 29 de agosto de 2011

El huesecillo



Los grupos de personas, cuando se congregaban de modo informal,  le horrorizaban. El riesgo de impertinencia humorística por parte de un aspirante al liderazgo, la puñalada dialéctica de quien la había considerado una rival, o un simple malentendido,  activaban de pronto sus miedos, representados en la forma de voces crueles, descalificadoras, tanto más temidas si, como caballos de Troya, acechaban desde dentro de la propia fortaleza.

Observaba nerviosa la forma en que los integrantes se disputaban la palabra como si fuera un totem, ansiando acaparar para sí la atención del grupo con esa obscena avidez con que los peces de un estanque se lanzan a las migas de pan que les arrojan los niños desde la balaustrada. Reían, discutían, se desnudaban, derrochaban ingenio. Todo salvo escucharse. Como un  racimo de egos tratando inútilmente de escapar de su soledad aferrándose con desesperación  a los oídos ajenos, las intervenciones se sucedían de una forma grotescamente compulsiva. 

Es cierto que le entristecía sentirse excluida de esa orgía lingüística, y que en esos momentos fantaseaba con su soledad y la única presencia de su perro Xandro, pero soportaba mejor el exilio de su timidez cuando comparaba el objeto de su deseo con una jauría de perros compitiendo por un hueso. Sí, por un hueso,  al que ella contribuía con su abnegada escucha, y al que no podía acceder por su incapacidad para afirmarse en medio del ansia febril con la que aquellos chuchos voraces trataban, entre gruñidos y babeos, de convertirse en el centro de atención.

Frustrada y un poco resentida observaba el desplazamiento del hueso de un can a otro al borde mismo de su boca hambrienta,  sin que ninguno se dignara ofrecerle ni siquiera la ilusión de un mordisco.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que disponía de un inadvertido recurso, un auténtico  rottweiler, siguiendo la metáfora canina, por su pericia en adquirir y conservar el delicioso manjar de la atención: Yo. Urdió un plan digno de Rasputín. Recabaría mi ayuda mediante la irónica contraseña de colocar en mi mano, discretamente, un pequeño hueso de porcelana cada vez que tuviera deseos de hablar.

Yo me comprometía a conducir el coloquio de modo que ella tuviera oportunidad de realizar su propia aportación, manteniendo a raya a los demás chupópteros.  La elección y significado de tan sarcástico amuleto no podía ser más evidente: “pásame el huesecillo de la atención, que quiero roerlo un poquito”.

A mí me encantó la idea. En primer lugar porque me parecía descabellada. En segundo, porque  esperaba reparar de ese modo el sentimiento de vergüenza que me producía haber descubierto la egocéntrica avidez con la que me entregaba a aquellos festines sociales. Finalmente, porque la quería y me divertía la idea de incrementar la complicidad entre ambos mediante un juego tan surrealista y rocambolesco.


No hay comentarios:

Publicar un comentario