La mayoría de las medusas que encontramos en bares de copas, cenas de empresa, supermercados o comidas familiares provocan picaduras dolorosas y una sensación de escozor moral, pero no son letales. La toxicidad varía según la especie.
Por ejemplo la medusa fisicus, Aurelia guasona, se acerca con sonrisa socarrona y tras poner la vista más arriba de nuestras cejas, nos espeta: “¡caray que cada vez estás más calvo!” O la llamada ortiga vecinal, Cyanea bromista, ésta con gesto compasivo, nos dispara a bocajarro: “¡cómo has envejecido desde la última vez que te vi!”
Existe incluso una variedad más evolucionada, la Chironex groserus, caracterizada porque nos hace partícipes de su picadura en dos movimientos. El primero actúa como cebo: “¡felicidades!” Y cuando inocentemente preguntas por qué, responde con sonrisa ingenua y mala sangre “¡Por tu embarazo!” Y resulta que no estás embarazada sino que tienes la tripa un poco más hinchada de lo normal. A veces incorpora una variante en que la toxicidad se inyecta mediante una hábil inversión de los tiempos verbales: “¡¿Cuándo darás a luz?!” –interroga cortésmente con la mano puesta sobre la cabecita del futuro bebé, tras contar con exactitud los meses de embarazo– Sabiendo que tú responderás: “hace un mes”.
E incluso existe una especie, la comparator odiosus, especializada en compararte, a peor, con alguien a quien amas: “tu hijo (tu hermana, tu amigo, tu perro…) es muchísimo más guapo que tú”. Con lo que intenta poner el acento en tu fealdad y no en la belleza de tu hijo, dejándote literalmente noqueado. Pues ¿cómo te vas a molestar por un comentario en que se habla bien de tu hijo? O, para mencionar una más, la yosoi sincera, que evalúa con descaro tus defectos, estado anímico e indumentaria sin previa solicitud, convirtiendo el propio latigazo contra la piel de tu amor propio en justificación, como si tuvieras que estarle agradecido por esa notable exhibición de franqueza.
En todos los casos se trata de un animal psicológicamente tóxico, 96% mala uva y que, sin venir a cuento, te ha tocado las criadillas aprovechando tu relajación, utilizando normalmente un tono jocoso de franca complicidad y la cercanía que le proporciona tu confianza. Con la singularidad de que tan malévola incursión en la zona sensible de tus complejos le sale gratis. De tal modo que si te enfadas dirá: “no seas susceptible”, “solo se trataba de una broma”, “creía que tenía confianza contigo”, etc.” Y así te hará sentir culpable. Y si te contienes y a duras penas haces como si no te hubiera picado, se marchará feliz autopropulsándose con su propia risa interior, mientras tú estás al borde del shock anafiláctico.
Una vez inoculado el veneno no nos queda más que esperar, como en cualquier otra picadura, a que el organismo lo reabsorba. Tomarlo a broma, como el vinagre, puede calmar el picor. Rascarse es, con todo, lo peor, es decir, recordar lo sucedido maldiciendo la medusa o a su madre: ¡tendría que haberle dicho…! ¡la próxima vez se va a enterar…! Pues de ese modo el veneno, embutido en los aguijones infectados, se extenderá por todo tu ser provocando una bajada severa de autoestima.
Recuerdo una medusa anciana, la Benthocodon ciniculata tocapelotus, con su cuerpo gelatinoso en forma de campana, que iniciaba su venoso ritual al llegar a casa de mi madre, siempre a las horas más inconvenientes del almuerzo o la siesta, pegando el dedo sobre el timbre como si estuviera agonizando víctima de un ataque cardíaco. De ese modo empezaba a desequilibrar el ánimo de su presa. Mi madre ya la conocía y no se impacientaba, pero yo, pobre cándido, me dispuse cierto día a dirigirle un cortés reproche. Ella, al notarlo, inició ese llanto fingido de viejecilla vulnerable mascullando entre dientes: “con lo que yo te quería (pasado), que un día cuando un forastero me preguntó dónde vivía el profesor que vestía de forma ridícula (yo), te defendí”.
Me quedé petrificado. Con una jugada maestra e improvisada me dijo ridículo en mi cara (porque comprendí de pronto que aquel forastero era una fantasía suya) y además que tenía que estarle agradecido por su defensa. Mi organismo me gritaba: “¡la que te ha metido!”; mientras mi razón trataba de descifrar el anatema para determinar si estaba justificada una respuesta. Cuando logré analizar el esputo ya hacía tiempo que la Benthocodon ciniculata tocapelotus había desaparecido de mi vista, por lo que resultaría patético iniciar una sangrienta persecución que tan solo le demostraría mi rencor y, lo que es peor, mi falta de reflejos. Aquella medusa se movía con tan rapidez, disfrutaba de tal cantidad de veneno y eran tan largos y curtidos sus filamentos que todo el pueblo temía sus picaduras.
Pero entre todas las medusas que recuerdo había una, la más peligrosa de todas, de picadura mortal, la llamada avispa de templo, Curae impertinentis, un viejo párroco de setenta y cinco años, treinta más que yo, cuyo temperamento desprendía tal dosis de soberbia y malignidad que cierto día, que le confesé distendidamente que no podía creer en Dios por el sufrimiento de los niños, (porque él me lo había preguntado) me dijo, con un gesto retorcido que jamás olvidaré, que entonces qué iba a decir él cuando oficiara mi entierro.
Me quedé perplejo y paralizado, sin entender esa insólita salida en la conversación, la desconcertante relación entre mi declaración de no fe y la referencia a mi abandono de este mundo. Tardé unos treinta minutos en entender que me había deseado abiertamente la muerte. El mensaje encriptado decía: “Te morirás antes que yo, a pesar de que por edad podrías ser mi hijo, por no tener fe.” Fue tal el odio que me provocó aquella mordedura, que sobrevivir a su muerte es uno de los motivos más sólidos que he encontrado para cuidar mi salud. Estaría determinado –si no fuera por miedo a convertirme en una laica extensión de su veneno– a, si le llegaran a diagnosticar una enfermedad incurable, ir con dos copitas de champaña a la sacristía para decirle: “qué tal padre, estoy consternado porque, al parecer, no podrá usted decir unas palabrillas en mi entierro…”
El mejor antídoto es con mucho la prevención. Yo llevo siempre en la cartera una lista negra (no se rían, que no miento) con el nombre y apellido de las medusas de mi entorno, convenientemente clasificadas por su forma de atacar y la naturaleza de su veneno. Mi consigna personal es evitarlas, alejarme de las corrientes por las que habitualmente circulan, lo que puede significar tanto esquivarlas físicamente como reducirles la confianza, guardar la distancia justa para ponerse a salvo de sus lenguas urticantes.
Otro es aplastarlas sin piedad con una frase preparada al efecto, una crema antimedusa: “Me pregunto cuánto veneno cabe en tu abdomen…” o “Ayúdame a resolver una duda: ¿eres torpe emocional o solamente mala persona…? La frase inesperada actuará como la pequeña red que utilizan los bañistas para arrancarlas de su medio y colocarlas bajo el tórrido sol. Prevenir o atacar, dat ist de question. Pero nunca espantarse. A fin de cuentas una medusa solo es agua, agua amarga.
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