lunes, 1 de agosto de 2011

¿DEMOCRACIA O DEMOGOGIA? BELÉN ESTEBAN FOR PRESIDENT


Pocos datos son necesarios para presentar al personaje. Como la sustancia de Spinoza ella es primera en el orden del conocimiento y en el orden del ser. Muchas más referencias serían necesarias para dar a conocer al gran público el último premio nobel de literatura, el científico que ha logrado desarrollar una vacuna contra la malaria o el promotor de una banca alternativa para sacar de la miseria a millones de pobres en todo el mundo.
Uno de los momentos estelares donde la máquina estupidizadora logró los mayores índices de audiencia fue precisamente aquél en que la diva, bautizada como la princesa del pueblo, lució por vez primera ante las cámaras de Telecinco su nariz operada ─el 26%. No era para menos. Al lado de este tremendo acontecimiento, cuestiones menores como la cumbre de Copenhague para atajar el cambio climático o la asamblea de Unicef para erradicar el hambre en el cuerno de África, no tenían la más mínima oportunidad. 
Meses después la veíamos sentada en su trono del plató de Telecinco, respondiendo a millares de improvisados televidentes sobre la mejor forma de abordar sus inquietudes políticas: paro, hipotecas, desahucios, relaciones bilaterales con Marruecos, etc. Con monosílabos, muecas de osada indignación y esa seguridad que solo la ignorancia es capaz de conferir, lograría superar, según las encuestas, el número de diputados de I.U o UPyD en una hipotética contienda electoral, convirtiéndose en la tercera fuerza política del Estado. Lo que sin duda carecía de interés para ella, ya que rebajaría su status actual: una princesa del pueblo es más que un líder de la oposición e incluso, llegado el caso, que un presidente del gobierno.
Pero no es esa pobre ignorante, zafia y verdulera de Belén Esteban; ni tampoco ese grotesco presentador de Sálvame Deluxe, ganador de un premio honda, que la utiliza  para atizar la bazofia, lo verdaderamente inquietante. Es ese enfervorizado público que con ella se identifica, esos millones de ciudadanos que se rebozan jubilosos en los excrementos de la telebasura; o abarrotan  estadios para contemplar con entusiasmo casi religioso a sus acaudalados ídolos futbolísticos; o votan sin pudor a gobernantes corruptos; o se sienten reconfortados cuando un famosete se cruza en su ángulo de visión cual pastorcillo ante la aparición de la virgen; o se despreocupan del futuro de su comunidad y de su planeta exculpando su irresponsable indolencia en la maldad natural de los políticos.
El “pueblo soberano”,  entelequia de las clases ilustradas, eufemismo para nombrar a esa chusma imbécil y mitómana, que besa la mano que estruja sus genitales y abre de par en par los pliegues de su cerebro para que sea más fácilmente penetrado. Niño consentido  a cambio de renunciar a la mayoría de edad. Coronado sarcásticamente como el “rey consumidor”, el “rey elector”, el “rey televidente”, no es más que un títere despojado de todo interés en manos de siniestros demagogos, un abyecto y soez saltimbanqui que apenas puede disimular su hedor a mediocridad e impotencia.
Probaré fácilmente que no hay pizca de elitismo ni exageración en mis palabras. Imaginen por un momento que me toca 1 millón de euros en la bonoloto. ¿Saben cuál sería mi sueño? No el de comprarme un yate, dar la vuelta al mundo o pagar a plazos un viaje al espacio. Eso es consumismo hortera, del que practican los nuevos ricos. Haría algo mucho más original y divertido. Lo destinaría a elaborar un test de dignidad humana real, es decir, de la que merecemos por nuestros actos, no la que se nos reconoce por el hecho de haber nacido en una especie que enlaza sílabas, sabe contar y anda habitualmente con la espalda erguida.
Con permiso de Gallardón,  erigiría un enorme y elevado pódium en el centro de la puerta del sol, donde no ha mucho acampaban los indignados; y desde lo más alto, para no contaminarme de vergüenza ajena, prometería ante notario entregar el millón de euros a aquel individuo que caminando a cuatro patas me trajera con mayor servilismo un enorme hueso de cordero, que lanzaría con todas mis fuerzas lo más lejos posible. En el hueso habría una inscripción que diría: “soy responsable de que otros gobiernen en mi nombre, se enriquezcan en mi nombre, piensen en mi nombre, se desternillen en mi nombre”. De este modo el aspirante a chucho podría tener una pista simbólica del sentido del juego y ofenderse con razón de mi perversa treta. Que coste, para los muy susceptibles, que yo no faltaría con mi iniciativa al respeto de los concursantes, tan solo pondría la ocasión para saber si ellos son capaces de faltárselo a sí mismos. Y tampoco crean que soy generoso dilapidando por motivos científicos un millón de euros. Telecinco a buen seguro me pagaría más del doble por la exclusiva.
¿Cuántas personas creen honradamente que renunciarían al millón de euros  a cambio de un comportamiento tan indigno (sólo quedarían excluidos del gran reto, lógicamente, los verdaderamente necesitados; por salvar a mi familia de la miseria yo daría el salto mayor que un podenco)? El pesimismo antropológico que se desprende de este experimento mental me autoriza a violar el gran tabú de nuestro tiempo: la igualdad de valor, el índice de audiencia, la mayoría democrática. Porque la demogagia populista que padecemos es una modalidad de fascismo acaramelado: dulce en las formas y violenta en los contenidos. Basta ya de pasarle la mano por el lomo a ese caballo convertido en pollino que se deja devorar por cualquier depredador de tres al cuarto. Quien ama al pueblo tiene que  ser como una espuela, exigirle hasta que brote la sangre.
Aquellos de los 45 millones que rechazaran la tentadora oferta los consideraría ciudadanos de pleno derecho, mis semejantes. El resto los arrojaría sin miramientos, sin ni siquiera saber quiénes son, dónde viven o cómo se llaman, a los dominios de Belén Esteban, la princesa del pueblo.

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