Jamás llamaré torturador a alguien por el solo hecho de tener afición al toreo. No tengo por qué dudar de la sinceridad de quienes dicen encontrar valores estéticos en la llamada fiesta nacional, o de quienes alegan que se trata de una tradición, que genera cierto número de empleos y de que ha formado parte de nuestra identidad colectiva.
Sin embargo, la experiencia del dolor físico o del miedo extremo, que compartimos con todos los seres capaces de sentir, es tan brutal, tan terrorífica, tan áspera, que no tenemos derecho a provocarla deliberadamente a ningún otro ser sintiente, salvo en caso de necesidad. No hay argumentos que puedan oponerse en la balanza. Nadie querría ser herido, pinchado, atravesado, desgarrado por dentro, si pudiera evitarlo, por el único motivo de provocar disfrute a terceros, aunque dicho disfrute pudiera ser revestido de un valor estético o cultural. Y lo que no puede ser querido para uno mismo no puede ser querido, en coherencia, para ningún otro ser en las mismas condiciones.
El toreo tal vez tuvo su momento, como para muchos lo tuvo la lucha a muerte entre gladiadores, normalmente esclavos, para regocijo de los ciudadanos romanos. Pero hoy día se ha convertido en la reliquia de un pasado que exige ser superado, al menos en sus aspectos más crueles y truculentos. No realizaré una exposición pormenorizada de dichos aspectos. Están al alcance de cualquiera, incluso de los niños.
No es necesario para dar validez a esta conclusión opinar que una persona tiene el mismo valor que un animal. Prefiero salvar la vida de un niño antes que la de un perro, un león o una bacteria. Pero curiosamente si hay algo en nuestra especie que merece ser celebrado, que da fe de nuestra superioridad frente a lo salvaje, no es la capacidad de herir y de matar, sino la de cuidar y aliviar el dolor. No es la espada ni el estoque─, lo que nos hace humanos sino la compasión.
Ninguna forma de violencia, tampoco el toreo, merece ser llamada arte en el estadio de evolución de la humanidad en que nos encontramos. Ni puede ser amparada por la libertad de gustos y creencias, dado que genera un daño a terceros. Es nuestra obligación reducir progresivamente este sangriento ritual con la menor crispación posible, sin satanizar a sus defensores.
Sé por experiencia que es más fácil para un político permitir el sufrimiento de un animal, incapaz de reclamar sus derechos, que enemistarse con gran parte de su comunidad. Pero opino que uno de los retos más ambiciosos de los próximos años será reconocer a los animales, y a los seres vivos en general, como portadores de derechos. Y antes que ningún otro el de ser protegidos del dolor innecesario.
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ResponderEliminarEstupenda reflexión Feliciano. Sabes que soy un gran detractor de la tauromaquia y me habría costado decirlo mejor.
ResponderEliminarUlises. Hola Feliciano, yo no soy tan diplomático como tú, la verdad es que me enciendo cuando me hablan de arte, pero tu artículo expresa sin exaltarse lo que muchos sentimos por la España profunda(aunque alguno ya vamos sacando la cabeza).
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