Era tan pobre que no tenía más que no tenía más que dinero
J. Sabina
J. Sabina
Cierto día, mientras desayunaba en un céntrico bar de la localidad, se acercó a mí uno de esos afamados ricachones de voz grave y modales arrogantes. Intercambiamos pocas palabras, se trataba de un encuentro accidental que había que solventar con un poco de cortesía, pero no pude evitar que se me quedara grabada una frase que repitió en varias ocasiones y de la que parecía sentirse especialmente orgulloso. Decía más o menos que la vida puede ser cara o barata y que las vidas baratas no merecen la pena.
La aplicación de conceptos económicos, como caro o barato, a una realidad sagrada como la vida me produjo ganas de vomitar, dándome la medida del grado de estupidez y confusión de aquel pobre fanfarrón. Pero al escándalo sucedió un sentimiento más noble, un sentimiento que enfocaba no la imagen de grandiosidad con la que pretendía impresionar a la audiencia, sino la indigencia interior que a duras penas ocultaba.
He dicho pobre sin ironía, dándole al término su máxima precisión, lo que resultará chocante para una sociedad donde la envidia es el sentimiento predominante hacia los ricos. Envidia que se tiñe a veces de admiración, otras de indignación y no pocas de odio. En su lugar reivindico la compasión, que no está reñida con la exigencia de obligarles a devolver los bienes no merecidos (la mayoría) en favor de la comunidad, sino más bien al contrario: ayudar a esas pobres almas atormentadas a escapar de la ignorancia y el apego es una razón más para practicar la justicia distributiva.
1. Nunca tienen certeza de la sinceridad del afecto de quienes les rodean. El amor puede ser prostitución encubierta, la amistad, nudo interés.
2. Su mente carece de sosiego. Gestionar el capital debe ser una de las actividades más absorbentes y estresantes. En un mundo de competencia feroz, el miedo a perder lo conquistado y el ávido deseo de incrementarlo destruyen la serenidad.
3. Cuanto mayor es la riqueza acumulada mayor es la responsabilidad en el sufrimiento humano que con ella podría aliviarse.
4. Inventar una coartada para liberarse de tal cantidad de culpa supone renunciar a la racionalidad moral, a la justicia y a la empatía, lo que es tanto como deshumanizarse. Solo quedan tres opciones: creerse las propias mentiras (con lo que se volverá estúpido); no pensar (con lo que volverá frívolo); dar como buena la ley de la selva (con lo que se volverá cínico).
5. Existe el riesgo de que el rico se valore por lo que tiene y no por lo que es, con lo que el sentimiento resultante será una autoestima precaria, que necesitará recurrir permanentemente a la ostentación para afirmarse.
6. El mecanismo psicológico de la adaptación hedónica –habituación o acostumbramiento– convierte pronto en ceniza todos los placeres, por muy sofisticados que sean. Cambiar de palacio para un rico es menos placentero que adquirir un piso de protección oficial para un pobre. El disfrute depende de las expectativas que se tengan y de la capacidad de gozar, escasamente de los bienes poseídos. Lo que, aunque parezca un fácil consuelo, es una evidencia científica contrastada.
7. La excesiva protección del entorno los debilita psicológicamente para afrontar la adversidad, la enfermedad o la muerte, que tarde o temprano los alcanzan.
8. Acostumbrados a la adulación pierden el sentido de la igualdad, base de la amistad y la fraternidad humana.
9. Por estar tan atentos al precio se vuelven ciegos al valor. Amar y ser amados, tener buen humor, pensar, pasear, reír, practicar sexo, el sincero aprecio de un amigo, dar las gracias, crear, leer un buen libro, conversar o respirar relajadamente no se compran ni se venden y son las actividades que más felices nos hacen.
10. Trasmiten a sus pobres hijos estas graves privaciones, perpetuando su sufrimiento en sucesivas generaciones. Agravadas por el hecho de que ni siquiera han luchado para obtener lo que tienen. Lo que los convertirá, salvo contadas excepciones, en fanfarrones, intolerantes a la frustración, obtusos, prepotentes, consumistas y profesionalmente inútiles.
Compadecer a los ricos no supone exaltar a los pobres. Sobre todo a los envidiosos. Si ser rico es digno de compasión aún lo es más desear ser rico y no serlo -lo que es diferente del legítimo deseo de no ser pobre-. La función del dinero no es incrementar el placer sino aliviar las necesidades básicas (naturales y sociales). Más allá de ese punto el dinero no solo no contribuye a la felicidad sino que se convierte en su principal obstáculo. Ningún sabio que se recuerde aspiró a ser rico, ni ningún rico es sabio. A lo más, astuto.
Cuando se encuentre pues a un ricachón, o cruce a su lado subido en una de esas horribles limusinas, no le pida autógrafos ni lo trate con admiración, sería engañarlo. Adopte más bien la actitud respetuosa con que se trata al mendigo, a quien poco podemos hacer por ayudarle.
Me ha gustado tu punto de vista, nunca lo había pensado así
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