Esto era un niño que tenía miedo. La barbilla se le juntó con el pecho de tanto mirar hacia abajo. Iba por el mundo aturdido, con la torpeza pegada al rostro, aplastada entre las hojas del cole o envuelta en el papel del bocadillo.
Era un niño que sólo sabía mirar al cielo para escuchar y al suelo para responder. Apenas si hablaba en la escuela, tan extraña le parecía, temblando de solo pensar que el maestro diría su nombre en voz alta y las miradas de los otros se posarían en su rostro como una bandada de tábanos.
Le asustaban los otros niños, sobre todo los más fuertes, los pegones, los que sabían jugar al fútbol. Tan cobarde era que no se atrevió a proteger a su hermana el día que la lastimaron, que en lugar de actuar como un niño-hombre se inventaba falsas historias para justificar a los que lo hicieron, que evitaba salir al patio y buscaba solitarios rincones para guarecerse, que solo una vez se hizo el valiente y acabó llorando.
Los que le conocían le reprochaban a menudo su indefensión, porque creían que a él no le dolía.
Le gustaban las pelis de vaqueros porque allí siempre había un héroe, fuerte y justiciero, que sabía poner a los pegones en su sitio; y se pasaba las horas soñando con peligrosas aventuras en las que salía, al fin y a la postre, victorioso.
Esto era un adulto que tenía miedo, que seguía teniendo más miedo aún que cuando era niño .Pues si antes solo temía que le hicieran daño, ahora temía que le hicieran daño y que los demás supieran que se sentía vulnerable.
Cierto día habló con sus miedos y decidió pesarlos.
El miedo ganador fue el miedo a sí mismo y como era el mayor miedo posible lo llamó dignidad. Y así, agredió a todos los que representaban una amenaza, a todos los que tenían algún poder, a todos los que le marcaban algún límite sin mirar si dicho límite era bueno o malo. Un día decidió que era mejor pasarse que quedarse corto, pedir perdón que recibirlo, cometer injusticia que sufrirla.
Al principio funcionó. Con pelo rapado, pulsera de cuero y gesto intrépido nadie le reconocería. Quemó las fotos de cuando era niño, los libros de cuando era niño, los cromos de cuando era niño. Rasgó las hojas dobladas donde había guardado el miedo, se olvidó a conciencia de los rincones solitarios y renegó de su hermana para no abochornarse con el recuerdo de su intolerable cobardía.
Solo que a veces las situaciones eran imprevisibles. Cuando el ujier del juzgado le corrigió por ponerse en la fila que no era, tuvo que explicar al guardia por qué había olvidado el carnet de conducir o aquel taxista portugués pareció insultarlo con expresiones graves pero desconocidas, al no estar preparado, dejaban de brotarle las palabras, la voz se le desparramaba sin firmeza, las pestañas repicaban tocando a muerto y la mente se le bloqueaba como un ordenador inservible. Acudía entonces sin ser llamado el maldito niño cobarde, el niño aturdido y sumiso, el gusano de gesto inseguro y complaciente.
Y durante meses se mortificaba, se atizaba a sí mismo sin piedad con la fantasía de la escena vergonzosa, hasta que juraba por Dios que mataría a aquel niño, que lo lanzaría al mar atado a una enorme piedra de molino para que no viera nunca más la luz del sol.
Tanto se lo dijo a sí mismo que al final se lo creyó y nunca más volvió a saber del niño.
Esto era un anciano que no tenía miedo, que olvidó lo que era el miedo y consiguió poner el mundo a sus pies. Un anciano que sabía a ciencia cierta, sin embargo, que lo único de valor que le quedaba era el recuerdo de unos ojos temblorosos y asustados, escondidos para siempre en el fondo de algún mar.
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